Almendro (3) - Y amor calló en Portugal

Y amor calló en Portugal
Cuando el mestre de Aviz, Dom Juan I, casaba en Porto con doña Felipa de Lancaster, el año de 1387, hacía sesenta y dos que había muerto aquel trovador Dom Denís, «el Rei Lavrador». Todavía había lágrimas en las flores del verde pino, y la brisa en los limoneros del Mondego y en los almendros del Alemtejo no había olvidado el secreto estribillo: «Alba é, vai liero!». Cincuenta y seis años hacía que había muerto aquel bastardo de Dom Denís, Dom Afonso Sanches: lo hizo el rey poeta en doña Aldonza Rodríguez de Tella, menuda y morena como una baya de enebro. Y treinta y tres no más de la muerte del otro bastardo, Dom Pedro Afonso, conde de Barcelos; a éste lo hizo el rey Denís en una rosa blanca, doña Gracia Froes de Torres Vedras. Al padre habían salido, cantores de amor, los dos bastardos de Portugal. Las violas lusitanas aprendían sus quejas y se las enseñaban a las doncellas y a las alondras, a los fidalgos y a los ruiseñores. Era un grande tiempo para el amor, la cortesía y la aventura en las riberas del mozo Portugal. Y lucían los bastardos, como Shakespeare quería, «hijos de la lujuria y el amor», que no como los otros, los legítimos matrimoniales, «de la rutina y el insomnio nacidos». El mestre de Aviz, que iba a reinar como Dom Juan I, era un bastardo, y ya llegaba a bodas con doña Felipa de Lancaster con uno de diez, el nuevo conde de Barcelos. Venía de una montería alemtejana el mestre de Aviz, y en Veiros vio unos ojos negros en una ventana. Eran los de la hija de Mendo da Guada. Le gustó, la cortejó, le regaló un anillo y la moza se vino con el príncipe a Lisboa, donde el nuevo rey la ocultó en el convento de Santos. El rey iba ahora a casar en Porto con doña Felipa, y la princesa de Inglaterra tenía veintinueve años cumplidos, que eran muchos en aquel tiempo; en un tiempo en que la madre de Julieta veía que ya se le hacía tarde a su hija, de quince no cumplidos. Ya decíamos el otro día, en estas mismas páginas de Faro de Vigo, hablando de las perdices de mosén Olivier de Mauny, que esta doña Felipa era hija del duque de Lancaster, pretendiente a la corona de Castilla, legítimo ungido de Galicia y León, reclamando la herencia de don Pedro el Cruel. Llegó a tener la mitad de la tierra nuestra, y después de tomar Ribadavia a los judíos, los jinetes y los arqueros galeses que traía con mucha pluma en la birreta, plumas de gallo colorado, bebieron ribeiro, y según le contó a Froissart mosén Pacheco, la borrachera les duraba dos días. (Boswell, el biógrafo del doctor Johnson, sostiene que los ingleses, mamando hasta los cinco años, crían en el estómago una madre de leche, lo que les hace difíciles a la embriaguez; si a esto se añade que los jinetes ingleses de Sir Thomas Perey y los arqueros galeses del Sire de Coaligoum venían de Francia de catar los mostos aquitanos y borgoñones, no parece que fuese fácil, querido Castroviejo, que la tomasen, la mona, con tintos del Pericocho. Pero ya es sabido que con el injerto en vid americana, aquí se ablandaron los caídos, se desgraduaron, y se hicieron más sumisos. Aquéllos de antaño ponían otro respeto.)
Veníamos diciendo que doña Felipa era hija del duque de Lancaster, y ya habíamos anticipado el otro día que había sido educada, como la Clarina de Saint-Vaast de las Crónicas de mi sochantre, con los peores ejemplos. El duque vivía bajo el mismo techo con la esposa y la amante: ésta, Catalina Bonet, se la quitó al marido sin muchos miramientos, y al pobre hombre, que era capitán de ballesteros, lo mandó a morir a Francia, a la batalla. Fue otra vez la historia de David y la mujer de Urías. Catalina Bonet sirvió de maestra a las hijas del duque. De Felipa, pues, se podía sospechar, como dice Oliveira Martins, que viniera resabiada. Pero no fue así; era en pureza y castidad, pareja al lirio y a la azucena, y los paternos desórdenes la habían fortificado contra el mal. Y viéndose reina de Portugal, poco menos que decretó que allí, donde fueron los claros trovadores en los jardines, amor tenía que callar. Y calló.
El rey Dom Duarte, su hijo, en su Leal Conselheiro, cuenta cómo la reina Felipa se puso a casar a la gente moza de la corte, a no permitir devaneos ni amores secretos, y sobre todo, ató a casados y a casadas al respeto al santo vínculo, que andaban, como dice un personaje de Chéjov, «algo evaporados». Más de un centenar de bodas hubo, y sin mayores miramientos de amor. El rey decía a él y a ella: «Mañana, a las nueve, en tal iglesia, donde casaréis». Y si él o ella preguntaban con quién la boda, se les contestaba que ya lo sabrían en el altar. Y parece que todas aquellas bodas de ordeno y mando salieron muy compuestas, y ninguna se descompuso; antes bien, dieron ejemplo a las que se hicieron en aquellos días por amor. Callaron las aves naturales de Portugal, que son los fidalgos amorosos, y si alguno quiso cantar a escuso, donde pensaba que lo aguardaba solaz, halló la muerte. Véase la tragedia de Fernando Alfonso, que inspiró a Herculano su El monje del Císter. Fernando Alfonso enamoraba a una dama de la reina, a escondidas. El rey se lo advirtió, que se sosegase de las soledades y las quejas. Pero Fernando, simulando una romería a la Virgen de Guadalupe —que era mucha moda entonces—, se quedó en la cámara de su amiga, tañendo viola, recordando las rimas pasadas y tejiendo guirnaldas floridas. Lo supo el rey, y lo mandó prender. Cuando llevaban el preso a la cárcel de corte, escapó y corrió a asilarse en San Eloy. La reina cuando se enteró mandó al marido a la calle, a la caza del huido. Iba el rey, que lo tomó la noticia echando una siesta, en paños menores, mal envuelto en una capita corta. Entró Dom Juan en la iglesia, mandó prender a Fernando Alfonso gritándole que ya no era su amigo. El enamorado estaba en el altar mayor, abrazado a una imagen de la Virgen María. Los hombres del rey hicieron caer del altar a la imagen y al fidalgo. Por adúltero y sacrílego, fue quemado sin proceso, al alba siguiente, en el Rocío… Pasaron muchos años hasta que Sá de Miranda pudo decir en Portugal:
Em quanto aos proençaes bem se senteo som dos brandos versos que entoaram.

