ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904

LA COPISTA
La noche del primer encuentro, Kafka ha construido imaginariamente la figura de una lectora atada a sus manuscritos. Una figura sentimental que une la escritura y la vida. La mujer perfecta en la perspectiva de Kafka (pero no solo de él) sería entonces la lectora fiel, que vive su vida para leer y copiar los manuscritos del hombre que escribe.
Se trata de una gran tradición: basta pensar en Sofía Tolstói, que copia siete versiones completas de La guerra y la paz (al final pensaba que la novela era de ella y empezaron los conflictos brutales con el marido). Hay que leer su diario y el de Tolstói. La guerra conyugal.
Y si seguimos con las lectoras-copistas rusas, podemos recordar la historia de Dostoievski, que Kafka conocía muy bien. Ese momento único (sobre el que Butor escribió un bellísimo texto) en que, apremiado por sus deudas, debe escribir al mismo tiempo Crimen y castigo y El jugador (uno a la mañana y otro a la tarde) y decide contratar a una taquígrafa, Anna Giriegorievna Snitkine. Entre el 4 y 29 de octubre de 1866 le dicta El jugador y el 15 de febrero de 1867 se casa con ella, luego de pedirle la mano el 8 de noviembre: una semana después de terminar el libro y un mes después de haberla conocido. Una velocidad dostoievskiana (y una situación kafkiana). La mujer seducida por el simple hecho de ver la capacidad de producción de un hombre. La mujer seducida mientras escribe lo que se le dicta.
Y está Véra Nobokov. La sombra rusa, la mujer que anda con un revólver para proteger al marido, su «ayudante» en las clases en Cornell (esa es la palabra que usa Nabokov al presentarla) y, sobre todo, la copista, la que copia interminablemente los manuscritos, la que copia una y otra vez las fichas donde su marido escribe la primera versión de sus novelas. Y, además, la que escribe en su nombre las cartas. En la biografía de Stacy Schiff, Véra, se puede ver cómo se construye esa figura simbiótica de mujer-de-escritor, de mujer-dedicada-a-la-vida-del-genio. Véra escribe como si fuera su marido. Ocupa, invisible, su lugar. Escribe en lugar de él, por él, y se disuelve.
La inversa, desde luego, es Nora Joyce, que se niega a leer cualquier página de su marido, ni siquiera abre el Ulysses, ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904 como recuerdo del día en que se conocieron. Nora se sostiene en otro lugar, muy sexualizado, al menos para Joyce. Eso es visible en las cartas que él le escribe. (Las cartas de Kafka a Felice son iguales a las de Joyce en un punto: le ordenan por escrito a la mujer lo que debe hacer, e incluso a veces lo que debe decir y pensar. La escritura como poder y disposición del cuerpo de otro. Otra forma de bovarismo: la mujer debe hacer lo que lee).
Pero Nora es la musa, es Molly Bloom. Otra idea de mujer. Otro tipo de vampirismo funciona ahí. En todo caso, para Joyce el copista era… Beckett, que fue su secretario en París durante varios meses.
La mujer-copista y la mujer-musa: mujeres de escritores. La mujer fatal que inspira y la mujer dócil que copia. O dos tipos distintos de inspiración: la que se niega a leer y la que solo quiere leer. Dos formas de la esclavitud. De hecho, Nora es la sirvienta de Joyce (y había trabajado como criada en un hotel en Dublín). En todo caso, las dos son criadas. Como la que cruza en el final de «La condena». O, mejor, como la criada a la que le muestra que se ha pasado la noche escribiendo.
También en Borges hay mucho de eso. En su relación con las mujeres como lectoras, primero está el vínculo con la madre. Y luego la serie de mujeres-secretarias que le copian los textos (recordemos que Borges era ciego).
Todos los escritores son ciegos —en sentido alegórico a la Kafka—, no pueden ver sus manuscritos. Necesitan la mirada de otro. Una mujer amada que lea desde otro lugar pero con sus propios ojos. No hay forma de leer los propios textos sino es bajo los ojos de otro.
Kafka antes que nadie. Sensible a la mirada del otro, lee sus propios textos con los ojos del enemigo. En distintos momentos, todos ellos decisivos, somete sus escritos a la mirada del otro puro, especialmente de su familia, y sufre las consecuencias de esa lectura hostil. Bastaría recordar su iniciación como escritor.
