Almendro (6) - Y para él la guerra era una cosa como la tierra, y el cielo, y el agua, algo cuya razón de ser nadie conocía, pero cuya existencia era indudable.

Durante toda su vida, Wang Lung oyó decir que la guerra estallaba aquí y allá, pero nunca la había visto, excepto en aquel invierno que pasó en una ciudad del Sur, cuando era joven. Nunca había estado más cerca de la guerra de lo que estuvo entonces, a pesar de que desde su infancia oyera decir a las gentes: «Este año hay guerra hacia el Oeste», o: «La guerra está hacia el Este, o hacia el Nordeste».
Y para él la guerra era una cosa como la tierra, y el cielo, y el agua, algo cuya razón de ser nadie conocía, pero cuya existencia era indudable. Una y otra vez había oído a los hombres decir: «Iremos a la guerra». Esto lo decían cuando se morían de hambre y preferían ser soldados que mendigos, y algunas veces cuando estaban desasosegados en casa, como el hijo de su tío, pero, fuese como fuese, la guerra siempre se hallaba fuera y en un punto lejano. Pero de pronto, como un viento caprichoso, la guerra se alzó cerca. Wang Lung lo supo primeramente por su hijo segundo, que un mediodía llegó del mercado, a la hora de comer, y le dijo a padre:
—El precio del arroz se ha alzado súbitamente porque la guerra está hacia el sur de nosotros y se acerca más cada día; tenemos que retener nuestras provisiones de grano, pues los precios subirán más y más según los ejércitos adelanten, y podremos vender con mucho beneficio.
Wang Lung escuchó mientras comía y dijo:
—Bueno, la guerra es una cosa muy rara y yo me alegraré de poderla ver al fin, porque he oído hablar de ella toda mi vida, pero nunca la he visto.
Entonces recordó que cierta vez había tenido miedo de que se lo llevaran a la guerra contra su voluntad; pero ahora era demasiado viejo para que pudieran utilizarlo, y era rico, y los ricos no tienen nada que temer. Así es que no le prestó gran atención al suceso ni se sintió movido por otra cosa que por algo de curiosidad. Y le dijo a su hijo:
—Haz como creas conveniente con el cereal. Está en tus manos.
Y en los días que siguieron, Wang Lung jugó con sus nietos, cuando estaba de humor para ello, y comió, durmió y fumó y a veces fue a ver a su pobre tonta, que estaba sentada en un rincón apartado de su patio.
Y de pronto, como una plaga de langosta que cayera del cielo, cierto día, a principios del verano, llegó una horda de hombres. El pequeño nieto de Wang Lung, acompañado por un servidor, se hallaba una hermosa mañana a la puerta de la casa viendo lo que pasaba, y al ver las largas filas de hombres vestidos de gris corrió a buscar a su abuelo y le dijo:
—¡Mirad lo que viene, anciano!
Entonces Wang Lung fue con él hasta la entrada, para darle gusto, y vio que los hombres invadían la calle, invadían la ciudad, y que diríase que el aire y el sol habían sido cortados de repente por aquella nube de hombres grises que marchaban pesadamente y al unísono a través de la ciudad. Wang Lung se los quedó mirando y vio que cada hombre llevaba un instrumento de cuyo extremo salía un cuchillo, y que el rostro de cada hombre era brutal y feroz; aunque algunos de ellos eran sólo muchachos, todos tenían esos rostros. Al verlo, Wang Lung acercó la criatura hacia él apresuradamente y murmuró:
—Vámonos y cerremos la puerta. No son hombres agradables de ver, corazoncito.
Pero de pronto, y antes de que pudiera volverse, uno de ellos le vio, gritándole:
—¡Eh, ahí, el sobrino de mi padre!
Wang Lung levantó los ojos al oír este grito y vio al hijo de su tío, que iba vestido de gris como los otros hombres, y lleno de polvo, pero su rostro era más feroz y más salvaje que ningún otro. Y su primo se rió ásperamente, gritando a sus compañeros:
—¡Aquí podremos pararnos, camaradas, pues este hombre es rico y pariente mío!
Y antes de que Wang Lung, paralizado de horror y sin fuerzas junto a aquella nube, pudiera moverse, la horda de soldados pasó ante él y atravesó las puertas, penetrando en las estancias de su casa como una corriente sucia y maligna, invadiendo cada rincón y cada recodo. Y se tendieron en el suelo, hundieron las manos en los estanques y bebieron, lanzaron sus cuchillos sobre las mesas labradas, escupieron donde bien les pareció y se dieron gritos unos a otros.
