carta al señor abate Joseph Charpentier, párroco que oficiaba en la parroquia de Saint-Aubin, un pobre pueblo de Sologne

I - CUATRO AÑOS DESPUÉS
Cuatro años han pasado desde los acontecimientos precedentes.
Gabriel de Rennepont escribía la siguiente carta al señor abate Joseph Charpentier, párroco que oficiaba en la parroquia de Saint-Aubin, un pobre pueblo de Sologne.

A. Ferdinandus, El abate Gabriel escribe sobre su familia cuatro años después de los terribles acontecimientos.

Granja de las Vives-Eaux, 2 de junio de 1836
 
Deseando escribirle ayer, mi buen Joseph, me senté delante de esta vieja mesita negra que usted conoce; la ventana de mi habitación da, como usted sabe, al patio de nuestra granja: puedo ver, desde mi mesa, mientras escribo, todo lo que ocurre en el patio. He ahí qué preliminares más serios, amigo mío; sonríe; ya llego al asunto.
Acababa, pues, de sentarme a la mesa, cuando mirando por casualidad por la ventana abierta, he ahí lo que veo; usted, que dibuja tan bien, mi buen Joseph, hubiese reproducido, estoy seguro de ello, esa escena con un encanto conmovedor.
El sol iba camino del ocaso, el cielo de una gran serenidad, el aire primaveral, tibio y todo lleno del aroma del seto de espino blanco florido que, por la parte del pequeño riachuelo, sirve de valla a nuestro patio; debajo del gran peral que toca el muro del granero, estaba sentado en un banco de piedra, mi padre adoptivo, Dagobert, ese valiente y leal soldado al que usted quiere tanto; parecía pensativo; tenía la frente encanecida inclinada sobre el pecho, y con una mano distraída acariciaba al viejo Rabat-Joie, que apoyaba su inteligente cabeza sobre las rodillas de su amo; al lado de Dagobert estaba su mujer, mi buena madre adoptiva, ocupada en una labor de costura, y junto a ellos, en un banquillo, Angèle, la mujer de Agricol, que daba de mamar a su pequeño recién nacido, mientras que la dulce Mayeux, sujetando al primogénito sentado en sus rodillas, le enseñaba a deletrear las letras de un alfabeto.
Agricol acababa de volver del campo, comenzaba a desenganchar los bueyes del yugo, cuando, impresionado sin duda por ese cuadro, se quedó un instante inmóvil mirándolo, con la mano apoyada aún en el yugo, bajo el cual se doblegaba, poderosa y sumisa, la ancha frente de sus dos grandes bueyes negros.
No puedo expresar, amigo mío, la encantadora paz de ese cuadro, iluminado por los últimos rayos del sol, discontinuos aquí y allá en el follaje.
¡Qué personajes, diversos y encantadores! La figura venerable del soldado… la fisonomía tan buena y tan tierna de mi madre adoptiva, el fresco y encantador rostro de Angèle sonriendo a su bebé, la dulce melancolía de la Mayeux aplicando de vez en cuando los labios en la cabeza rubia y graciosa del hijo mayor de Agricol, y finalmente Agricol mismo, de una belleza tan varonil, en la que parece reflejarse esa alma leal y valerosa…
¡Oh, amigo mío! Al contemplar ese conjunto de seres tan buenos, tal leales, tan nobles, tan amantes y tan queridos los unos a los otros, retirados en el aislamiento de una pequeña granja de nuestra Sologne, mi corazón se elevó hacia Dios con un sentimiento de agradecimiento inefable. Esta paz de la familia, este atardecer tan puro, ese aroma de flores salvajes que la brisa traía, ese profundo silencio, solamente turbado por el ruido de la pequeña cascada que está cerca de la granja, todo eso hacía que se me subieran al corazón esas bocanadas de una vaga y suave ternura que se siente, pero no se expresa, usted lo sabe, amigo mío… usted que, en sus paseos solitarios en medio de sus inmensas llanuras de brézales rosas rodeados de grandes bosques de pinos, siente que a menudo se le humedecen los ojos, sin poder explicarse esa emoción melancólica y dulce; emoción; emoción que yo sentía también tantas veces, a lo largo de las admirables noches pasadas en las profundas soledades de América.
Pero, ¡ay!, un penoso incidente vino a turbar la serenidad de esa escena.
De repente, oigo a la mujer de Dagobert exclamar: «¡querido mío, estás llorando!».
Ante esas palabras, Agricol, Angèle y la Mayeux se levantaron y rodearon espontáneamente al soldado: ¡la inquietud se dibujaba en sus rostros!… entonces él, levantando bruscamente la cabeza, pudimos ver, en efecto, dos lágrimas que corrían por sus mejillas hasta el bigote blanco…
«No es nada… hijos míos —dijo con una voz conmocionada—, no es nada… sólo que hoy… el 1 de junio… hace cuatro años…»
No pudo acabar; y al llevarse las manos a los ojos para enjugarse las lágrimas, vimos que tenía una pequeña cadena de bronce en la que llevaba colgada una medalla.
