HISTORIA DE UNA FAMILIA VIRTUOSA, DE UN CESTO DE MIMBRE Y DE UN CÁLCULO VESICAL
Eran las cinco de la mañana y, desvelado, opté por levantarme y salir. Estábamos hacia fines de marzo. Las calles, frías y desiertas, tenían un tono azulado. Los sótanos de las panaderías dejaban escapar el calor de la última hornada y los panaderos semidesnudos y enharinados gesticulaban, iluminados por los resplandores de los hornos. Seguí por el bulevar Coucelles, costeando el parque Monceau, a esa hora lleno de cantos de pájaros y del misterio suscitado por el estanque que vigila la columnata en ruinas, mientras que los árboles erguían sus ramazones y sacudían su renovado follaje.
Pasó un hombre llevando un gancho, una linterna sorda y, a la espalda, un gran cesto de mimbre. Lo seguí y observé que se aproximaba a cada uno de los abundantes tachos de basura en los que hurgaba con su gancho.
Había ya revisado varios recipientes y, viendo que yo no me apartaba, se volvió y levantó su linterna sobre mi cara para observarme, al tiempo que me decía:
—¿Quiere usted hacerme competencia?
—¡Dios me guarde! —exclamé—. Soy un simple curioso y desearía acompañarlo a usted para conocer el contenido de su cesto, bajo su supervisión y en su casa.
—Aceptado —dijo—. Pero no me moleste; sígame sin decir nada.
***
Obedecí. Estuvimos andando hasta cerca de las nueve de la mañana. Hacia las seis pasamos por los Halles. Cerca de la fuente de los Inocentes vi a un hombre vestido de andrajos multicolores como un mosaico, arrodillado ante un montón de basuras, buscaba restos de alimentos podridos que luego comía ávidamente. No llevaba sombrero y sus ralos cabellos caían como los de un Cristo. Alrededor de las siete y media cruzamos el puente de Austerlitz, donde topamos con un carro cargado de pieles de carnero cuyo olor me espantó, a pesar de haber estado olfateando tantos montones de basuras desde el amanecer.
El cesto de mi compañero estaba lleno, y rápidamente llegamos a la plaza Italia y salimos de París, pues el trapero vivía en Kremlin-Bicétre.
***
Me hizo entrar en su casucha, que daba a un terreno baldío y exhalaba un olor nauseabundo. El trapero me presentó a su familia. Primeramente, a su mujer, que estaba encinta y cuyo vientre levantábale las faldas casi hasta las rodillas. El marido la disculpó:
—Es fecunda, señor, y bella también. Pero las ropas que lleva no la favorecen mucho. Desnuda, su vientre se redondea como una perla.
—¡Nicolás! —llamó, y luego aclaró—: Es mi hijo.
Un chico de trece años, bien formado, escasamente vestido y despechugado como un Atis, vino a hacer mojigangas en mi honor.
—Hermosa progenitura la suya, compañero —dije al padre—. Nicolás le honra a usted. Sus ropas abiertas dejan ver su delicada piel, que la mugre sombrea. Está hecho como el Príncipe Encantador y bien sana, virtuosamente.
Cerca de las pirámides de Malpighi
la torre de marfil se yergue.
El trapero llamó luego a su hija, una chica de quince años, esbelta, impúber, coronada de una enorme melena engrasada. Como la jovencita se llamaba Genoveva, la saludé líricamente:
—Sus cabellos destilan aceite como las olivas, pero su piel, al revés de la Truitonne del cuento de nadas, no es aceitosa. Sus dientes son bellos como dientes de ajo; sus ojos, negros como los frutos del almez; sus labios, cual dos gajos de toronja, quizá tienen su mismo sabor amargo. Su pañoleta palpitante aplasta sin razón los madroños de sus senos. ¡Compadre! Con una familia tan encantadora es usted más digno de envidia que un emperador.
El trapero sonrió y dijo gloriosamente:
—De ellos desciendo. Mi nombre es Pertinax Restif, para servir a usted.
—¡Cómo! —exclamé—. ¿Desciende usted de ese impresor demasiado virtuoso, tan virtuoso que ya parecía abyecto? Alguien lo tomó por un sirviente, el 21 de marzo de 1756. ¿Lo sabía usted? Llevaba un grueso bergopzom verde, con borlas y galones, un gran manguito de piel de oso y cinturón de pelo… Se paseaba con una mujer, una de las pocas a las que hubo tratado como hermana, cuando los llamó una dama para preguntarle: «¿Pertenecéis a la servidumbre?…». ¡Desciende usted de Restif de La Bretonne, y, como él, es usted virtuoso!
