Pero Paulina no había de recelar de ese menaje que volvería para siempre a la casa originaria de los Galindo.
En el «Olivar» les esperaban los muebles suyos: las cómodas de olivo, los armarios de ciprés, los lechos de columnas de caoba, los candelabros de roca, los espejos románticos, las consolas, los relojes, los alabastros… Y según iba recordando sus contornos, sus calidades, y pronunciándolo, adquirían configuraciones y semblante de vacilación. Todo aquello y los muros y envigados de los ámbitos de la casona y los árboles, la tierra y el aire y el silencio, todo pertenecía a su legítimo pasado, a su sangre y, por tanto, a su hijo; todo estuvo aguardando la felicidad de la heredera desde antes que ella naciese. Y todo quedó en un olvido de repudio por la voluntad de don Álvaro, el amo nuevo. El «Olivar» se desaromó de su recogimiento; se cerró el casalicio, fraguándose el ambiente del desamparo, conformándose en la desgracia. ¿Se despertaría jubiloso ahora, uniéndose a una súbita felicidad que no era de allí?
Paulina se asomó al balcón para ver Oleza, verlo todo sin la vigilancia de Elvira.
Palacio de Lóriz, la catedral, los campanarios, las azoteas, los palomares, Oleza, también toda Oleza, se quedó mirándola con asombro: «¿De veras que ya está decidida vuestra felicidad? ¿No tiene eso remedio? ¿Entonces no servirá de nada lo pasado, lo padecido, lo deshecho? ¿Qué servirá para la plenitud de vuestro goce? No sabemos. Todavía no sois sino lo que fuisteis, y la prueba te la da tu memoria ofreciéndote como un perdido bien aquel “Olivar” de tu infancia y aquella felicidad que te prometías bajo los rosales. ¿Te bastará la improvisada felicidad de rebañaduras? Resultasteis desgraciados; una lástima, pero así era. ¿Vais ahora a dejar de ser lo que sois? ¿Y nosotros, y todos?».
Pero Paulina no había de atender sino a su vida. La felicidad no era un propósito de la juventud. Y se internó en sí misma, escuchándose transverberada por los ojos, por las palabras, por el silencio de su esposo y de su hijo. En aquellos días, ¡qué pasmo, qué corazón asustado delante de la felicidad! ¡Cómo sería esa felicidad, una felicidad que, para serlo, había de desvertebrarse de la felicidad que cada uno se había prometido!
Y una tarde paró en el portal la vieja galera, la misma galera en que vino don Daniel todos los 28 de junio para comer con su prima doña Corazón y asistir a las horas canónicas de la vigilia de San Pedro y San Pablo, la misma galera que trajo a Paulina para su boda en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz. También era de noviembre aquella tarde. Se cerró la cancela y la puerta. Y en los ladillos de badana del carruaje se acomodaron Paulina, don Álvaro y su hijo. Casi a la vez se soltaron tres toques de la espadaña de Palacio. Se puso a retumbar un campanón obscuro, siempre dormido en su alcándara de la catedral; luego se removió todo el campanario, y a poco cabeceaban las campanas de las parroquias, de la Visitación, de Santa Lucía, de San Gregorio, de «Jesús», de los Calzados, del Seminario, de los Franciscos… Y el campaneo se volcaba roto en las calles, en las rinconadas, en las azoteas, en los huertos, en el río… Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.
Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad.
Gabriel Miró
El obispo leproso
Nuestro padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926) constituyen las dos partes de una novela en la que se nos muestra la vida y la muerte de una ciudad levítica, Oleza, trasunto de Orihuela, a finales del siglo XIX, y las pasiones, las crueldades, los amores, los odios, los sacrificios y los heroísmos de sus habitantes. La magistral prosa de Miró intensifica esta honda meditación, realizada con lucidez y amor, sobre la condición humana, el poder transformador del tiempo y la búsqueda de la felicidad, dando cuerpo a un mundo complejo y denso, percibido y gozado con demoradad sensualidad mediante los cinco sentidos. El propósito mironiano de «decir las cosas por insinuación» afecta a todos los estratos de la novela, y sitúa al escritor alicantino entre los más radicales renovadores de un género que, en aquellos años, estaba sufriendo profundos cambios. Esta novela original y deslumbrante, profunda y emotiva, viene a ser la culminación de la novelística de Gabriel Miró y una de las obras maestras de la novelística española.
La unidad de la obra reside en el especial tratamiento temporal y la organización del texto, con una trama desarrollada entre la llegada y la muerte del obispo. El motivo del ferrocarril, metáfora de modernidad durante el siglo XIX, desencadena la lucha entre tradicionalistas y liberalistas. No es una simple censura de la vida provinciana. Nos encontramos con varias dialécticas: lo tradicional frente a lo liberal, el amor frente al egoísmo, el principio de autoridad frente al instinto. El tema de la profunda tristeza que imprimen los deseos insatisfechos vertebra todo el libro.
En El obispo leproso, donde se desarrollan todos los motivos sociales, el autor se distancia de la linealidad en que se desenvuelve Nuestro Padre San Daniel, la primera novela del ciclo de Oleza, para abordar una estructura más compleja, donde domina lo narrativo sobre lo descriptivo en un discurso literario presidido en todo momento por la riqueza y extraordinaria originalidad de la palabra mironiana.