Era su reliquia más querida; pues, hace cuatro años, casi muriendo de la pena desesperada que le causaba la pérdida de sus dos ángeles, de los que tantas veces le ha hablado, amigo mío, encontró en el cuello del mariscal Simon, que le habían traído muerto después de una lucha a ultranza, esa medalla que sus hijas habían llevado durante tanto tiempo.
Yo bajé al instante, como bien puede imaginar, amigo mío, a fin de tratar también de calmar los dolorosos recuerdos de este excelente hombre; poco a poco, en efecto, sus pesares se dulcificaron, y la velada transcurrió en una tristeza piadosa y tranquila.
Podrá creer, amigo mío, cuando subí a mi habitación, todos los crueles pensamientos que me vinieron al pensar en ese pasado al que mi espíritu sigue volviendo con temor y con horror.
Entonces se me aparecieron las conmovedoras víctimas de esos terribles y misteriosos acontecimientos, cuya espantosa profundidad no se ha podido nunca sondear ni aclarar, debido a la muerte del padre d’A*** y del padre R***, así como la locura incurable de la señora de Saint-D***, los tres autores o cómplices de tan espantosas desgracias. Desgracias irreparables para siempre; pues los que fueron sacrificados en nombre de una espantosa ambición, hubieran sido el orgullo de la humanidad por el bien que ellos hubieran hecho…
¡Ah!, amigo mío, ¡si usted supiera cómo eran esos corazones de elite! Si usted supiera los proyectos de caridad espléndida de esa joven, cuyo corazón era tan generoso, el espíritu tan elevado, el alma tan grande… La víspera de su muerte, y como preludio de sus magníficas intenciones, después de una conversación, cuyo secreto debo guardar, incluso a usted, amigo mío… ella me confió una suma considerable, diciéndome con su gracia y su bondad habitual: «Pretenden arruinarme… quizá puedan hacerlo. Esto que le entrego estará al menos a buen recaudo… para los que sufren… Dé… dé mucho… haga felices al mayor número posible. ¡Yo quiero inaugurar regiamente mi felicidad!»
No sé si le he dicho, amigo mío, que como consecuencia de esos siniestros sucesos, viendo a Dagobert y a su mujer, mi madre adoptiva, reducidos a la miseria, a la dulce Mayeux pudiendo apenas vivir con un salario insuficiente, a Agricol que iba a ser padre, y a mí mismo, apartado en mi humilde parroquia y suspendido por mi obispo por haber prestado los auxilios de nuestra religión a un protestante, y por haber rezado sobre la tumba de un desgraciado empujado al suicidio por la desesperación; viéndome a mí mismo, a causa de esa suspensión, pronto sin recursos, pues el carácter del que estoy revestido no me permite aceptar indiferentemente cualquier medio de existencia, no sé si le dije que, después de la muerte de la señorita de Cardoville, creí poder sustraer, de lo que me había confiado para buenas obras, una suma bien mínima con la que pude adquirir esta granja en nombre de Dagobert.
Sí, amigo mío, éste es el origen de mi fortuna; el granjero que quiso hacer valer sus pocos arpendes de tierra, comenzó nuestra educación agronómica; nuestra inteligencia y el estudio de algunos libros prácticos, la han acabado; de excelente artesano, Agricol se ha convertido en un excelente agricultor; yo le he imitado; he puesto con celo la mano en el arado sin fallar, pues esta labor que abastece es tres veces más santa, y es también servir y glorificar a Dios fecundar la tierra que él ha creado. Dagobert, cuando su dolor se fue apaciguando, ha fortalecido su vigor en esta vida agreste y saludable: en su exilio en Siberia, ya casi había llegado a ser labrador. Finalmente, mi buena madre adoptiva, la excelente esposa de Agricol, y la Mayeux, se han repartido los trabajos de la casa, y Dios ha bendecido a esta pobre y pequeña colonia de gente, ¡ay!, bien curtida por la desgracia, que piden a la soledad y a los rudos trabajos del campo, una vida apacible, laboriosa, inocente, y el olvido de sus grandes penas.
