Almez (8) - De jovencita se me hizo buen tipo de mujer. Era alta, estaba delgada y con la carne prieta. Si hubiera tenido vestidos me hubieran sentado bien, pero sólo tenía faldas negras y largas y blusas negras también.

De jovencita se me hizo buen tipo de mujer. Era alta, estaba delgada y con la carne prieta. Si hubiera tenido vestidos me hubieran sentado bien, pero sólo tenía faldas negras y largas y blusas negras también. Me las hacían con el cuello subido porque en la garganta se me marcaba la nuez. Así, aunque me miraran, nadie veía lo que no tenía que ver. Iba a la modista Mercedes de Grilles, de mi pueblo, Vallibona. Las faldas siempre me las hacía lisas y que llegaran hasta los pies. Luego, más adelante, cuando ya trabajaba en La Pobla de Benifassà, iba a Rossell a que me cosieran, y la modista se llamaba Rosita Cervelló. Era muy buena mujer. Cuando yo llegaba para probarme, todos los críos de la calle se me arremolinaban alrededor: «Teresot, Teresot, ¿adónde vas, Teresot?, ¿te van a poner guapa en la modista?». Yo hacía como que me enfadaba, les gritaba y los hacía correr calle abajo, que iban con más miedo que vergüenza. Entonces ya sí que no me importaba nada que los críos me dijeran esto o aquello. ¡Críos!, pensaba, y ya está. Además, me divertía de verles el miedo en la cara después. Mucha gente me tenía miedo. Con Rosita Cervelló un día nos reíamos porque ella me contaba tonterías que la gente decía de mí. Como ya no era una niña me miraban de otra manera y hasta hombres hechos y derechos tenían miedo de mí. Una mujer de Canet lo Roig que iba a hacerse allí la ropa le contó que su marido se había encontrado conmigo un día en el monte y casi se muere del susto. Así es como dijo que era yo: «La falda larga y sucia, la cara de huesos muy marcados, la voz brusca, de pocas palabras, el pelo largo y negro y siempre en la mano una vara de almez más alta que ella», nos moríamos de risa Rosita y yo.
Era difícil hacerse la ropa en aquellos tiempos. De todos los pueblos iban las modistas a comprar las telas a La Sénia. Y mujeres de masías en la montaña iban a los pueblos a pie para probarse los vestidos. Cuando estaban terminados se los mandaban con mulos a las clientas. Todo el mundo caminaba mucho entonces, y yo más que nadie. Me iba de una aldea a otra tan campante, de un mas a otro, de un monte a otro. No había hecho otra cosa desde pequeña.
En casa de la modista siempre había chicas jovencitas que iban a horas para aprender a coser. Cuando me probaba siempre querían mirar por debajo de las faldas y ver qué tenía dentro. Como siempre. Pero Rosita las mandaba a paseo y las hacía salir. Al final siempre volvíamos a la misma historia: «Teresot, Teresot, ¿qué tienes debajo de las faldas, Teresot?». Pero entonces, como les digo, ya me daba igual. Los fuertes me tenían miedo y los críos y las mujeres me decían cosas sólo de broma. Pues broma era y no había más problemas. Además, entonces ya sabía que estaría toda la vida sola, que no me casaría con un hombre ni con una mujer, que no tendría hijos porque no puedo, que era demasiado machota para tener amigas, y amiga de los hombres no podía ser. Eso no me daba ningún tormento, no me gustaban los hombres ni las mujeres para amores. No tener amigos me sentaba peor.
Amores nunca tuve ninguno ni me interesó. Sólo una vez de jovencita me gustó la abuela de una cría de Vallibona. Tenía las tetas muy grandes y muy blancas y las enseñaba por la parte delantera del vestido. Eso me gustó y me dejó un poco como mareado, pero enseguida se me olvidó.