Álvaro Cunqueiro
La bella del dragón
De amores, sabores y fornicios

La bella del dragón reúne artículos escritos en su mayoría en 1977 y 1978, publicados esencialmente en dos revistas de vida corta, Bazaar y Primera Plana. Con esa inigualable facultad para la fabulación, de una fecundidad inusual, Cunqueiro nos conduce esta vez, siempre a partir de reflexiones o situaciones actuales, por célebres episodios amorosos de la historia, lugares de mal vivir, anécdotas picantes o pícaras de la crónica diaria de ayer y de hoy, y nos invita a participar en banquetes afrodisíacos o a compartir recetas de sensuales efectos.
Nos introduce, por ejemplo, en el fetichismo de las patas de palo y en el negro mundo de las viudas, en el secreto encanto de algunos perfumes y prendas, en los usos casamenteros y fornicadores de antiguas cortes europeas y en los ocultos beneficios de algunos manjares exquisitos. Estamos ante el mejor Cunqueiro cronista, incansable e inmejorable narrador de historias infinitas, todas sabrosas, todas entretenidas e instructivas, todas amenas, todas inolvidables.
Huelga ya, hoy en día, añadir mucho más sobre Álvaro Cunqueiro (1911-1981), cuya obra, una de las más importantes de la literatura española de nuestro siglo, al fin se está dando a conocer debidamente y está siendo traducida a otros idiomas.

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