El trapero adoptó una actitud severa y dijo:
—¡Más virtuoso que él!
No lo creí en absoluto; sin embargo, agregué muy seriamente:
—Vuestra medianía no tiene más de lo que merece. Ustedes no son más que traperos.
Pertinax Restif hizo un gesto evasivo y sonrió con malicia. Hizo unos pasos de rigodón; luego, mirándome fijamente a los ojos, me dijo:
***
—Este modo de bailar ya ha pasado. Sea, pero me gusta esta danza. La virtud no está ya de moda, ¡sea!, pero yo la practico. Soy lionés, del barrio de la Croix-Rousse. Cuando terminé el servicio militar me hice comerciante en ropas. Vivía en la cuesta del Tirecul, a donde cada noche volvía fatigado después de haber pregonado mis mercancías, desde el amanecer, por todos los barrios. Tenía una hermana, una belleza que trabajaba de tripera y ganaba tres francos diarios. Éramos huérfanos, vivíamos juntos… ¿Y qué quiere usted? Ni el uno ni la otra éramos corre-calles. La comida, la familia, un buen lugar donde estar… nos sentíamos felices y la felicidad engendra toda virtud. La sangre virtuosa de nuestros mayores nos impelía a no descuidar esa felicidad, a ser virtuosos hasta el fin. Hicimos el amor. Como la ropa vieja y los sombreros sucios y desgarrados no dejaban mucho, me hice trapero. Iba a hurgar las inmundicias. A veces, algunos hallazgos compensaban largas jornadas de búsquedas en general infructuosas. No obstante nos vinimos aquí, a Kremlin-Bicétre. Continué mi oficio, cada mañana. En París, en lugar de las inmundicias escarbo las basuras: sólo ha cambiado el nombre. Vivo feliz y virtuosamente, educando a estos niños que me ha dado mi esposa, mi hermana.
***
Escuchaba con pena este relato. Un malestar indefinible me hacía latir las sienes y experimentaba una gran repugnancia por esta familia y por el olor de su casa. La Thamar de Pertinax Restif escuchaba erguida con la mirada hosca. Su rostro desfigurado por la máscara del embarazo se alargaba como el de una sierva mal alimentada. De su belfo colgante, signo atávico de bondad, se escurría un poco de saliva sin espuma, denotando un embrutecimiento honesto y una virtud de perra. Sus brazos se balanceaban. Alzó la mano derecha para rascarse la cabeza, quizá piojosa. Vi entonces que llevaba en el anular una sortija ordinaria, cuyo engarce encerraba un ópalo: piedra de desgracia, gema infame, inmunda mezcla de orines, esputos, esperma y ojos reventados.
Durante el relato de su padre, los niños habían echado a llorar y se tomaban de las manos, que besaban y mojaban con sus lágrimas. Ante tanta virtud, mi alma también se dulcificó, mi cerebro se llenó de las Ideas más mediocres. Las lágrimas subieron a mis ojos y todo se enturbió, se hizo opalino a mi alrededor. Pero por fortuna, el vientre de la Thamar al reprimir ésta un sollozo, hizo un movimiento y yo sonreí, bromeé y me incliné bondadosamente para besar la mano de esta mujer a quien la emoción le hacía sacudir la panza.
Como si temiese un parto prematuro, Pertinax Restif observaba con inquieta diligencia ese vientre agitado. Murmuró:
—Vientre sororal de mi esposa. ¡Oh, mi perla! ¡Mi perla fina!
Entonces esa mujer sentimental pronunció las únicas palabras que le escuché decir:
—Las perlas mueren.
Esta frase hizo acudir nuevas lágrimas a mis ojos. Pertinax Restif declamaba con voz de falsete los versos que él mismo había compuesto, inclusive el último:
La mort nous posera dans le girón divin.
En attendant, vivons parmi les équevilles.
Vertu, ce mot sacre n’est peut-étre pas vain,
Joignons done nos vertus, ma soeur, mon fus, ma filie…
Ou peut-on étre mieux qu’au sein de sa famille
Mis lágrimas secáronse instantáneamente. La desnudez del joven Nicolás se había apaciguado. Me complací en repetir:
Cerca de las pirámides de Maípighi
la torre de marfil se yergue,
pero inclinada, como la torre de Pisa.
