Arrancaba yo, después de comer, las alas a las moscas de entre la cortina y la vidriera, cuando advertí al muchacho en el jardín. No sé cuántos años tiene. No sé cuántos años tengo Tampoco sé los años de la que me trae la comida y me da órdenes. Tal vez doscientos. O trescientos. O mil. No pregunto. No digo nada. Bajo las escaleras si me llama, mastico lo que me da, aparto el plato, agarro el violín, me levanto. Le faltan dos cuerdas. Las que quedan son blancas como mi pelo. El del muchacho es castaño. Las voces que conversan conmigo son mucho más oscuras. A veces me mandan a dormir, Duerme, yo me pongo el pijama encima de la ropa, me quito los calcetines, me extiendo, las voces se callan, y me quedo mirando el sonido de los ratones en el revestimiento de las paredes, que devoran los ladrillos en un jadeo presuroso. No puedo matarlos porque las voces me lo prohíben. No puedo matar a la de la comida. Ni a las palabras. No puedo matar casi nada. No puedo arrancarles alas a las moscas y verlas pasear por la mesa de piedra palpando migajas con la trompa. No hace falta fuerza para arrancar alas. La tarde en que rompí las cuerdas del violín tuve que tirar mucho más.
Ésta es mi casa. El muchacho tiene otra. Grande. Y cerdos. Las voces odian a los cerdos. Me prometieron que cualquier día me dejan acercarme allí con un cuchillo y arrancarles una pata o dos. Es una cuestión de tiempo. Me siento en la mecedora de mi cuarto y espero. Entonces vienen las sombras, los muebles empiezan a crepitar, un aliento me susurra en la oreja Acuéstate, y enseguida viene la mañana y me despierto con el olmo que entra por la veranda como cuando fuimos en automóvil a Galicia, tú dijiste, abrazada a mí, Fíjate, y un ciclamor, estremecido de niebla, se arrimaba a las puertas para tocarnos los pies. Los empleados del hotel servían el desayuno en la cama, la azucarera, la tetera y la mantequera centelleaban, quitabas siempre la nata de la leche con la cuchara mientras yo enderezaba la almohada para oír las olas abajo en la playa, bajo la lluvia, los pájaros, el largo ronquido de motor del agua. Las voces aseguran que arrastran el mar hacia aquí, las olas ahogarán a las farolas de la calle hasta el porche de la cocina y no tendré que comer, tocar el violín ni ocuparme de nada.
Un cura entró en la salita preguntando por el muchacho. No golpeó. Debe de tener una llave como la mujer de la tartera. Quería saber si yo lo había visto la última semana, en los últimos días, y que necesitaba una respuesta por un asunto importante. Se fue al poco rato, después de mirarme arrugando la frente. Las voces me avisaron que no podía matarlo y que la playa había comenzado a crecer en el jardín. Debía de esconderse bajo la hierba pero me topé luego con el muchacho paseando con las manos en los bolsillos, solo, en medio de las begonias. Las voces me aseguran que lo conozco. No es verdad. O es verdad y no lo sé. Poco interesa. Si quiero arrancarles las patas a los cerdos ¿quién me lo impide? En medio de las flores el muchacho miraba mi casa. Podía correr tras él, amenazarlo con el cuchillo. ¿Para qué? Me basta aquel campo de olivos, tu grito, el automóvil contra un árbol, personas que se acercaban entre gesticulaciones gritando frases en español. Las moscas no gritan. Ni tú. Ni las voces. Nunca. Yo abro la boca y no sale sonido alguno. Mis dientes se estremecen en silencio como la hierba. De cualquier modo hacía tiempo que el cura buscaba al que las voces dicen que es mi hijo. Yo también. Con todo sólo veía en el jardín al viejo con gorra y tijeras que regaba las flores. Y ahora allí estaba el muchacho. Delgado. Sin el mechón de costumbre en la frente. No me quedé contento. Ni triste. No he aprendido lo que es eso. Pero sé que allí hay alguien a quien puedo matar como se mata a una gallina cuando las voces me dejen.
António Lobo Antunes, Tratado de las pasiones del alma
Un terrorista —el Hombre— y un Juez de Instrucción se enfrentan, desde posiciones encontradas, en un interrogatorio que va mucho más allá del intento de conseguir información. Los dos hombres se conocen desde niños y en la conversación saldrán a relucir —en un entremezclarse de tiempos y voces pasados y presentes— todas sus diferencias ideológicas y de clase: el juez proviene de una mísera familia campesina y el terrorista es nieto del dueño de las tierras donde ésta trabajaba.
Con un lenguaje desbordante, riquísimo en recursos expresivos —donde cada palabra parece haber sido pulida hasta alcanzar una nueva categoría—, Lobo Antunes profundiza admirablemente en el alma humana hasta su médula más desnuda.
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