Tardamos casi una semana en llegar a Corduba. Estercio nos había cobrado un depósito equivalente a un viaje principal de ciento veinticinco millas romanas. Supongo que era un cálculo preciso. Sin duda, ya lo habría comprobado con su milagroso artilugio. Imaginé que aquel chiflado habría medido todas las carreteras de la Bética y que disponía de itinerarios llenos de marcas que lo demostraban.
Nadie de posición ha viajado nunca como lo hicimos nosotros. Tampoco entraba en mis planes. Una vez decantados por el viaje en barco, había más decisiones que tomar. Una de las rutas náuticas pasaba por el norte de Córcega y luego tomaba hacia el sur al amparo de las costas de la Galia y la Tarraconense; esta ruta era famosa por sus naufragios. La vía alternativa pasaba entre Córcega y Cerdeña: siempre que no encalláramos en ninguna de ambas islas y cayéramos en las manos ansiosas de los bandidos, nos había parecido mejor apuesta. Probablemente lo era para la mayoría de viajeros, aunque no de los propensos a vaciar el estómago a la primera ola que rozara el barco.
Lo que hacía la mayoría de la gente, después, era seguir más allá de Malaca hasta Gades y tomar una embarcación que remontara el amplio río Betis. Yo había decidido no hacer este trayecto. Tenía excelentes razones para ello: deseaba desembarcar lo antes posible. También me proponía llegar a Corduba de una forma inesperada que sorprendiera a mis sospechosos béticos. Así, había inspeccionado mapas y rutas y había escogido como puerto de destino el de Cartago Nova, en la costa oriental, con la intención de seguir desde allí la Vía Augusta, la principal vía de comunicación a través del interior de la Hispania meridional. Esta carretera formaba el tramo final de la gran Vía Herculana, que seguía la supuesta ruta del héroe inmortal a través de Europa hasta los jardines de Hespérides, impregnada de alusiones románticas al camino que lleva a los confines del mundo. Pero, por encima de eso, sería una vía rápida adoquinada, con mansios bien equipadas.
Otra razón para que escogiera Cartago Nova era la propia ciudad, centro de la producción de esparto. Mi madre, a la que debía un soborno con retraso por cuidar de Anácrites, me había dado una lista de regalos para llevar a casa más detallada que de costumbre; incluso cestas y alfombras… y hasta sandalias para sus numerosos nietos. Un ciudadano romano como es debido ha de respetar a su madre.
La mía no se llevaría ninguna sorpresa cuando comprobara que no había cumplido su encargo. Tendría que conformarse con unos cuantos tarros de garum de Malaca, pues el capitán de nuestra nave había decidido, de improviso, que no teníamos buenos vientos para tocar tierra donde había prometido hacerlo.
—¡Ese hombre es idiota! Debería haberlo descubierto antes…
—¿Cómo ibas a hacerlo? —preguntó Helena—. ¡El tipo no iba a reconocer: «Sí, señoría; soy idiota»!
Cuando me di cuenta, había pasado de largo Cartago Nova y estaba a medio camino de Gades. El capitán parecía muy satisfecho de sí mismo, pero lo obligué a atracar en Malaca. Desde allí existía una carretera a Corduba, pero no era buena. Sería más corta que hacer todo el camino desde Cartago Nova, pero la mala calidad del firme nos haría consumir más tiempo.
Tiempo era, precisamente, lo que no podía permitirme perder.
Una vez en el carruaje, el principio del trayecto fue bastante cómodo, pero el terreno llano con esporádicas colinas secas y puntiagudas de escasa altura dio paso a unas pendientes grises y áridas, salpicadas de vegetación rala y surcadas de cursos de agua secos. Pronto encontramos una cadena de montañas con laderas casi verticales; aunque la atravesamos sin incidencias, pasé algún mal momento en el pescante, con Marmarides, mientras avanzábamos despacio por parajes de profundos precipicios y rocas escarpadas. Más tierra adentro, el despoblado paisaje cambiaba otra vez y dejaba paso a un terreno suavemente ondulado. Llegamos a los primeros olivos cuyos troncos retorcidos se alzaban entre brotes de hierba, separados una buena distancia unos de otros en el terreno pedregoso. En la tierra más roja y más rica que venía más adelante, los olivos se intercalaban con parcelas de frutales, cereales o verduras.
Los asentamientos, e incluso las casas de campo, eran escasos. Había mansios de baja categoría, cuyos hospederos, sin excepción, parecían asombrados de ver inspeccionadas sus sencillas habitaciones por la hija de un senador en avanzado estado de gestación. La mayoría suponía que unos romanos viajarían con un séquito. En efecto, la mayoría de romanos se aseguraría de llevar consigo un bullicio de amigos, libertos y esclavos. Nos resultó más sencillo aparentar que habíamos perdido temporalmente nuestra comitiva.