Luego, volviéndome hacia el trapero, agregué:
—¡Ay, compadre, compadre! Mire adónde lo ha conducido su virtud y la de su antepasado Monsieur Nicolás: no es usted más que un trapero, y sin embargo desciende de un emperador.
Pertinax Restif pareció contrariado, pero enrojeció de orgullo al decir:
—Yo soy patriarca.
—Bien: ¡patriarca! ¡Padre de familia! Insistes en perpetuar tu virtud. Pero fíjate: al principio de la genealogía, un emperador; al final, un trapero contento de su suerte. Decente y virtuosamente tu hijo debiera ser pocero; pero para felicidad suya ese oficio ya casi no existe; ahora hay máquinas para vaciar los pozos.
El resto de orgullo que había en Pertinax Restif le impidió comprender.
—Sí —insistió—, desciendo de un emperador pero soy un patriarca
***
Y, gravemente, fue a sacar de un armario un viejo cofrecillo de madera de nogal encerado, del que extrajo una vitela arrollada en un cilindro de boj. Reconocí la genealogía establecida por el padre de Restif de la Bretonne y transcripta por este último en la introducción de El señor Nicolás o el corazón humano develado. El trapero desenrolló la vitela y leyó enfáticamente el encabezamiento:
»Pedro Pertinax, de otro modo Restif, desciende en línea directa del emperador Pertinax, sucesor de Cómodo, y al que sucedió Didio Juliano, elegido emperador porque fue bastante rico para satisfacer el precio que los soldados habían puesto al poder soberano.
»Ahora bien, el emperador Helvio Pertinax tuvo un hijo póstumo también llamado Helvio Pertinax, cuya muerte fue ordenada por Caracalla, sólo porque era hijo de un emperador. Pero un liberto que llevaba el nombre de su amo se ofreció generosamente a los asesinos, engañándolos…
El trapero se detuvo. El orgullo chispeaba en sus ojos. Su esposa incestuosa y los niños lo admiraban. El olor a podredumbre que flotaba en la casa se hizo heroico como la hediondez de un campo de batata. Extraje mi pañuelo, me soné ruidosamente y declaré de modo perentorio:
—Compañero…, compadre, usted prometió dejarme ver el contenido de su canasta.
Los rostros volvieron a ser honestos; los olores, nauseabundos. Pertinax Restif arrolló la vitela en el cilindro de boj y acomodó el cofre en el armario. Inmediatamente llevó el canasto de mimbre al terreno baldío, adonde lo seguí. El botín de la mañana quedó esparcido en el suelo y examiné cada pieza, que luego pasaba a Pertinax a medida que escogía.
Allí encontré sellos postales inutilizados, sobres de cartas, cajitas de fósforos, entradas de favor para diversos teatros, una cuchara de metal sin valor, trozos de tul de ilusión arrugado, pedazos de barredoras, cintas mustias, colillas de cigarros, flores artificiales ajadas, un cuello postizo destrozado, pellejos de papas, cáscaras de naranjas y de cebollas, horquillas para el pelo, escarbadientes, madejas de hilo mezcladas con pelos, un viejo corsé al que se había pegado un gajo de limón, un ojo de vidrio, una carta estrujada que dejé aparte y que transcribo:
»Señor y querido maestro:
»Le ruego excuse mi importunidad. Pero como usted es un poco la causa de mis disgustos, he pensado que tal vez usted podría ayudarme en la emergencia.
»Hubiera preferido hablarle personalmente y no por carta, pero sé que es muy difícil acercarse a los grandes hombres.
»Non licet ómnibus adire Corinthum.
»Y bien, señor. He sido alumno del colegio que los premonstratenses sostienen en Saint-Cloud. Era un buen alumno de segunda, pleno de eso que se llamaba espíritu de la casa. Desdichada o quizá felizmente, uno de los externos introdujo un libro de usted. Recuerdo que era su célebre novela cuyo título es un nombre latino afrancesado a lo Corneille: Brute! La acción de esa novela se desarrolla en el barrio de Saint-Germain.
