El tiempo se había detenido, y, sin embargo, era ya de noche. Hernando de Baeza y Bejir jugaban al ajedrez en un tablero de ébano y marfil, colocado sobre un ataifor. «Salvo el altar, todo es morisco aquí. Cuánta dificultad van a hallar en tacharnos.» Farax y yo guardábamos silencio. Si lo miraba, lo descubría mirándome, y él desviaba los ojos. Me hizo recordar tanto a Hernán el perro que le golpeé con dulzura la cabeza. Me vencía el cansancio; quise tenderme a solas. Un servidor me pasó, detrás de unos recargados tapices, a una alcoba donde había un amplio lecho. «¿Con quién dormirá aquí el cardenal, cuyos pecados (cuyos hijos) son, según creo, tan bellos?» Me tumbé suspirando. Cerré los párpados de plomo. Iba a dormir enseguida…
No fue así. Al contrario: tomaron más cuerpo y más voz y más hostilidad los fantasmas. Imaginaba lo que en la ciudad estaría sucediendo, e imaginaba lo peor, es decir, la verdad. Unos, ante la absoluta indefensión que suponía la entrega de las armas, habrían huido a la Sierra, y se hallarían allí, desarraigados, desprovistos, derrotados en todos los sentidos, entre la nieve, maldiciendo mi nombre. Otros, dentro de la ciudad, sufrirían infracciones, que yo no sabría nunca, de los pactos firmados: soldados en sus casas mirando a sus mujeres con ojos lúbricos; oficiales acogidos por azorados y temblorosos cortesanos; los salones de la Alhambra abarrotados por una soldadesca ebria de vino y de excitación tartamuda; calles repletas de una tropa indómita y zahareña; el cardenal, cuyo aposento ocupaba a la fuerza, entonando cánticos a otro Dios, que escandalizarían nuestros muros y estremecerían el agua de nuestras albercas, que ascenderían hasta los artesonados conmoviéndolos de consternación y de tristeza; caballos cristianos relinchando en nuestros establos, si era en nuestros establos y no en nuestras mansiones donde habían instalado sus pesebres… ¿Y mis hijos? ¿Y Moraima? ¿Llevarían los cristianos su avilantez hasta un extremo que no me toleraba ni temer? Sentí un violento impulso de escapar de allí y de ponerme al frente de mis granadinos, o de ordenar a Farax que galopase hasta Granada y trasmitiese de boca en boca una sentencia de muerte contra cuantos cristianos tropezase, de degüello contra los borrachos, de estrangulamiento contra los dormidos, de acuchillamientos de los centinelas por la espalda. Se desplomaba el mundo sobre mí; me veía trastabillando y a tientas por lóbregas e insondables calles desconocidas en las que me cruzaba con gente de rostro confuso y empapado de sangre, con mujeres que gritaban injurias contra mí y en los brazos acunaban niños muertos, con soldados a los que les faltaban piernas o brazos, o que caminaban erguidos y solemnes con su cabeza cortada entre las manos… Y me dolía, como cintarazos rítmicos y salvajes, el ruido de las armas que caían, amontonadas unas sobre otras, en medio de una plaza, bajo un almez negro cuyos frutos eran globos de ojos sin rostro. Grité. Grité… A mi lado estaba Farax.
—Has tenido una pesadilla. —Sudaba, tiritaba, y un ronco quejido salía de mi garganta—. ¿Deseas esperar el día para volver a la Alcazaba?
—¿Es que puedo volver? —pregunté con ansiedad.
—Si quieres, sí.
—Vamos cuanto antes.
Antonio Gala, El manuscrito carmesí,
En los papeles carmesíes que empleó la Cancillería de la Alhambra, Boabdil —el último sultán— da testimonio de su vida a la vez que la goza o la sufre. La luminosidad de sus recuerdos infantiles se oscurecerá pronto, al desplomársele sobre los hombros la responsabilidad de un reino desahuciado. Su formación de príncipe refinado y culto no le servirá para las tareas de gobierno; su actitud lírica la aniquilará fatídicamente una épica llamada a la derrota.
Desde las rencillas de sus padres al afecto profundo de Moraima o Farax; desde la pasión por Jalib a la ambigua ternura por Amín y Amina; desde el abandono de los amigos de su niñez a la desconfianza en sus asesores políticos; desde la veneración por su tío el Zagal o Gonzalo Fernández de Córdoba al aborrecimiento de los Reyes Católicos, una larga galería de personajes dibuja el escenario en que se mueve a tientas Boabdil el Zogoibi, el Desventuradillo.
La evidencia de estar viviendo una crisis perdida de antemano lo transforma en un campo de contradicción. Siempre simplificadora, la Historia acumuló sobre él acusaciones que se muestran injustas a lo largo de su relato, sincero y reflexivo. La culminación de la reconquista —con sus fanatismos, crueldades, sus traiciones y sus injusticias— sacude como un viento destructor la crónica, cuyo lenguaje es íntimo y apeado: el de un padre que se explica ante sus hijos, o el de un hombre a la deriva que habla consigo mismo hasta encontrar —desprovisto, pero sereno— su último refugio.
La sabiduría, la esperanza, el amor y la religión sólo a ráfagas le asisten en el camino de la soledad. Y es ese desvalimiento ante el destino lo que lo erige en símbolo válido para el hombre de hoy.
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