Por supuesto, fue inútil tratar de engañar a Marmarides. El cochero sabía que no teníamos acompañantes y ello le permitió divertirse mucho a costa nuestra.
—¿Habéis venido a la Bética para unas buenas vacaciones de verano, señor?
—Exacto. Espero pasar una temporada tumbado al sol en una hamaca de soga de esparto. Tan pronto pueda, pienso tumbarme bajo un olivo con la perra a mis pies y una jarra de vino.
Estercio debía de haberlo comprado en el norte de África, pues era negro como las aceitunas de la Bética. Intenté olvidar mis recelos hacia cualquier nuevo conocido y lo acepté como un miembro más del grupo, aunque habría querido que fuese tan corpulento como su amo (Estercio tenía el cuerpo de un verraco de crianza). Marmarides tenía un cuerpo delgado y cuidado, cuando yo habría preferido a alguien que se lanzara a una pelea con una sonrisa y saliera de ella cinco minutos después tras haberle roto el cuello al último de los adversarios.
El rostro de nuestro conductor se llenó de arrugas satíricas y se rió de nosotros abiertamente.
—Estercio supone que eres un agente del gobierno y que tu dama ha sido enviada al extranjero para que tenga ese hijo en la ignominia.
—Veo que en la Bética os gusta darle a la lengua.
—¿Necesitas alguna clase de ayuda en tu misión? —se ofreció, lleno de esperanzas.
—Olvídalo. No soy más que un holgazán de vacaciones.
Marmarides rompió a reír otra vez. Bien, me gusta ver a un hombre feliz con su trabajo. A mí no me sucede lo mismo.
Algunos propietarios de mansios creyeron, al parecer, que llevábamos a cabo una inspección de alojamientos en secreto, por encargo del cuestor de la provincia. Dejé que pensaran tal cosa, con la esperanza de que ello mejorara la calidad de la cena. Una esperanza vana.
Los temores de los posaderos eran consecuencia de su irritación contra la burocracia. Eso tal vez significaba que consideraban que el cuestor realizaba un trabajo eficaz en la inspección de sus cuentas. Aún no podía decir si aquello significaba que la gestión financiera de Roma funcionaba bien, en general, en aquella provincia del Imperio, o si era un comentario concreto relativo a Cornelio, el joven amigo de Eliano que acababa de dejar su cargo. Quincio Quadrado, el nuevo cuestor, aún tenía que significarse, probablemente.
—Háblame de la finca de tu padre, Helena.
Aproveché para sugerírselo un tramo de vía sin baches en una de las ocasiones en que viajaba en el interior del carruaje, junto a ella.
—Es muy pequeña. Una casita de campo que compró cuando se le ocurrió mandar a Eliano a la Bética.
Camilo padre poseía el millón de sestercios en tierras italianas estipulado para ejercer su dignidad de senador, pero, con dos hijos a los que proveer para la vida pública, estaba intentando crear una cartera de inversiones más amplia. Como la mayoría de ricos, se proponía distribuir sus escasas propiedades entre varias provincias para evitar así unas pérdidas excesivas en caso de sequía o de revueltas tribales.
—¿Eliano vivía en la propiedad?
—Sí, aunque supongo que disfrutaba de la vida social de Corduba siempre que tenía ocasión. Hay una casa de campo donde se supone que pasaba en paz su tiempo libre… si alguien puede creer tal cosa. —Por supuesto, Helena había sido educada en el respeto a sus parientes varones; una buena tradición romana que todas las mujeres romanas desoían—. Eliano encontró un aparcero que ahora ocupa parte de la casa, pero había sitio para nosotros. Está un poco separada del río, en terreno de olivares, aunque me temo que mi padre, como es típico en él, la compró a través de un agente que le ha estafado en cada uno de los escasos olivos.
—¿Le han vendido un erial?
—Bueno, hay almendros y cereal…
Cuatro nueces y un poco de grano no convertirían a la familia Camila en unos potentados. Intenté evitar cualquier referencia descalificadora de la visión comercial de su noble padre, pues Helena lo tenía en gran aprecio.
—Bueno, el grano de Hispania es el mejor, aparte del africano y del italiano. ¿Qué más anda mal en esa joya agrícola que adquirió tu padre? Me dijo que me hablarías de ciertos problemas que quiere que investigue.
—A papá lo estafaban en el prensado de la aceituna. Por eso Eliano tomó un aparcero. Utilizar nuestro propio supervisor no daba resultado. De este modo, mi padre recibe una renta fija, mientras que el colono corre el riesgo de sacar beneficios o no.
—Espero que no tengamos que compartir alojamiento con algún amigo de tu hermano.
—No, no. Ese hombre había pasado una mala racha y necesitaba otra finca. Eliano se convenció de su honradez. Supongo que no lo conocía personalmente; ¿imaginas a mi hermano compartiendo una copa con un labrador?
