Aliso (10) - El niño sin nombre

El niño sin nombre
Estaba entusiasmado porque la laguna había cambiado mucho desde el otoño anterior. Había nueva vida por todas partes, en todos lados. Eneas. Sauces. Juncos. Una hilera irregular de alisos diminutos que habían brotado de la nada, en aquel suelo pantanoso. Estaba entusiasmado, chapoteaba con las botas, la camisa arremangada hasta los codos, como Ewan solía hacer. Pero en pocos minutos se quedó sin aliento, y tuvo que quedarse muy quieto. Era el lodo lo que lo agotaba, tirándole de las botas, succionándolo mientras intentaba vadear la orilla de la laguna, donde el lodo era más blando.
—¿Te acuerdas de mí? —susurró Raphael—. ¿Sabes quién soy?…
La laguna había cambiado. Había nenúfares en flor y libélulas revoloteando en el aire. Un aroma denso y húmedo. No alcanzaba a respirarlo profundamente. Aquel invierno había estado enfermo, se enfermó en más de una ocasión, la última fue bronquitis con fiebre muy alta (por lo que en marzo estuvo inmerso en un delirio ardiente, como la corriente de un arroyo rápido y poco profundo en el que nada se distingue, excepto el movimiento veloz, el pasaje en sí mismo), y por eso a veces le dolía respirar profundo; pero el olor de la laguna era tan denso y misterioso y bueno que se sintió reconfortado.
La laguna Mink. Su laguna. Su secreto.
A cierta distancia se escuchaban los gritos de sus hermanos y de sus primos. Probablemente estaban en el arroyo. Jugando a la guerra, a dispararse unos a otros, agazapados detrás de los cantos rodados, asomando la cabeza con imprudencia, abriendo la boca para burlarse. Había dejado que se adelantaran, se había escapado de ellos con gran habilidad, y ahora no tenían idea de dónde estaba, ni pensarían más en él, lo dejarían solo…
—¿Te acuerdas de quién soy? —dijo Raphael sin mover los labios.
Qué extraño, qué asombroso, el crecimiento inesperado de la laguna. Como es natural, estaba más profunda que en agosto pasado, y había crecido unos dos o tres metros de diámetro debido al deshielo y a las cascadas de agua que caían desde las montañas. Pero también había crecido en otros aspectos. Había más eneas, más juncos, sauces de muchos metros de altura; y los nenúfares de un blanco cremoso; y colas de caballo y caléndulas y gencianas y juncos. Muchos insectos. Mareados por la luz del sol. La calidez húmeda. Libélulas, escarabajos que se zambullían, zancudos de agua. Ranas. Según se aproximaba a la orilla un grupo de ranas se metió de un salto en el agua, una tras otra. El agua era tan clara que las veía avanzar y alejarse de él con rapidez y agilidad, hacia el agua más oscura y profunda que estaba en el centro de la laguna.
Gritos de sus hermanos y primos. Y también voces de niñas. Y por encima de aquel barullo, que le molestaba, pero no le preocupaba, el ruido atroz y enervante de una sierra eléctrica. (Estaban talando los olmos y los robles gigantescos de cerca de la mansión, tras los estragos del invierno. Era evidente que ahora había dinero para eso. Y para arreglar el techo de pizarra, que llevaba muchos años con múltiples goteras).
En aquel instante el ruido de la sierra cesó y el sonido de la laguna —que no era una voz, ni siquiera un susurro, sino un murmullo burbujeante y envolvente— se elevó para abrazarlo. Era como una canción que lo tranquilizaba, como una canción sin letra. Aunque la laguna no podía hablar y quizá no podía recordar exactamente, le hacía saber a Raphael que sentía su presencia.
Su nombre oficial era Raphael Lucien Bellefleur II, lo había visto una o dos veces, en documentos con sellos dorados y el escudo de los Bellefleur en lacre rojo y negro. Para la familia no era más que Raphael. Algunos de los niños lo llamaban Rafe. (Aunque por lo general no lo llamaban de ninguna manera, no se interesaban mucho por él). Solo, en su lecho de enfermo, cuando la enfermera pesada que habían contratado salía de la habitación, no tenía nombre alguno; tampoco lo tenía en la laguna. Se hacía invisible, anónimo.
Cuando estaba enfermo y los ojos se le ponían en blanco, se calmaba pensando en su laguna. Como es natural, estaba congelada y cubierta por unos dos metros y medio de nieve. Si le hubieran permitido salir con los demás chicos con raquetas de nieve, cosa que no ocurrió, como es lógico, probablemente no habría podido ubicar a la laguna; aunque habría recordado la distribución de los falsos abetos y los arces y los fresnos detrás del cementerio. En aquellos días cortos de invierno la laguna permanecía oculta a la vista de nadie, pero Raphael, fingiendo estar dormido, aun cuando su madre y su hermana predilecta Yolande estaban con él, veía por dentro de sus párpados enrojecidos la laguna del otoño pasado, visible y desafiante, la superficie titilante como escamas al sol. Su laguna. Donde el chico Doan había querido matarlo. Su laguna. Que lo había acogido, incluso aquel día, sorpresivo y descabellado, un niño ahogándose y agitando los brazos y gritando, un auténtico cobarde hundiéndose en el agua (que se había vuelto turbia como para demostrar su indignación), torpe como una vaquilla.