El joven Kafka ha empezado a escribir lo que será una primera versión de América. Sentado a la mesa familiar, rodeado de parientes, hace ver que escribe. Uno de sus tíos le arrebata el texto. ¿Por curiosidad? «Se limitó a decir, dirigiéndose a los demás presentes, que lo miraban: “Lo de costumbre”; a mí no me dijo nada. Yo seguía sentado, inclinado como antes sobre mi escrito, cuyo escaso mérito acababa de quedar patente». La lectura enemiga, la mirada hostil (y familiar). Hay muchas escenas parecidas en el Diario. Siempre se le arruina lo que escribe porque lo lee desde los ojos del otro-hostil.
En cambio, la mujer lo acompaña. Le escribe a Felice sobre América: «Es preciso, pues, que lo termine, seguramente que usted también opina así, de modo que, con su bendición, el poco tiempo que pudiera emplear […] lo transferiré a este trabajo. […] ¿Está usted de acuerdo? ¿Y va usted a no abandonarme a mi, pese a todo, espantosa soledad?» (carta del 11 de noviembre de 1912).
Están los dos movimientos: la soledad de la escritura y la necesidad de un contacto ligado a la lectura de sus textos. Piensa en una mujer que lo mire compasivamente, comprensivamente, frente a la cual adopta una posición infantil, subordinada y menor, que hace recordar al Ferdydurke de Gombrowicz. «Hoy te enviaré “El fogonero”, a ver si lo acoges con cariño, siéntalo a tu lado y elógialo, como él lo desea», le dice en la carta del 10 de junio de 1913. Y cuando le envía su primer libro, le escribe: «Te ruego que seas considerada con mi pobre librito. Son aquellas pocas hojas que me viste ordenar la noche en que nos conocimos».
Y están los dos movimientos de la mujer-lectora-ayudante. Por un lado, la copia de los manuscritos que es preciso pasar a máquina. El momento de la socialización, tan necesario para Kafka: imaginar una mujer amada, la mujer-máquina-decopiar, que se ocupa de ese paso decisivo.
Y, por otro lado, la lectura y la escucha atentas. La mujer dispuesta a acompañar lo que se escribe. Leer a alguien en voz alta lo que se acaba de escribir es un ejemplo clásico de este movimiento. Hay muchos testimonios que señalan que a Kafka le gustaba leer sus textos en voz alta. Es lo que de hecho hace con sus hermanas inmediatamente después de terminar «La condena», como si la lectura fuera una continuidad de lo que ha escrito esa noche. Se levanta, pasa al otro cuarto y lee en voz alta lo que acaba de escribir.
Cuando Kafka ya se ha desengañado de Felice, hacia el final, cuando ella lo ha decepcionado, el 24 de enero de 1915 escribe en su Diario: «Tibia petición de que le permitiera llevar un manuscrito y copiarlo». Ahora es la copista indiferente.
Y en el mismo párrafo aparece como una extraña que se desconecta: «También le he leído algo mío, las frases se embrollaban de forma repulsiva, sin la menor conexión con la oyente, que estaba tumbada en el canapé, con los ojos cerrados, y acogía mi lectura sin decir palabra».
Ya no hay vínculo entre ellos, todo ha terminado a esa altura. Pero Kafka registra los dos movimientos que están en el origen de la relación y que Felice ya no realiza. Ni la lectoracopista, que copia lo que lee; ni la lectora-oyente, a la que se le leen textos en voz alta, tendida en el canapé.

Ricardo Piglia
El último lector


Sólo vemos una vez a don Quijote leer libros de caballería y es cuando hojea el falso Quijote de Avellaneda, donde se cuentan las aventuras que él nunca ha vivido: precisamente en el momento en que la novela pone en escena su capacidad de absorber el mundo para ficcionalizarlo todo. Tenemos las fotos en que Borges intenta descifrar las letras de un libro que sostiene casi pegado a su cara; la de Joyce, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento. Y hay una instantánea en la que el Che Guevara, trepado a una rama en plena selva boliviana, se concentra en la lectura, y tenemos también a Hamlet apareciendo por primera vez en escena con un libro en la mano. Y a Anna Karenina, a Madame Bovary; a esos lectores tan locos, geniales e inadecuados como Hamlet y Alonso Quijano que son Bouvard y Pécuchet. ¿Qué significan estas escenas de lectura, escenas secundarias y casi irrelevantes para las tramas novelescas, pero en las que asoma su sistema secreto? Piglia vuelve a mostrar que es uno de los grandes maestros en la construcción de itinerarios insólitos para leer la literatura contemporánea, en un libro extraordinario que, en palabras del autor, es «el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito».

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