Algunas veces, usted ha podido apreciar, en nuestras veladas de invierno, el espíritu tan delicado, tan encantador de la dulce Mayeux, la rara inteligencia poética de Agricol, el admirable sentimiento maternal de su madre, el sentido perfecto de su padre, la naturaleza graciosa y exquisita de Angèle; así, dígame, amigo mío, si alguna vez se han podido reunir tantos elementos de adorable intimidad. ¡Cuántas largas veladas de invierno hemos pasado así, alrededor de un hogar de sarmientos chisporroteantes, leyendo alternativamente, o comentando esos libros siempre nuevos e imperecederos, divinos, que siempre calientan el corazón y engrandecen el alma!… ¡Cuántas charlas interesantes, que se prolongaban así hasta bien adentrada la noche!… ¡Y las poesías pastorales de Agricol, y las tímidas confidencias literarias de la Mayeux!, ¡Y la voz tan pura y tan fresca de Angèle, uniéndose a la voz viril y vibrante de Agricol en cantos de una melodía sencilla e ingenua!… ¡Y los relatos de Dagobert, tan enérgicos, tan pintorescos en su ingenuidad guerrera! ¡Y la adorable alegría de los niños, y los alegres retozos con el bueno y viejo Rabat-Joie, que se presta a sus juegos más que a formar parte de ellos!… Buena e inteligente criatura que parece que sigue buscando a alguien, dice Dagobert que le conoce; y tiene razón… Sí… a esos dos ángeles de los que él era su fiel guardián, él también los echa de menos…
No crea, amigo mío, que nuestra felicidad nos ha hecho olvidadizos; no, no se pasa un solo día sin que los nombres bien queridos de todos nuestros corazones no sean pronunciados con un piadoso y tierno respeto… Así, los recuerdos dolorosos que traen a nuestra memoria, planean sin cesar alrededor de nosotros, dan a nuestra existencia tranquila y feliz ese matiz de dulce gravedad que le ha impresionado a usted…
Sin duda, amigo mío, esta vida restringida al círculo íntimo de la familia y que no irradia al exterior para el bienestar y la mejora de nuestros hermanos, es quizá una felicidad un poco egoísta, pero ¡ay!, nos faltan los medios, y aunque el pobre encuentra siempre un sitio en nuestra mesa frugal y un cobijo bajo nuestro techo, tenemos que renunciar a un gran pensamiento de acción fraternal; la módica renta de nuestra granja abastece rigurosamente nuestras necesidades…
¡Ay!, cuando me vienen esos pensamientos, a pesar del dolor que me causan, no puedo censurar la resolución que tomé de mantener fielmente mi juramento de honor, sagrado, irrevocable, de renunciar a esa herencia que se hizo inmensa, ¡ay!, por la muerte de los míos. Sí, creo haber cumplido con un gran deber instando al depositario de ese tesoro a reducirlo a cenizas, antes que verlo caer en manos de gentes que hubiesen hecho de él un uso execrable, o faltar a mi juramento reclamando una donación hecha por mí libre, voluntaria y sinceramente…
Y sin embargo, pensando en la realización de las magníficas voluntades de mi antepasado, admirable utopía, solamente posible con esos inmensos recursos, y que la señorita de Cardoville, antes de tan siniestros sucesos, pensaba realizar con la ayuda del señor François Hardy, del príncipe Djalma, del mariscal Simon, de sus hijas y de mí mismo; pensando en el resplandeciente hogar de fuerzas vivas de toda clase que una asociación así hubiera hecho resplandecer; pensando en la inmensa influencia que su proyección hubiera podido tener para la felicidad de la humanidad toda entera, mi indignación, mi horror, mi odio de hombre honrado y cristiano, aumentan aún contra esa Compañía abominable, cuyos negros complots mataron, en sus orígenes, un porvenir tan hermoso, tan grande, tan fecundo…
De tantos espléndidos proyectos, ¿qué queda?… siete tumbas… pues la mía está también abierta en ese mausoleo que Samuel ha erigido en el mismo lugar de la calle Neuve-Saint-François, y del que se ha constituido en guardián… fiel hasta el final.
* * *
Llegaba aquí con mi carta, amigo mío, cuando recibí la de usted.
Así, después de que le hayan prohibido verme, su obispo le prohíbe mantener correspondencia conmigo de ahora en adelante.
Su pesar tan conmovedor, tan doloroso, me ha emocionado profundamente; amigo mío… muchas veces hemos hablado de la disciplina eclesiástica y del poder absoluto de los obispos sobre nosotros, pobres proletarios del clero, abandonados a su capricho, sin apoyo y sin ayudas… Eso es doloroso, pero ésa es la ley de la Iglesia, amigo mío; usted ha jurado la observancia de esa ley… tiene que someterse como yo me sometí… todo juramento es sagrado para el hombre de honor.
Pobre y buen Joseph, quisiera que usted tuviera las compensaciones que tengo yo después de la ruptura de relaciones tan dulces para mí… pero… mire… estoy demasiado emocionado… sufro… sí… mucho… pues sé lo que usted debe sentir…
Me es imposible continuar esta carta… sería quizá demasiado ácido contra aquéllos cuyas órdenes debemos respetar…
Puesto que tiene que ser así, esta carta será la última; adiós, tiernamente, amigo mío; adiós de nuevo y para siempre adiós… Tengo el corazón roto…
 
GABRIEL DE RENNEPONT

Eugène Sue
El judío errante


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