Entonces Wang Lung, desesperado por lo que había ocurrido, corrió con el niño en busca de su hijo primogénito, hallándole en sus habitaciones, donde estaba leyendo un libro. El hijo se levantó al ver entrar a su padre y, cuando oyó de sus labios lo sucedido, empezó a lamentarse y salió fuera.
Pero cuando vio a su primo no supo si maldecirle o ser cortés con él, y volviéndose le dijo a su padre, que estaba tras él:
—¡Cada hombre con un cuchillo!
Así es que decidió ser cortés y exclamó:
—Bienvenido a tu casa, primo.
El primo sonrió torcidamente y dijo:
—He traído unos cuantos invitados.
—Bienvenidos, siendo tuyos —dijo el primogénito de Wang Lung—. Prepararemos una comida para que puedan comer antes de seguir su camino.
Entonces el primo contestó, sin dejar de sonreír:
—Hazlo, pero luego no te apresures, porque descansaremos aquí un puñado de días, o una luna, o un año o dos, porque hemos de ser acuartelados en la ciudad hasta que la guerra nos llame.
Cuando Wang Lung y su hijo oyeron esto, apenas lograron ocultar su consternación, pero fue forzoso disimular, por los cuchillos que brillaban dondequiera en todos los patios, así es que esbozaron una sonrisa como bien pudieron y exclamaron:
—Somos afortunados…, somos afortunados…
El hijo mayor pretendió que tenía que ir a hacer preparativos, y cogiendo a su padre por la mano corrieron a las habitaciones interiores y el primogénito cerró firmemente la puerta. Entonces padre e hijo se miraron consternados, sin saber ninguno de los dos lo que debían hacer. A poco llegó precipitadamente el hijo segundo, golpeó la puerta, y cuando le abrieron entró en la estancia como un vendaval y exclamó jadeando:
—¡Hay soldados por todos sitios…, en cada casa…, hasta en las de los pobres! Yo he venido corriendo a deciros que no debéis protestar, pues hoy un empleado de mi tienda, al que yo conocía bien, pues cada día estaba a mi lado junto al mostrador, al oír lo que sucedía corrió inmediatamente a su casa. Allí encontró que había soldados hasta en el mismo cuarto donde su esposa yacía enferma…, y al protestar de esa invasión le atravesaron con un cuchillo de parte a parte… ¡tan fácilmente como si hubiera sido de manteca! ¡Tenemos que entregarles todo lo que quieran, y esperemos solamente que la guerra se vaya pronto hacia otros lugares!
Entonces los tres hombres se miraron abrumados, y pensaron en sus mujeres y en aquellos hombres lujuriosos y hambrientos que habían asaltado la casa. Y el hijo mayor pensó en su linda y correcta esposa, y exclamó:
—Tenemos que instalar juntas a las mujeres en uno de los últimos departamentos y cerrar bien las puertas y montar allí una guardia día y noche. Y la puerta de atrás, la puerta de la paz, ha de estar a punto para ser abierta en cualquier instante.
Así lo hicieron. Cogieron a las mujeres y los niños y los metieron en el departamento interior donde Loto había vivido sola con Cuckoo y sus esclavas. Y allí, agrupados e incómodos, hubieron de instalarse. El hijo primogénito y Wang Lung guardaban la puerta día y noche, y el hijo segundo venía cuando le era posible y vigilaban todos tan cuidadosamente de día como de noche.
Pero en la casa estaba el primo, y porque era de la familia nadie podía legalmente prohibirle el paso, y si encontraba una puerta cerrada la golpeaba hasta que se abría, y entraba y paseaba por las estancias a su capricho, siempre con un cuchillo abierto brillándole en la mano. El hijo primogénito lo seguía con el rostro amargado y rencoroso, pero sin atreverse a decirle nada a causa del cuchillo abierto y reluciente; y el primo miraba aquí y allá y valuaba a cada mujer.
Contempló a la esposa del hijo primogénito y se rió con su risa ronca, exclamando después:
—Bueno, es una pieza delicada y fina la que tienes tú, primo. ¡Una señora de ciudad, y con los pies tan pequeños como capullos de loto!
Y a la esposa del hijo segundo le dijo:
—¡Bueno, y aquí hay un robusto y colorado rábano de campo!
Dijo esto porque la mujer era gruesa, encendida de faz y recia de huesos, pero no mal parecida. Y mientras la esposa del hijo mayor retrocedió cuando el primo se la quedó mirando, y ocultó el rostro tras el brazo, la del segundo se echó a reír, placentera y jocosa, y contestó con viveza:
—Bueno, pues a algunos hombres les agrada un gustillo de rábano picante, o un bocado de carne roja.