»Ese libro, lo reconozco y usted no ha de ignorarlo, es a veces algo cochino. Fue mi perdición, señor. Se despertó en mí el irresistible deseo de conocer toda su obra. Por medio del externo adquirí: Les Roses qu’on arrose, Les Passions de la Congaye, Le Chien amoureux y ese libro grandioso, Kollioth. Todos ellos estaban en mi estante, en el colegio. Por ese tiempo yo escribía versos y prosa. Todos sus libros y mis escritos fueron saqueados. Sus obras figuran en el index, no lo dude usted. Mis escritos ridiculizaban las numerosas instituciones que los premonstratenses acostumbran honrar. Se llegó a la conclusión de que yo ya no era poseedor del espíritu de la casa. Los prejuicios de mis maestros prevalecieron sobre las cualidades del buen alumno que era yo. Se me echó a la calle; me expulsaron, señor, a pesar de los ruegos de mis padres, que, desde ese día, se alejaron de mí, obligándome a ganarme la vida y negándome con toda ayuda.
»Sí, querido maestro: me encuentro en una situación a la que un anglosajón se amoldaría, pero que puede mortificar a un francés de quince años.
»En esta situación recurro a usted, etc., etc.
Seguían distintas protestas de amistad, el nombre y la dirección.
***
Continué hurgando en las basuras. Además encontré: un peine desdentado, algunas cintas de condecoraciones cosidas a calzones; una pantalla de lámpara, desgarrada pero de buen gusto; una pipa, frascos de perfumes y de remedios, una esponja, un paquete de tarjetas transparentes no obscenas —el adquirente, engañado por un buhonero, las habría tirado por despecho—; una libreta con cuentas del mercado, hechas por alguna cocinera; un abanico roto; algunos guantes desparejos; un cepillo de dientes; borra de café, latas de conservas aplastadas, huesos, uno de esos huevos de madera para zurcir medias y, finalmente, un extraño anillo que compré al trapero. Este anillo era de oro y tenía una piedra blancuzca cuyo nombre ignoraba. Lo pagué. Luego, como la canasta estaba casi vacía, pues sólo quedaban en ellas algunos fragmentos de espejo y un barómetro roto del que salían todavía algunas gotas de mercurio, agradecí a Pertinax Restif y prometí volver a visitarlo. El hombre meneó la cabeza, diciendo:
—En tal caso, vuelva antes de seis meses; porque al término de ese tiempo espero haber reunido el dinero suficiente para establecerme en el sur de Francia. Iremos por etapas hasta Niza o Mónaco, pero de todos modos lo más cerca posible de Turbia.
—¿Por qué Turbia? —le pregunté.
Él respondió gravemente:
—Porque ese lugar es la cuna de nuestra raza, el ilustre lugar de nacimiento de mi antepasado, el emperador romano Pertinax.
Sonreí, le deseé buena suerte y dije adiós a este hombre virtuoso. Olvidando despedirme de su familia, me alejé sin volver la cabeza.
***
Una vez en casa, examiné los dos hallazgos que, arrojados a dos tachos de basuras en dos lugares distintos de París, se habían reunido en el cesto de Pertinax Restif. Guardé la, carta entre los diversos documentos hilarantes y conmovedores que poseo, y el anillo en el bolsillo del chaleco.
***
Algunos días después me encontraba en casa de unos ricos burgueses, cuando fue anunciada la llegada del senador X… y su hijo. Ese senador era pariente de la dueña de casa, y su apellido era el mismo que firmaba la carta del escolar que he transcripto. Grueso, feo, de porte arrogante, el senador X… entró con gran dignidad, empujando delante de sí a su hijo, joven desmañado que vestía el uniforme del liceo y tenía el rostro cubierto de bar ritos. Deduje que la severidad paterna se había dulcificado y que algún instituto habría admitido al jovencito expulsado por los monjes.
