20 Iniciación (b)
A pesar del sortilegio, los días pasaban sin que la suerte de Menegildo variara. Debía creerse que ninguna semilla se había complacido en germinar sobre la tumba de los siete nudos. El mozo hablaba en sueños; se hacía taciturno e irritable. Sin escuchar las protestas indignadas de Salomé, repartía bofetadas y nalgadas a Rupelto y Andresito por los motivos más nimios. A la hora de la reunión familiar en la mesa, apenas hablaba. Usebio y el viejo Luí lo observaban furtivamente, sin comprender. La madre, casi convencida de que un daño actuaba sobre su vástago, pensaba emprender la caminata hasta la casa del brujo, un próximo día, para pedirle una limpieza total de la casa, con agua de albahaca y palitos de tabaco. Esperaba tan sólo que sus piernas hinchadas dejaran de dolerle, y con este fin se aplicaba emplastos de sangre de gallina… Una peculiar vibración de la atmósfera denunciaba la llegada de la primavera, con su destilación de savias, su elaboración de simientes. El limo se resquebrajaba, ante un hervor de retoños. Los caballos soltaban las lanas del invierno. El rumor constante de la fábrica se sincronizaba con un vasto concertante de relinchos, de persecuciones en las frondas, de carnes aradas por la carne. Los grillos se multiplicaban. El mugir de los toros repercutía hasta las montañas azules que la bruma esfumaba suavemente. Un primer nido había sido descubierto por los macheteros del cañaveral cercano… Pero Menegildo se sentía solo y agriado en medio del cántico de la tierra.
Aquella tarde el mozo regresaba a pie del caserío. El crepúsculo combinaba una última gama de rojos y morados. Como de costumbre, Menegildo siguió el sendero que se había vuelto, para él, una ruta cotidiana. Andaba a paso de potro cansado, arrastrando las piernas, dejando colgar los brazos. Desde que el recuerdo de esa mujer iba minando sus reservas de energía, el deseo se había acumulado de tal manera en sus sentidos, que llegaba a experimentar una suerte de anestesia moral. Era como si una gran desgracia, una desgracia mal definida, pero sin remedio, le hubiera acontecido… Miró con ojos torvos las cabañas de los haitianos, que se alzaban a su izquierda. Y como esta visión lo dotó nuevamente del sentido de las realidades, se complació en enviar a todos los ajos a aquella mujer que había entrado en su vida “para trael la desgrasia”… Después de proferir cien imprecaciones a media voz, se sintió más fuerte, más dueño de sí mismo.
Dejó a sus espaldas el campamento donde los negros vaciaban jícaras de congrí y pan bañado en guarapo. Ya atravesaba la cañada que cortaba el camino, cuando se detuvo bruscamente, mirando con toda la piel.
La mujer estaba ahí. Sola. Sentada en una piedra blanca, bajo los almendros.
Menegildo saltó al arroyo para llegar más pronto. Ella intentó huir, con nervioso sobresalto de corza. El mozo la apretó entre sus brazos, incrustando sus anchos dedos en caderas tibias.
—¡Quita…! ¡Quita…!
La mordía como un cachorro. Los dientes no lograban pellizcar siquiera la carne rolliza de sus hombros. Pero sus sentidos se enardecían hasta el paroxismo, conociendo el sabor de la piel obscura, con su relente de fruta chamuscada, de resina fresca, de hembra en celo. Las manos se le contraían nerviosamente, amasando aquel cuerpo como pasta de hogaza. Ella, remozando un rito primero de fuga ante el macho, arañaba su pecho y esquivaba el rostro ante las ansiosas caricias del hombre.
—¡Suetta! ¡Suetta…!
—No… No… ¡Ahora sí que no te me va…!
Menegildo le desgarró brutalmente el vestido. Sus senos temblorosos, contraídos por el deseo, surgieron entre hilachas y telas heridas. El mozo la apretó, rabiosamente contra su cuerpo. Jadeantes, empapados de sudor, rodaron entre las hierbas tiernas…
De pronto ella se deslizó entre las manos ya blandas de Menegildo. Atravesó la cañada, hundiendo sus pies desnudos en las arenas cubiertas de agua. Corrió hacia un grupo de guayabos que crecían en la otra orilla, tratando de ocultarse los senos con las manos abiertas. Como el mozo se disponía a seguirla, le gritó:
—¡Vete…!
Y desapareció entre los árboles.
Después de un momento de indecisión, Menegildo decidió regresar al bohío. Se sentía inquieto, inexplicablemente inquieto, al darse cuenta, de manera vaga, que un nuevo equilibrio se establecía en su ser. Era como si hubiese cambiado de piel, bajo el influjo de un clima insospechado. Una palpitante alegría hacía oscilar un gran péndulo detrás de sus pectorales cuadrados, que ya conocían contacto de mujer… Aquella noche, ante el repentino cambio de humor que observó en su hijo, Salomé aplazó sus proyectos de limpieza mágica. Hizo café dos veces, sin explicar a Usebio y Luí que con ello festejaba una curación misteriosa, que sólo podría atribuirse a sus repetidas oraciones y a la protección de las sacras imágenes del altar hogareño.
Dos días después, guiados por una telepatía del instinto, el hombre y la mujer se encontraron en el mismo lugar. Y la cita se repitió cada tarde… Encima de ellos, bajo cúpulas de hojarasca, los cocuyos se perseguían a la luz de sus linternas verdes, mientras el rumor sordo del ingenio danzaba en una brisa que ya olía a rocío.
Alejo Carpentier
¡Écue-Yamba-O!
¡Écue-Yamba-O! es la primera novela de Alejo Carpentier y narra la vida de Menegildo Cue, negro cubano en los primeros años del siglo XX.
Aunque se ha venido clasificando dentro del cajón de sastre llamado «novela afrocubana», lo cierto es que esta obra es una de las más influyentes dentro de su género, y muy reveladora dentro de la producción del autor. Deslumbra y emociona con un crisol de tendencias estilísticas existentes a principios del siglo pasado. Adorna sus detalladas descripciones naturalistas con vanguardistas metáforas del Futurismo. Es una obra fundamental para entender la realidad cubana de inicios de siglo, al propio Carpentier, y una piedra angular dentro de la literatura hispanoamericana.
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