La señora Clifton quiso velar cerca del fuego y logró, no sin esfuerzo, que Flip tuviera unas horas de descanso. Él la obedeció, aunque decidido a dormir con un solo ojo. La madre se quedó entonces sola en esa noche oscura, cerca del fuego que chisporroteaba, atenta y pensativa a la vez. ¡Su pensamiento erraba por ese mar, fijado en la escenas del barco después del motín!
Al día siguiente, después de un desayuno rápido, Flip dio la señal de la partida a sus dos jóvenes acompañantes. Marc y Robert abrazaron a su madre, se adelantaron y dieron vuelta en torno del acantilado. Flip se reunió muy pronto con ellos. Al pasar las rocas, verificó que el banco de litodomos debía ser inagotable. Del otro lado del canal, sobre ese largo islote que custodiaba la costa, una bandada numerosa de aves se paseaba solemnemente. Estos pájaros pertenecían a la división de los zambullidores; eran pájaros bobos o pájaros niños, reconocibles por su grito desagradable que recuerda el rebuzno del asno. La carne de estos volátiles, aunque negruzca, es perfectamente comestible. Flip lo sabía y sabía también que a esos pájaros, pesados y tontos, se los puede matar fácilmente a bastonazos o a pedradas. Se prometió entonces atravesar el canal uno de estos días y explorar el islote que debía contener una abundante reserva de animales de caza. Pero se cuidó bien de anunciar su proyecto a los dos muchachos. Robert no habría vacilado en arrojarse inmediatamente a nadar, con la intención de cazar a esos pájaros.
Una media hora después de haber dejado el campamento, Flip, Marc y Robert llegaron al extremo sur del acantilado, que la marea descendente dejaba en ese momento en descubierto. Habían alcanzado el vasto emplazamiento que Flip había reconocido en su exploración de la víspera y que se extendía entre el lago y la ribera. A Marc la región le pareció encantadora. Los bosquecillos de cocoteros se elevaban majestuosos a la mitad del camino; un poco detrás, una cortina de hermosos árboles seguía los movimientos del terreno, ligeramente accidentado. Eran bellas coníferas, pinos, alerces, entre otros, una treintena de esos soberbios ejemplares de la familia de las ulmáceas, olmos vigorosos conocidos con el nombre de almez de Virginia.
Flip y sus dos jóvenes compañeros exploraron toda esa parte de la costa, de la que el lago formaba la orilla oriental. El lago parecía ser muy abundante en peces. Para aprovecharlo, sólo había que procurarse líneas, anzuelos y redes; Flip les prometió fabricar los artefactos de pesca necesarios cuando la colonia estuviera definitivamente instalada.
Al recorrer la orilla occidental del lago, Flip descubrió algunas huellas de animales de gran tamaño que probablemente venían a calmar la sed en ésa extensa reserva de agua dulce. Pero ningún vestigio delataba la presencia del hombre en esa costa. Los exploradores pisaban, por lo tanto, una tierra virgen nunca hollada por pie humano.
Flip volvió entonces al acantilado para investigar su parte sur, que se extendía perpendicularmente al mar y venía a morir en una punta fina sólo a pocos metros de los almeces.
La inspección de esa masa rocosa se hizo con un extremo cuidado. Se trataba de descubrir una cavidad lo bastante grande para alojar allí a toda la familia. Esta búsqueda tuvo un feliz resultado. Fue Marc quien descubrió la tan deseada gruta. Era una verdadera caverna excavada en el granito, que medía treinta pies de largo por veinte de ancho. Una arena fina, llena de mica brillante, cubría el suelo. La altura de la gruta sobrepasaba los diez pies. Sus paredes, muy rugosas en su parte alta, eran lisas y pulidas en la base, como si el mar hubiera limado o roído en otros tiempos las asperezas. La boca de esta caverna, cortada muy irregularmente, formaba una especie de triángulo, pero dejaba entrar bastante luz en el interior. En todo caso, Flip no tendría dificultades en darle una forma regular y en agrandarla.
Al entrar en la gruta, Marc no saltó, ni se puso a rodar sobre la arena, lo cual habría hecho infaliblemente Robert, destruyendo con sus brincos unas huellas anchas y profundas grabadas en el suelo, unas pisadas producidas sin duda por un animal que había marchado francamente con las plantas de sus patas y no con la punta de los dedos, como hacen los mamíferos corredores. Flip vino a examinarlas: los órganos locomotores del plantígrado que había dejado esas huellas, eran poderosos, y armados de garras en forma de gancho cuya marcas se distinguían nítidas sobre la alfombra de arena.
Jules Verne, El tío Robinson
Una madre y sus cuatro hijos, a quienes acompaña un fiel y habilidoso marinero, han de sobrevivir en una isla desierta, a la que arriban tras ser abandonados a su suerte en una frágil embarcación por la tripulación amotinada de un barco. Sin ningún recurso material a su alcance, los indefensos náufragos deberán hacer frente a la difícil situación en un medio desconocido y hostil, valiéndose del ingenio y los estrechos lazos de afecto y lealtad que los unen. Obra inédita e inacabada, El tío Robinson no se publicó en vida de su autor, al ser rechazada por el editor Hetzel en 1870. El plan original comprendía tres partes, de las cuales sólo fueron halladas las dos primeras, escritas en torno a 1870-1871.
El manuscrito original se encontró en los archivos de Julio Verne adquiridos en 1981 por la ciudad de Nantes, y publicado por vez primera en 1991. En algunas ediciones, también es conocido como La isla del tío Robinson.
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