La laguna había sido su consuelo. Le parecía que podía bajarle la fiebre con sólo acercarse a ella, adentrándose hasta que el agua le llegara a los tobillos, a las rodillas, a las ingles… El lodo suave y anodino lo acogía, pero no le hacía perder el equilibrio. El agua cristalina no se enturbiaba, a pesar de que la agitaba con su torpeza.
A veces se despertaba de un sueño corto y sacudía la cabeza, sorprendido al ver cuánto tiempo había transcurrido. Comenzaba a soñar a media tarde y despertaba al anochecer. Mahalaleel, el gato de la tía Leah, solía dormir al pie de su cama horas y horas, algo que a todos les parecía extraordinario. De vez en cuando se movía, y se estremecía, y maullaba como un gatito, y le temblaban las orejas, y amasaba el edredón con las patas nudosas; pero dormía profundamente, y aunque Raphael moviera las piernas o acomodara las almohadas, Mahalaleel no se despertaba.
—Eso es porque los gatos sueñan mucho —le dijo la enfermera—. Huy, sueñan con todo tipo cosas…, supongo que sueñan sobre todo con imágenes, y corren mucho. Se les nota.
Era un privilegio, Raphael lo sabía, que Mahalaleel fuera a dormir a su cama en aquellas tardes oscuras de invierno. Morna decía que un gato podía meterse sigilosamente en el cuarto de un bebé y saltar a la cuna para succionarle el aliento, por eso no deberían dejarlo entrar a la habitación de Leah, donde estaba la recién nacida, ni tampoco a la de Raphael, porque dormía mucho. Yolande decía que eso era una tontería: la prima Morna no hacía sino repetir las tonterías que decía la tía Aveline: claro que era un privilegio tener a Mahalaleel, porque sus ojos y su pelaje eran hermosos. Pero cuando Raphael se acercaba para acariciarlo, el gato emitía un sonido gutural de enojo para indicar que en ese momento no quería que lo tocaran.
Bronquitis y fiebre alta durante cuatro días seguidos. El doctor Jensen y aquella mujer de cabello color zanahoria que habían contratado en un hospital de Nautauga Falls y que llegó al castillo con una cantidad asombrosa de cajas (decía que le gustaba tener a mano todas sus cosas, pensaba que el castillo de los Bellefleur era frío y húmedo visto desde fuera), eran un gasto insignificante. (Raphael oyó por casualidad lo que hablaban los adultos. «El gasto», le dijo Gideon a Ewan, «es irrelevante»). Cuando creía que Raphael estaba dormido, la mujer se arrodillaba y se ponía a rezar, susurrando: Dios mío, no dejes que se me muera este chico, que no se muera, yo sé que no me jugarías una mala pasada como ésa…
Evidentemente, no murió. Con cierto desdén, se estremeció pensando en lo lejos que estaba de morir: en cómo había entrado en la laguna y sentido la frescura elástica del agua que lo obligaba a flotar, que no lo dejaría ahogarse jamás.
Aquel día algo le golpeó la frente con una fuerza descomunal e incalculable, y se había caído de la balsa al agua, tan rápido, tan de repente, que parecía como si el mundo se hubiera ladeado bruscamente y lo hubiera volcado a la nada, frágil, ligero como una pluma, como un abrojo. Seguramente gritó, seguramente llamó a alguien, oyó el grito asombrado de un niño, pero no había tiempo para pensar, para ver. El agua le llegaba a la boca, a la nariz, a los ojos abiertos y espantados. Lo que estaba ocurriendo no podía estar ocurriendo, y sin embargo, aun dentro del agua, pataleando en vano, recibió otra pedrada desde el aire, y el lodo del fondo de la laguna apareció bajo sus pies. Luchaba con todo el cuerpo. Los brazos, las piernas. Trataba de respirar donde no había aire, sólo agua, agua y lodo, pero él sollozaba, tragando agua y asfixiándose, indefenso y desesperado y desaforado y condenado sollozaba, porque Raphael sabía que se estaba ahogando, aun cuando ya no sabía que era él quien se ahogaba. Con una parte de su mente que, por curioso que parezca, se había apartado de aquella horrible agitación (como si flotara en el aire a cierta distancia, pero a ciegas, sin ojos que le permitieran ver), entendió con claridad que el chico Doan había ido a matarlo, a matarlo deliberadamente… Sí, lo iba a matar y nadie se enteraría jamás.
Pero no lo había matado. No se había ahogado.