Y el primo replicó prontamente:
—¡Y yo soy de ésos!
E hizo como si fuera a cogerle la mano.
Durante todo este tiempo, el primogénito estaba en una agonía de vergüenza por este jugueteo entre un hombre y una mujer que no deberían ni hablarse, y miraba de soslayo a su esposa, avergonzado del comportamiento de su primo y de su cuñada ante ella, que había sido educada más refinadamente que él. Y el primo descubrió la timidez del otro ante su mujer y dijo con malicia:
—¡Bueno, pues lo que es yo, prefiero cualquier día comer carne roja que una tajada fría de pescado insípido como esa otra!
Al oír esto, la mujer del primogénito se levantó con dignidad y se retiró a otro cuarto. Entonces el primo se rió con su risa ronca y le dijo a Loto:
—Estas mujeres de ciudad son demasiado remilgadas, ¿no es cierto, Anciana Señora?
Y mirando a Loto atentamente añadió:
—Bueno; y Anciana Señora, en efecto si yo no supiera que mi primo Wang Lung es hombre rico, lo sabría con sólo miraros, en tal montaña de carne os habéis convertido. ¡Bien habéis comido y qué ricamente! ¡Sólo las esposas de los ricos pueden tener vuestra apariencia!
Loto se sintió muy halagada de que la llamara Anciana Señora, pues es un título que sólo pueden tener las damas de grandes familias, y se rió con una risa profunda y borboteante que hervía en su gruesa garganta. Luego sopló la ceniza de la pipa y la entregó a una esclava para que la llenase de nuevo. Volviéndose hacia Cuckoo, exclamó:
—¡Bueno, este hombre rudo es un buen bromista!
Y al decir esto le dio al primo una mirada llena de coquetería, a pesar de que tales miradas ahora que sus ojos no eran anchos y de forma de albaricoque, resultaban menos acariciadoras de lo que habían sido; pero, al ver que le miraba así, el primo se echó a reír ruidosamente y exclamó:
—¡Bueno, y es una vieja ramera todavía! —Volviendo a reírse escandalosamente.
Y durante todo este tiempo, el hijo mayor permaneció allí, iracundo y silencioso.
Cuando el primo lo hubo visto todo fue a ver a su madre, acompañado de Wang Lung, que le condujo a su presencia. La encontraron tendida en la cama, tan profundamente dormida que, para lograr despertarla, su hijo tuvo que golpear el suelo, junto a la cabecera del lecho, con el extremo grueso de su fusil. Entonces despertó y se le quedó mirando con los ojos cargados de sueño, y él exclamó impaciente:
—¡Bueno, aquí está vuestro hijo y, sin embargo, continuáis durmiendo!
La mujer se incorporó entonces en el lecho, le miró de nuevo y dijo asombrada:
—¡Mi hijo…, mi hijo…!
Le contempló largamente y luego le tendió la pipa de opio, como si no supiera qué otra cosa hacer y como si no se le ocurriera cosa mejor que ofrecerle; y le dijo a la esclava que la servía:
—Prepara opio para él.
Pero él lo rechazó.
—No, no quiero —dijo mirando a su madre.
Wang Lung, en pie junto al lecho, tuvo miedo de pronto de que este hombre se volviese hacia él y le dijera: «¿Qué le habéis hecho a mi madre, que está así de amarilla y de seca y ha perdido todas sus buenas carnes?», y se apresuró a decir:
—Desearía que se contentase con menos opio, pues el opio que fuma cuesta un puñado de plata cada día, pero a su edad no nos atrevemos a contradecirla y le damos lo que quiere.
Y suspiró mientras hablaba y le dio una mirada de soslayo al primo. Pero éste no dijo nada, sólo contempló a su madre para ver en lo que se había convertido, y al ver que de nuevo se dejaba caer en el lecho y el sueño volvía a apoderarse de ella, se levantó y salió de la estancia ruidosamente, apoyando el fusil en el suelo a modo de bastón.
Ningún individuo de la horda de hombres ociosos que tomaron posesión de las estancias exteriores era tan odiado y temido por Wang Lung y su familia como aquel primo suyo, y esto a pesar de que los soldados desgarraban los árboles y los arbustos de ciruelos y almendros en flor, destrozaban las delicadas esculturas de las sillas con sus grandes botas de cuero y llenaban de inmundicias los estanques donde nadaban los dorados y abigarrados peces, con el resultado de que los animalitos se murieron y flotaron en la superficie del agua, pudriéndose con sus blancos vientres vueltos hacia arriba.
