—Tranquila. Acabamos de llegar. Vamos a casa.
Recorrió el huertecito donde cultivaban tomates. Vio los naranjos, el pozo, el patio por donde corría de niña. Las gallinas se alborotaron al recibirla. Tenía una sonrisa imprecisa. El lugar le resultaba grato, pero no experimentaba ninguna emoción. Tenía ganas de estar tranquila, de no tener que hacer el esfuerzo de recordar; recordar era doloroso. Quería un presente de mañanas soleadas, de pequeños paseos. Rehuía la presencia de conocidos, que acudían a darle la bienvenida. Eran gente extraña, a quien habría querido hacer desaparecer. Con sus padres tenía suficiente. Durante la semana convivía con los médicos que la ayudaban sin coaccionarla, que sabía que eran sus amigos. Los sábados hacía el trayecto hasta el pueblo, que la dejaba rendida.
Tuvo que reencontrarse con los objetos que le habían llenado la vida. En la habitación, estaban los libros de la adolescencia, la fotografía de las compañeras de la escuela, la ropa que olía a armario, la caja de música, con las notas de una canción que, en otros tiempos, había cantado. Recuperar tantas cosas suponía una tarea enorme. A veces, se pasaba un rato observando un objeto cualquiera; lo miraba con unos ojos extraviados, que venían de lejos. Podía ser una muñeca de trapo que debía de tener un nombre que no recordaba. Su madre intentaba ayudarla:
—La llamabas Mireia. ¿Te acuerdas?
—Quizá sí.
Podía ser un libro forrado de piel, un jersey de lana, la esquina desconchada de la cómoda. Se imaginaba que, detrás de cada cosa, había una historia que había formado parte de su vida. Recuperaba fragmentos de recuerdos. Se alegraba sin aspavientos. A menudo le resultaba un esfuerzo inútil. Muchas mañanas, desayunaba debajo del almez del patio. Tomaba la leche con un trozo de torta que iban a comprarle al horno, y que se fundía en la boca. Miraba el periódico. Al principio, las fotografías; después, los titulares. Pasó mucho tiempo antes de que fuera capaz de leer el contenido.
La aproximación a los libros fue muy lenta. Su padre le leía versos en voz alta. Fue idea de su madre, que quería devolverle lo que había querido. No era un buen rapsoda; ni siquiera un lector mínimamente correcto: se le trababa la voz en cada frase, pero continuaba. Se proponía no ponerse nervioso, hablar sin prisa, mientras le sudaban las manos. A Mónica la emocionó más su perseverancia que el reencuentro con los poemas. Verle leyendo con dificultades, sin quejarse, la enternecía. Le gustaba observar su perfil, inclinado sobre las páginas. A través de aquellas lecturas que desvirtuaban el sentido de los versos, que sustituían una palabra por otra, que no encontraban la entonación correcta, recobró la poesía.
Fueron pasando los días, los meses y los años. La vida estaba hecha de rutinas que le resultaban gratas. Cuando le permitieron abandonar el hospital e ir sólo para visitas esporádicas, se instaló en el pueblo. Se levantaba y se iba a dormir con el sol. Aprendió a hacer pasteles de fruta. Releía libros casi olvidados, y volvía a saborear el placer de la lectura. Cuando los vecinos los visitaban, no quería escaparse. Se hizo amiga de la bibliotecaria del pueblo y, algunas tardes, la ayudaba. Los niños iban allí a hacer los deberes al salir de la escuela; se sabía los nombres, conocía sus casas. Consciente de que vivía llena de lagunas, no añoraba nada. Sabía que había vuelto de un sueño que se parecía a la muerte. Se sentía afortunada.
Empezaron las imágenes. Había apariciones esporádicas que se difuminaban en una niebla imprecisa, hasta que fueron tomando forma. La figura que la visitaba formaba parte del pasado; estaba segura. Alguien se esforzaba por abrirse camino en su memoria. ¿Un recuerdo perdido que volvía? Era un rostro de facciones desdibujadas, que se iban perfilando con lentitud. Se alternaban secuencias vividas. Ella y él paseando por unas calles que no eran las del pueblo. Una habitación en donde se sentía cómoda. Hileras de zapatos en un armario. Un cuerpo buscando su cuerpo. Sesiones de cine. Conversaciones. Muchos versos compartidos. La complicidad profunda. Ignoraba quién era y cómo se llamaba. No sabía si había existido alguna vez. ¿Un personaje que había decidido iniciar el viaje de regreso? ¿Se trataba de una invención de la mente? Antes de dormirse, le esperaba. Conjuraba su presencia. Iba adquiriendo precisión. Durante muchos meses, no lo habló con nadie. No se lo dijo a sus padres ni a la psicóloga. Vivía encuentros nocturnos con una ilusión que creía borrada de su vida. Una mañana, mientras metía un pastel en el horno de casa, miró a su madre a los ojos. Entonces le preguntó dónde estaba Marcos.
Maria de la Pau Janer, Pasiones romanas, Premio Planeta 2005,
En lugar de subir al avión que debe llevarlo de vuelta a su hogar, un hombre decide en el último momento desafiar al destino y emprender una travesía muy diferente. ¿Podrá recuperar en Roma a la mujer que dejó marchar años atrás? Ignacio no puede saber cuánto queda en Dana de la pasión que los arrebató y se truncó tan injustamente, pero prefiere el vértigo de esta decisión irreflexiva a la atonía en la que ha entrado su vida.
Con esta inolvidable historia sobre la fascinación y el infortunio del amor, sobre los golpes ocultos del destino, Maria de la Pau Janer nos ofrece una magnífica novela, llena de sensualidad, de emociones y de personajes que alcanzan nuestra fibra más íntima.
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