Por extraño que pueda parecernos ahora, en su momento ambas novelas fueron vistas con escándalo.
En el «Olivar» les esperaban los muebles suyos: las cómodas de olivo, los armarios de ciprés, los lechos de columnas de caoba, los candelabros de roca, los espejos románticos, las consolas, los relojes, los alabastros… Y según iba recordando sus contornos, sus calidades, y pronunciándolo, adquirían configuraciones y semblante de vacilación. Todo aquello y los muros y envigados de los ámbitos de la casona y los árboles, la tierra y el aire y el silencio, todo pertenecía a su legítimo pasado, a su sangre y, por tanto, a su hijo; todo estuvo aguardando la felicidad de la heredera desde antes que ella naciese. Y todo quedó en un olvido de repudio por la voluntad de don Álvaro, el amo nuevo. El «Olivar» se desaromó de su recogimiento; se cerró el casalicio, fraguándose el ambiente del desamparo, conformándose en la desgracia. ¿Se despertaría jubiloso ahora, uniéndose a una súbita felicidad que no era de allí?
Paulina se asomó al balcón para ver Oleza, verlo todo sin la vigilancia de Elvira.
Palacio de Lóriz, la catedral, los campanarios, las azoteas, los palomares, Oleza, también toda Oleza, se quedó mirándola con asombro: «¿De veras que ya está decidida vuestra felicidad? ¿No tiene eso remedio? ¿Entonces no servirá de nada lo pasado, lo padecido, lo deshecho? ¿Qué servirá para la plenitud de vuestro goce? No sabemos. Todavía no sois sino lo que fuisteis, y la prueba te la da tu memoria ofreciéndote como un perdido bien aquel “Olivar” de tu infancia y aquella felicidad que te prometías bajo los rosales. ¿Te bastará la improvisada felicidad de rebañaduras? Resultasteis desgraciados; una lástima, pero así era. ¿Vais ahora a dejar de ser lo que sois? ¿Y nosotros, y todos?».
Pero Paulina no había de atender sino a su vida. La felicidad no era un propósito de la juventud. Y se internó en sí misma, escuchándose transverberada por los ojos, por las palabras, por el silencio de su esposo y de su hijo. En aquellos días, ¡qué pasmo, qué corazón asustado delante de la felicidad! ¡Cómo sería esa felicidad, una felicidad que, para serlo, había de desvertebrarse de la felicidad que cada uno se había prometido!
Y una tarde paró en el portal la vieja galera, la misma galera en que vino don Daniel todos los 28 de junio para comer con su prima doña Corazón y asistir a las horas canónicas de la vigilia de San Pedro y San Pablo, la misma galera que trajo a Paulina para su boda en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz. También era de noviembre aquella tarde. Se cerró la cancela y la puerta. Y en los ladillos de badana del carruaje se acomodaron Paulina, don Álvaro y su hijo. Casi a la vez se soltaron tres toques de la espadaña de Palacio. Se puso a retumbar un campanón obscuro, siempre dormido en su alcándara de la catedral; luego se removió todo el campanario, y a poco cabeceaban las campanas de las parroquias, de la Visitación, de Santa Lucía, de San Gregorio, de «Jesús», de los Calzados, del Seminario, de los Franciscos… Y el campaneo se volcaba roto en las calles, en las rinconadas, en las azoteas, en los huertos, en el río… Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.
Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad.
Gabriel Miró
El obispo leproso
Nuestro padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926) constituyen las dos partes de una novela en la que se nos muestra la vida y la muerte de una ciudad levítica, Oleza, trasunto de Orihuela, a finales del siglo XIX, y las pasiones, las crueldades, los amores, los odios, los sacrificios y los heroísmos de sus habitantes. La magistral prosa de Miró intensifica esta honda meditación, realizada con lucidez y amor, sobre la condición humana, el poder transformador del tiempo y la búsqueda de la felicidad, dando cuerpo a un mundo complejo y denso, percibido y gozado con demoradad sensualidad mediante los cinco sentidos. El propósito mironiano de «decir las cosas por insinuación» afecta a todos los estratos de la novela, y sitúa al escritor alicantino entre los más radicales renovadores de un género que, en aquellos años, estaba sufriendo profundos cambios. Esta novela original y deslumbrante, profunda y emotiva, viene a ser la culminación de la novelística de Gabriel Miró y una de las obras maestras de la novelística española.
La unidad de la obra reside en el especial tratamiento temporal y la organización del texto, con una trama desarrollada entre la llegada y la muerte del obispo. El motivo del ferrocarril, metáfora de modernidad durante el siglo XIX, desencadena la lucha entre tradicionalistas y liberalistas. No es una simple censura de la vida provinciana. Nos encontramos con varias dialécticas: lo tradicional frente a lo liberal, el amor frente al egoísmo, el principio de autoridad frente al instinto. El tema de la profunda tristeza que imprimen los deseos insatisfechos vertebra todo el libro.
En El obispo leproso, donde se desarrollan todos los motivos sociales, el autor se distancia de la linealidad en que se desenvuelve Nuestro Padre San Daniel, la primera novela del ciclo de Oleza, para abordar una estructura más compleja, donde domina lo narrativo sobre lo descriptivo en un discurso literario presidido en todo momento por la riqueza y extraordinaria originalidad de la palabra mironiana.
Por extraño que pueda parecernos ahora, en su momento ambas novelas fueron vistas con escándalo.
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