¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba?

18 de junio
Ésta será la última carta que yo escriba a usted.
El veinticinco saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a usted un abrazo.
Cerca de usted estaré mejor. Usted me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco.
Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón.
El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo.
Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar; pero ¡cuánto me ha costado!
Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe.
En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad.
¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno?
Pero no; mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado.
Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse.
El veinticinco, repito, partiré sin falta.
La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme.
Escondí esta carta como si fuera una maldad escribir a usted.
Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado al despedirse, en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor, indinote, maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el drupo,[146] que has puesto enferma a la niña y con tus retrecherías la estás matando!
Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó, de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas.
No me quejo; merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.
¡Dios mío haz que Pepita me olvide; haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada, no sospecha nada. Más vale así.
Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.
¡Qué mudado va usted a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!

Juan Valera
Pepita Jiménez
Penguin Clásicos


Juan Valera defendía que el arte es desinteresado. Empeñado en atacar tanto a los románticos como a los naturalistas, nunca se adscribió a ningún movimiento esteticista, como el simbolismo, que bajo la insignia de l’art pour l’art, intentaba renovar las tendencias artísticas en el cambio de siglo. Su escritura sencilla, llena de pinceladas detallistas y apuntes objetivos —que le alejan de los románticos—, y su meticuloso análisis de los personajes —que le acerca a Stendhal y Flaubert—, encuentran su máxima expresión en Pepita Jiménez (1873), obra maestra de la novela española del XIX, al servicio de un joven seminarista que cuelga los hábitos por una joven viuda a la que corteja su padre.

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