Pero el primo entraba y salía a su capricho, y miraba a las esclavas y logró que Wang Lung y sus hijos se miraran unos a otros con ojos hundidos y ojerosos porque no se atrevían a dormir. Entonces Cuckoo vio esto y dijo:
—No hay más que hacer una cosa: hay que darle una esclava para su placer, de lo contrario irá a buscarlo donde no debe.
Y Wang Lung acogió ansiosamente esta inspiración, pues le parecía que no podría soportar más la vida con todas las tribulaciones que había en su casa y exclamó:
—Es una buena idea.
Y ordenó a Cuckoo que buscase al primo y le preguntase qué esclava quería, ya que las había visto a todas.
Cuckoo lo hizo así y regresó diciendo:
—Dice que quiere a la doncellita pálida que duerme a los pies del lecho del ama.
Ahora bien, esta esclava pálida se llamaba Flor de Peral, y era aquella que Wang Lung había comprado en cierto año de hambre, cuando era una niña lamentable y medio muerta de inanición. Como había sido siempre delicada la habían mimado todos, permitiéndole solamente que ayudase a Cuckoo y que hiciese las menudas tareas cerca de Loto, llenándole la pipa y sirviéndole el té. Era así como el primo la había visto.
Cuando Flor de Peral oyó lo que Cuckoo decía, pues lo dijo ante todos, mientras estaban reunidos en el departamento interior, la tetera que tenía en las manos se le cayó al suelo, haciéndose pedazos sobre las losetas, y el té se desparramó por el suelo, pero la doncella no vio lo que había hecho. Sólo se lanzó a los pies de Loto, golpeando los ladrillos con la cabeza, y gimió:
—¡Oh mi ama…, yo no…, yo no…! ¡Tengo miedo de él…, tengo miedo…!
Y a Loto le desagradó su conducta y contestó irritada:
—¡Pues no es nada más que un hombre, y un hombre es sólo un hombre con una doncella, y todos son iguales! ¿Qué alboroto es éste?
Y volviéndose hacia Cuckoo le dijo:
—Llévate a esta esclava y entrégasela.
Entonces la doncellita juntó las manos desoladamente y sollozó como si fuera a morirse de llanto y de miedo, y con el leve cuerpecillo temblando de pies a cabeza miraba a unos y a otros suplicándoles con sus lágrimas.
Pero los hijos de Wang Lung no podían hablar contra lo que era voluntad de la esposa de su padre, ni sus esposas podían hablar si ellos no lo hacían, ni el hijo menor, que miraba a la doncella con las manos crispadas sobre el pecho y las cejas apretadas en una línea recta y negra. Pero no habló. Y los niños y las esclavas miraban también la escena en silencio, sin que se oyese otro ruido que el de aquel terrible y angustiado llorar de la muchacha.
A Wang Lung le produjo esto un intenso malestar, y miró a la doncella dudando, sin querer enojar a Loto, pero conmovido, porque siempre tenía un corazón benigno. Entonces la doncella le vio el corazón asomado al rostro y se abrazó a sus pies, inclinando la cabeza sobre ellos y llorando a grandes sollozos. Y Wang Lung bajó los ojos y la miró, viendo qué frágiles y pequeños eran sus hombros y cómo temblaban, y recordó el cuerpo enorme, grosero y salvaje de su primo, cuya juventud había pasado hacía tiempo. Y sintió tal repugnancia por aquello, que le dijo a Cuckoo:
—Bueno, está mal obligar así a la muchacha.
Pronuncio estas palabras con dulzura, pero Loto exclamó vivamente:
—¡Tiene que hacer lo que le manden, y yo digo que es estúpido llorar así por una tontería que tarde o temprano tiene que ocurrirle a toda mujer!
Pero Wang Lung era indulgente y le dijo a Loto:
—Veamos primero lo que puede hacerse. Y, si quieres, te compraré otra esclava, o lo que desees, pero veamos qué puede hacerse.
Loto, que durante mucho tiempo había deseado un reloj extranjero y una nueva sortija con un rubí, se calló de pronto, y Wang Lung le dijo a Cuckoo:
—Id y decidle a mi primo que la muchacha tiene una enfermedad vil e incurable y que si la quiere así, bien está, y la muchacha irá a él, pero que si le inspira temor, como nos inspira a todos, entonces decidle que tenemos otra esclava y que está sana.