Al cabo de unos momentos fue anunciado el autor de Brute! y de Kollioth. Vi cómo el estudiante enrojecía. El gran escritor entró con desenvoltura y durante las presentaciones estuvo encantador; nada en su fisonomía denunciaba que pudiera tener el menor conocimiento del caso del estudiante. Me pareció que éste, por otra parte, estaba persuadido, y encantado, de que el gran hombre no hubiera recibido su carta. Rodeado y festejado por todos, el escritor narraba toda clase de historias. Contó los acontecimientos de la semana y fue una mezcla extraordinaria de juegos de palabras, recetas de cocina, consejos para la belleza, aventuras personales y anécdotas de toda suerte, con frecuencia audaces y picantes. Ésta fue la última:
—Una actriz de un pequeño teatro tiene relaciones con un viejo que, supongo, es un político. Ella lo engaña con uno de mis amigos, por medio del cual conozco la historia. El viejo, enamorado y celoso hasta la locura, se cree correspondido, como es justo. Hace un tiempo debió soportar una dolorosa operación. Parece ser que la actriz no preguntó en ningún momento por la salud del enfermo y hasta hizo un viaje a Niza en la época de la operación. El viejo se sintió afectado por esta indiferencia y, cuando volvió a ver a la dama en cuestión, le hizo algunos reproches. La actriz se disculpó diciendo que ella nunca había supuesto la gravedad del caso, agregando que ella misma había sufrido diversas operaciones de los ovarios, de quistes y de apendicitis; que ya estaba curtida por cosas así y que nunca temía por la vida de nadie cuando se enteraba que estaba en manos de un cirujano. El viejo interpretó que la indiferencia de ella no radicaba en su desamor sino en una confianza ilimitada en la ciencia. La actriz le dio, no obstante, irrefutables pruebas de amor, y, como él se creía buen mozo, no dudó que era amado, ya que era amable. Este hombre, versado en diversas y muy importantes ciencias sociales y a quien se puede considerar un hombre serio, imaginó un medio extraño y muy desagradable para conmemorar su curación: invitó a la actriz a una cena a solas en un gran restaurante. Bajo la servilleta, la actriz encontró un seductor estuche; lo abrió: no contenía más que un simplísimo anillo, con una piedra cuyo nombre ignoraba. Agradeció al viejo amante, quien le dio esta explicación: «Este anillo, mi querida niña, debe serte muy precioso. Será, para siempre, recuerdo de nuestro amor. En la parte interior está grabada la fecha en que nos conocimos, y la piedra engarzada es un cálculo de mi vejiga…».
A esta altura de la narración del gran hombre escuché un extraño jadeo cerca de mí. Comprendí que era el senador X… Pero nadie se dio cuenta, pues todos estaban pendientes de la historia. Yo mismo estaba entretenido acariciando en el bolsillo del chaleco el anillo encontrado en el cesto del virtuoso Pertinax Restif. El célebre escritor continuó:
—La actriz cerró el estuche. El incidente le había cortado el apetito y el anillo le repugnaba.
Una damita exclamó:
—¡Sin embargo, a ella le debían de haber ocurrido muchas cosas!
—Es cierto —repuso el narrador—, pero la naturaleza humana está hecha así. La actriz estaba inmunizada contra las cosas más repugnantes. Sin embargo no pudo soportar el anillo en cuestión y esa misma noche lo tiró a la basura…
Un débil grito y la caída de un cuerpo, interrumpieron al orador y nos sobresaltó. El senador X… acababa de desplomarse junto a su silla. Todos acudieron a auxiliarlo. Estaba lívido, hinchado e irremediablemente muerto, como un elefante, roto el corazón.
Mentalmente rendí homenaje a esta víctima del amor. Al día siguiente, resultándome imposible conservar en mi poder ese anillo que se había transformado en reliquia, fui a una iglesia y lo dejé sobre el altar.
Guillaume Apollinaire, El Heresiarca y Cía.,
Cuando Guillaume Apollinaire (1880-1918) comienza a publicar sus primeros cuentos en revistas apenas contaba con veinte años de edad, pero hasta diez años después no verán la luz reunidos en un libro: El Heresiarca y Cía. Las tramas de estos relatos nos remiten en parte a la infancia italiana de Apollinaire, a su adolescencia en Mónaco y Niza, y a las tradiciones centroeuropeas recogidas en un viaje por Alemania. Sus temas se nutren también de las abundantes y desordenadas lecturas adolescentes de Apollinaire y su predilección por la fábula: epopeyas italianas, novelas de la Tabla Redonda, la Biblia, la mitología griega, etc. De estas fuentes provienen muchos de los personajes inmortales y fabulosos a los que da vida en El Heresiarca: Simón el mago, el judío errante o Salomé, cuyas vidas y milagros recrea o reinventa Apollinaire con erudición e imaginación, a la manera de las Vidas imaginarias de Marcel Schwob.
Como curiosidad, reproducimos a continuación algunas líneas que redactó el propio Apollinaire como presentación de la obra a la prensa: «El Heresiarca y Cía. es, en efecto, una obra curiosa y muy interesante. Entre tantas invenciones fantásticas, trágicas y a veces sublimes, el autor se embriaga de una deliciosa erudición con la que también embriaga a sus lectores».
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