LA BALADA DE ADAM HENRY
Tomé mi cruz de madera y la arrastré por el arroyo.
Yo era joven e insensato y obcecado por un sueño
de que la penitencia era una bobada y los fardos para bobos.
Pero los domingos me habían dicho que viviera según normas.
Las astillas me cortaban el hombro, la cruz pesaba como plomo,
mi vida era estrecha y piadosa y casi estaba muerto,
el arroyo era un baile alegre y la luz del sol bailaba en derredor
pero yo tenía que seguir andando con los ojos clavados en el suelo.
Entonces saltó del agua un pez con un arcoíris en las escamas.
Perlas de agua bailaban y colgaban de regueros de plata.
«¡Lanza la cruz al agua si quieres ser libre!».
Y yo arrojé mi carga al río a la sombra del ciclamor.
De rodillas en la orilla de aquel río, en un trance de éxtasis
recibí su dulcísimo beso mientras ella se inclinaba sobre mi hombro.
Pero ella buceó hasta el fondo gélido donde nunca la hallarán
y yo lloré a mares hasta que oí de las trompetas el sonido.
Y Jesús de pie en el agua me dijo:
«Ese pez era la voz de Satanás y tienes que pagar el precio.
Su beso era el beso de Judas, su beso traicionó mi nombre.
Que quien»
Ian McEwan, La ley del menor,
Acostumbrada a evaluar las vidas de los demás en sus encrucijadas más complejas, Fiona Maye se encuentra de golpe con que su propia existencia no arroja el saldo que desearía: su irreprochable trayectoria como jueza del Tribunal Superior especializada en derecho de familia ha ido arrinconando la idea de formar una propia, y su marido, Jack, acaba de pedirle educadamente que le permita tener, al borde de la sesentena, una primera y última aventura: una de nombre Melanie. Y al mismo tiempo que Jack se va de casa, incapaz de obtener la imposible aprobación que demandaba, a Fiona le encargan el caso de Adam Henry. Que es anormalmente maduro, y encendidamente sensible, y exhibe una belleza a juego con su mente, tan afilada como ingenua, tan preclara como romántica; pero que está, también, enfermo de leucemia. Y que, asumiendo las consecuencias últimas de la fe en que sus padres, testigos de Jehová, lo han criado, ha resuelto rechazar la transfusión que le salvaría la vida. Pero Adam aún no ha cumplido los dieciocho, y su futuro no está en sus manos, sino en las del tribunal que Fiona preside. Y Fiona lo visita en el hospital, y habla con él de poesía, y canta mientras el violín de Adam suena; luego vuelve al juzgado y decide, de acuerdo con la Ley del Menor.
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