Ciclamor (3) - CUARENTA AÑOS EN MONTAGNOLA

CUARENTA AÑOS EN MONTAGNOLA
Cuando vine a Montagnola, hace cuarenta y un años, buscando un refugio, y alquilé una pequeña vivienda, bajo cuyo balconcito había junto a tardías magnolias un enorme ciclamor en flor, yo era una persona «en la mejor edad» y tenía intención, tras una guerra de cuatro años que también para mí acabó en la derrota y el fracaso, de empezar de nuevo. Y Montagnola era entonces una pequeña aldea, ni pobretona ni mísera como tantas otras de la región, sino modesta y recatada, donde había unas casas señoriales de época antigua y dos o tres casas nuevas de campo; pero presentaba un aire marcadamente campesino. Hoy, unos decenios más tarde, ya no soy persona en la mejor ni en la buena edad, sino uno de los viejos achacosos y algo estrafalarios de la comunidad que no piensa en empezar nada de nuevo, que apenas abandona ya su solar y ha comprado allá arriba en el cementerio de St. Abbondio una pequeña y bonita parcela. Montagnola ya no es una aldea ni tiene ya aire campesino, es un pequeño suburbio con el cuádruple de habitantes, con un espléndido edificio de correos y con comercios, un café y un quiosco de periódicos; entre nosotros la llamamos «ciudad Segelfose», pensando en Hamsun.
Así cambian con los años las personas y las cosas, y no hay nada que hacer. Pero en estos decenios he vivido en Montagnola muchas cosas buenas, maravillosas, desde el verano ardiente de Klingsor hasta hoy, y tengo mucho que agradecer a la aldea y a su paisaje. Muchas veces he intentado expresar mi gratitud. Muchas veces he entonado la canción de estos montes, de estos bosques, viñedos y valles; también aquel balconcillo en la vivienda de Klingsor y aquel alto ciclamor —el más alto que yo he visto, más tarde una tempestad de primavera lo arrasó— fueron descritos y loados por mí. He gastado cientos de pliegos de buen papel de pintar y muchos tubos de pintura para expresar con colores de acuarela o pluma de dibujo mis respetos a las viejas casas y a los tejados de madera, a los muros de los jardines, al castañar, a los montes próximos y lejanos. También he plantado muchos árboles y arbustos, una masa de bambúes en la linde del bosque y muchas flores, y así tengo la esperanza de que, aun sin haberme convertido en tesino, la tierra de St. Abbondio me dará amable acogida, como lo han hecho durante tanto tiempo el palazzo de Klingsor y la casa roja de la colina.
(1960)

Hermann Hesse, Pequeñas alegrías,

Este volumen reúne más de cuarenta artículos publicados en diversos periódicos y revistas —no recogidos hasta ahora en forma de libro— y una veintena larga de escritos dispersos en tomos monográficos. Ordenados cronológicamente —desde «Pequeñas alegrías» (1899), que da título al volumen, hasta «Cuarenta años en Montagnola» (1960)—, ofrecen al lector un corte transversal autobiográfico de la vida de Hermann Hesse y dejan traslucir ese perpetuo talante de viajero y esa insatisfacción ante la vida sedentaria y estereotipada que le caracterizaron. Apuntes nacidos en las pausas de trabajo en torno a sus obras mayores, son también, dentro de su estilo subjetivo próximo al del diario, ejercicios de distensión que le permiten expresar los temas en otro plano, más directo y cotidiano.

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