Cuando veía a las chicas de mi edad tonteando con chicos me llamaba la atención, me hacía gracia, me parecía una burrada de la cabeza a los pies, y también los vestidos de flores y de colores que se hacían coser ellas. Yo nunca los quise, yo siempre de negro y máximo de azul marino, porque todas aquellas alegrías en la ropa eran demasiado de mujer. ¿Que si me sentía hombre? Después sí, cuando tuve más edad sí me sentía hombre, y que todos me vieran como mujer me hacía sufrir. Pero en aquellos años de la primera juventud no quería pensar en eso y no pensaba. Yo era yo y era como era. No podía escoger. A ver si había escogido algo, aunque fuera poca cosa, en toda mi vida. Nada. ¿Iba a escoger la manera en que estaba hecha? Había que aguantarse con eso y en paz.
A veces algunos jóvenes del pueblo querían gastarme bromas pesadas. Me acuerdo que tenía yo un borrego atado con una cuerda por unos días para que no se juntara con las ovejas y no les hiciera crías. Y pasa un chico de los del pueblo y me lo suelta y se lleva la cuerda. Yo lo vi desde lejos. Le dije a un vecino que pasó que le mandara recado de que si no me bajaba la cuerda él, subiría yo a buscarla hasta su casa. Bajó con la cuerda, ¡vaya si bajó! Bajó y me dijo que era sólo una broma y que no me la tomase a mal. Yo, que era una vara más alta que él le contesté: «Ha sido una broma que no tiene gracia. Si me vuelves a gastar una broma así, no lo contarás porque te romperé el cuello de un bastonazo». Sólo verle la cara que puso y los perdones que me pidió ya se me había pasado el enfado.
Me tenían miedo porque era solitaria, porque era grande y fuerte, porque tenía la pinta mitad hombre, mitad mujer, pero también por lo de mi hermano Juan, que cometió un asesinato y eso nos dio muy mala fama a toda la familia. Mi hermano trabajaba de pastor en casa de un tío nuestro. Había un borrego que siempre se escapaba y él le trabó las patas para que no fuera lejos. Pero el borrego moviéndose se destrabó y se lo encontraron ahogado en una balsa de allí cerca. Cuando llegó el momento de cobrar le descontaron a mi hermano los diecisiete duros que valía el borrego. Él se enfadó y no volvió más a cuidarle el rebaño. Pero al cabo de un tiempo algo raro se le destapó en la cabeza y fue a donde su antiguo dueño y con un revólver que no sé de dónde lo había sacado le disparó y luego lo remató con un palo. Se fue al monte y se escondió allí un tiempo, pero después un día se presentó en casa de mi madre y mi madre llamó al cura y los dos lo convencieron para que se entregara. Pasó tres años en la cárcel, pero durante la guerra civil se incorporó al Ejército Rojo y luego pasó a luchar en Alemania y luego a Rusia, que lo metieron también seis años en la cárcel por algo que haría o que no haría. Al final se fue a Francia, y allí está. Siempre hubiera querido marcharme con él, siempre, pero no ha sido posible aún. A lo mejor algún día viviré en Francia, no he perdido la esperanza.
De todo esto del asesinato me enteré malamente por mis hermanas, que entonces a los críos no nos contaban nada. Y a mí menos, que ya estaba de pastora en el monte, tan feliz con mis ovejas.

Alicia Giménez Bartlett, Donde nadie te encuentre, 

Un psiquiatra de La Sorbona especializado en mentes criminales viaja a la Barcelona de 1956. Quiere realizar un estudio sobre el caso de Teresa Pla Meseguer, llamada La Pastora, una mujer acusada de veintinueve muertes.
Se trata del maquis más buscado por la Guardia Civil, y se ha convertido en una leyenda popular porque sigue libre. Sólo un periodista barcelonés parece tener claves importantes en torno al personaje, pero lo que el viajero francés le propone es algo fuera de lo normal: no desea datos sobre Teresa sino un encuentro cara a cara.
El idealista Lucien Nourissier y el cínico Carlos Infante emprenderán ese viaje a las tierras del Maestrazgo, donde se esconde su casi imposible objetivo. A lo largo de su investigación deberán sortear la vigilancia de los guardias, distinguir las pistas verdaderas de las falsas y esquivar los mil obstáculos que les salen al paso. La novela se convierte entonces en una búsqueda, en una huida, en una aventura que nos descubre las miserias y la humanidad de una España terrible.

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