Y paseó la vista por todas las esclavas que estaban alrededor, y ellas volvieron la cabeza, esbozaron una risita entrecortada e hicieron ver que se avergonzaban; todas menos una moza fornida, de unos veinte años, que exclamó riéndose y con la cara roja:
—Bueno, yo he oído hablar bastante de esto y tengo intención de probarlo, si él me quiere. Al fin y al cabo, no es un hombre tan repelente como otros.
Entonces Wang Lung contestó con un suspiro de alivio:
—¡Ve, pues!
Y Cuckoo dijo a la moza.
—Sigue muy cerca de mi, pues sucederá, estoy segura, que le echará mano al fruto que tenga más cerca.
Y las dos mujeres salieron de la estancia.
Pero la doncellita todavía continuaba asida a los pies de Wang Lung, sólo que ahora había cesado de llorar y prestaba atención a lo que ocurría. Loto estaba todavía enojada, y, levantándose, se retiró a su cuarto sin decir palabra. Entonces Wang Lung alzó a la muchacha con dulzura y ella permaneció en pie ante él, abatida y blanca, y Wang Lung vio que tenía una carita ovalada y suave, excesivamente pálida y delicada, y una boca pequeña y rosada. Y dijo bondadosamente:
—Ahora, hija mía, procura no presentarte ante tu ama en un par de días; y cuando entre aquel otro, escóndete.
Ella levantó los ojos, mirándole ardientemente rostro a rostro, y pasó ante él, silenciosa como una sombra, y desapareció.
El primo permaneció en la casa durante una luna y media y gozó cuanto quiso de la moza fornida, que concibió y se jactó de ello en la casa. Entonces la guerra llamó de pronto, y la horda partió velozmente como broza arrastrada por el viento, y no dejó nada, excepto la suciedad y la destrucción que había causado. El primo de Wang Lung se ciñó el cuchillo a la cintura, se echó el fusil a la espalda y les dijo a todos burlonamente:
—Bueno, si no regresara, os dejo a mi segundo ser, y un nieto para mi madre. ¡No todos los hombres pueden dejar un hijo dónde se detienen una luna o dos, y es una de las ventajas del soldado que su semilla fructifica detrás de él y otros han de cuidarla!
Y riéndose de todos siguió su camino con los demás.

Pearl S. Buck
La buena tierra
Trilogía La familia Wang 

Esta novela, es la primera parte de la Trilogía de la familia de Wang, en que Pearl S. Buck nos presenta la historia de la familia de Wang, el campesino. Las otras dos partes son: Hijos y Un hogar dividido. El conjunto de estas tres novelas integra una de las creaciones literarias más considerables de nuestros días. No es solamente la historia de Wang y de sus hijos, sino la historia contemporánea de un inmenso y misterioso país, y de la vida de un grupo humano cuyos perfiles mantienen la fuerza que le prestó una civilización milenaria y llena de interés para los occidentales. El misterio de la China, por tanto tiempo sin descifrar, comienza a ser reflejado ante la mirada del Occidente por la creación de esta eximia novelista norteamericana.
Desde los días cercanos en que la novela titulada La Buena Tierra fue agraciada con el premio Pulitzer, traducida a varios idiomas y llevada a la pantalla en una excelente versión cinematográfica, el nombre de Pearl S. Buck quedó consagrado entre las primeras figuras de las letras contemporáneas. Más tarde, la concesión del Premio Nóbel de Literatura afianzó decisivamente aquella consagración.
La buena tierra narra la historia de tres generaciones de una familia de campesinos en la China precomunista. El magistral retrato del orden agrario tradicional y de las rígidas estructuras sociales de la China imperial convive con una pintura hermosa, y a la vez profunda, del alma oriental, del estoicismo de los campesinos frente a la miseria y el hambre y de su vínculo primordial con la tierra, «aquella tierra de la que sacaban su sustento, de la que estaba construido su hogar y sus dioses». Publicada en 1931, La buena tierra cosechó un éxito inmediato y se convirtió rápidamente en una de las obras de referencia que acercaban a Occidente el sentir oriental y describían las agudas tensiones sociales que desembocaron en la proclamación de la República Popular China en 1949. Traducida a veinte idiomas, la novela, primera de la Trilogía de la familia Wang, mereció distinciones como la medalla William Dean Howells y el Premio Pulitzer (1932). Aunque han transcurrido más de ochenta años desde su primera aparición, el libro ha mantenido su popularidad hasta convertirse en uno de los grandes clásicos de hoy.

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