De cuclillas en el borde de la laguna, en este día húmedo y soleado, los pulmones agradecidos de poder aspirar todo ese aire, por más gélido y cortante que fuera, Raphael se quedó observando un pequeño cardumen de diminutos pececillos que pasaban a unos metros de distancia. ¡Qué miniatura de peces! Nadaban con rapidez, descendían, cambiaban de dirección de forma repentina una y otra vez, tan cerca de él que hasta podría haberlos pescado con la palma de la mano ahuecada. ¿Lucios?… Permanecía inmóvil, observándolos con atención. Criaturas diminutas, casi transparentes, apenas más largos que la uña del meñique…
Él mismo se había salvado al entrar en el elemento de aquellos peces, al aprender a respirar en el agua: repentinamente ágil y escurridizo como un pez, se retorció para alejarse de la mortífera superficie, del cielo luminoso por el que caían más piedras, como enormes gotas de lluvia asesinas. Nadó y se puso debajo de la balsa, aferrándose a ella con dedos súbitamente afianzados y fuertes que lograban sujetarlo como era necesario. Y después silencio. Un silencio inmenso y profundo. A través del cual se fue elevando, poco a poco, la voz de la laguna, esa voz rítmica y sutil como un murmullo. No se había ahogado, ni siquiera había perdido el conocimiento a pesar de la herida que tenía en la cabeza. Pero ya no estaba despierto. Ya no era Raphael Lucien Bellefleur II. Y allí permaneció, bajo la balsa (sacudido por la luz difusa que se filtraba a través de los troncos mal atados), los pulmones cautelosos en el nuevo elemento, los labios sellados, esperando, no esperando, inmerso en un trance de tanta calma, en una dicha tan exquisita, en la que pequeños haces de luz competían con la oscuridad envolvente de las profundidades, que cuando pasó el peligro —mucho después de que hubiera pasado el peligro— ascendió a regañadientes, y salió nadando de debajo de la balsa.
No había tenido tiempo de gritar «Socorro», además, tenía la voz ahogada por el agua, por aquella sustancia pertinaz y sorprendentemente densa de la laguna. Y sin embargo, la laguna lo había ayudado: quizá incluso antes de que el mismo Raphael comprendiera la magnitud del peligro en que se encontraba. La laguna lo había abrazado, lo había mantenido a flote, le había brindado refugio, le había permitido respirar incluso en esas nubes de lodo tenues y envolventes. Lo había ocultado, lo había protegido. Le había salvado la vida.
¡Qué ficticio, qué aburrido se le hacía el mundo al que debía regresar después de un período de tiempo incalculable!… Se apartaba el cabello mojado del rostro según se acercaba a la orilla a tropezones, secándose los ojos, respirando con dificultad. Sentía el cuerpo torpe, se tambaleaba bajo el peso renovado del mundo que tenía que aguantar, una columna de aire elevándose hacia el cielo anodino, y al mismo tiempo oprimiéndole la cabeza y los hombros frágiles.
Un esfuerzo, levantar los pies. Emprender el camino de regreso a casa.
Donde empezarían a gritar alarmados al verlo así, y le preguntarían qué había sucedido… (Se había caído por accidente, se golpeó la cabeza contra una roca, se había empapado la ropa).
Ficticio, aburrido, ese mundo. El castillo. Los Bellefleur. Su gente.
Raphael Lucien Bellefleur II.
El mundo se extendía en todas direcciones y en el centro se encontraba la laguna, su laguna. Pero no le podía hablar a nadie de ella: tampoco podía contarles que el chico Doan le había arrojado piedras: armarían un escándalo, harían todo tipo de aspavientos movidos por la emoción, por la ira. Hasta era probable que quisieran vengarse del chico. La laguna había salvado a Raphael, lo había ocultado, lo mantuvo a flote cuando pasó el peligro, y por eso no podía tener deseos de venganza: estaba predestinado a seguir con vida y por lo tanto no debería importar —de hecho no importaba— la violencia que otro ser humano había cometido contra él.
Los pececillos diminutos habían desaparecido bajo la sombra de unas algas flotantes de la laguna (que también eran nuevas para Raphael), y ahora desde la otra orilla, un chirivín asomaba la tímida cabeza entre los juncos. Raphael, inmóvil, se sentó abrazándose las rodillas.
Esperó. Tenía toda la vida por delante.

Joyce Carol Oates
Bellefleur

Entre el «realismo mágico» y la «novela gótica», Joyce Carol Oates compone una apasionante saga familiar que, en sus palabras, sería la «más difícil y cautivadora que he escrito».
El rico y notable clan de los Bellfleur vive en una enorme mansión en medio de una montañosa región a orillas del mítico Lago Noir. Poseen vastos terrenos, negocios rentables, dan empleo a sus vecinos e influyen en el gobierno. Un prolífico y excéntrico grupo que congrega a varios millonarios, un asesino en serie, un buscador espiritual que sube a las montañas para encontrar a Dios, un noctámbulo adinerado que muere por el rasguño de un pollo, una bebé, Germaine —la heroína de la novela—, y sus padres, Leah y Gideon son algunos de los personajes que pueblan ésta, una de las obras maestras de la aclamada autora.

No hay comentarios:

Blogs y Webs