—Quizás haya tenido que rebajar sus niveles de altanería, en provincias.
Helena se mostró escéptica al respecto:
Bien, lo que sí sé es que ese hombre, Mario Optato, decidió voluntariamente levantar la liebre de que estaban estafando a papá de alguna manera. Parece que Eliano desoyó su advertencia, pero, más tarde, tuvo el buen juicio de comprobar lo que decía y descubrió que era cierto. Recuerda que mi padre le había encargado que observara si la finca era llevada adecuadamente. Era la primera vez que Eliano tenía una responsabilidad semejante y, pienses lo que pienses de él, quería hacerlo bien.
—Me sorprende que hiciera caso del aviso.
—Quizá se sorprendió a sí mismo.
Lo de un arrendatario honrado parecía poco probable, pero preferí creerlo. Resultaría muy conveniente si podía informar a Camilo Vero de que su hijo, por lo menos, había colocado a un buen hombre al frente de la propiedad. Si el arrendatario resultaba ser una mala hierba, me había comprometido a desenmascararlo. Un asunto más en mi apretadísima agenda.
No soy experto en economía de grandes ciudades, aunque crecí en parte en un mercado de frutas y verduras, de modo que debería ser capaz de descubrir cualquier tosca práctica fraudulenta. Eso era todo lo que precisaba el padre de Helena. Los dueños que no viven en sus propiedades no esperan conseguir pingües beneficios de posesiones tan remotas. Son sus fincas en Italia, que pueden visitar en persona cada año, las que sostienen el lujo de los ricos.
A Helena le rondaba algo por la cabeza:
—Marco, ¿te fías de lo que te contó Eliano?
—¿Sobre las tierras?
—No. Sobre la carta que trajo a su vuelta.
—Me pareció que era sincero. Cuando le conté lo sucedido al jefe de espías y a su agente, pareció que tu hermano comprendía que se encontraba en un grave apuro.
Antes de partir, había intentado dar con la carta, pero Anácrites tenía demasiado desordenados sus papeles. Verla me habría tranquilizado y, aunque Eliano me hubiera dicho la verdad, tal vez habría averiguado más detalles. Laeta había mandado a su propia gente a buscarla, sin éxito. Aquello sólo podía significar que Anácrites había diseñado un complejo sistema de archivo, aunque cada vez que había visitado su despacho me había parecido que ese complicado plan consistía simplemente en llenar el suelo de rollos de manuscritos.
De nuevo, la carretera estaba fatal. Helena no dijo nada mientras el carruaje se bamboleaba sobre el pavimento desigual. La vía hacia el norte que conducía a Corduba atravesando los campos no era, precisamente, una maravilla de la ingeniería trabajada a conciencia por las legiones en nombre de algún político poderoso y construida para durar milenios. De esta ruta debía de haberse encargado el consejo regional y, de vez en cuando, una brigada de esclavos públicos la parcheaba lo suficiente como para que aguantara otra temporada. Al parecer, nos había tocado viajar cuando la brigada estaba sobrecargada de trabajo.
—Eliano también ha debido de darse cuenta —añadí cuando el carruaje dejó de brincar— de que lo primero que yo iba a hacer, tanto si tenía que escribir desde Roma como si me presentaba en Corduba en persona, sería pedir al despacho del procónsul su parte de la correspondencia. De hecho, espero tratar todo este asunto con el propio procónsul.
—Tengo un trato con él —dijo Helena. Se refería a Eliano. Yo lo lamentaba por su hermano. Helena Justina habría resultado una investigadora de primera de no ser porque las mujeres romanas respetables tenían vedado conversar libremente con gente ajena a la familia o llamar a puertas de desconocidos con preguntas inquisitivas. Con todo, yo siempre sentía una ligera punzada de resentimiento cuando ella tomaba la iniciativa. Naturalmente, ella lo sabía. Por eso añadió—: No te inquietes. Tuve mucho cuidado. Eliano es mi hermano; no se sorprendió cuando abordé esa cuestión.
Si Eliano le hubiera contado algo de importancia, ya habría llegado a mi conocimiento. Por eso me limité a sonreír; Helena se agarró de la caja del carruaje para evitar que una violenta sacudida la hiciera salir despedida. Yo la rodeé por el torso con el brazo para protegerla.
Que Eliano fuera su hermano no significaba que yo fuera a confiar en él. Helena me apretó la mano.
—Justino seguirá avivándole la memoria.
Esto último me animó bastante. Había pasado un tiempo lejos de Roma con el hermano menor de Helena y me había parecido inmaduro, pero, cuando dejaba de fantasear sobre mujeres inadecuadas para él, Justino era un muchacho inteligente, despierto y tenaz. Yo también tenía una gran fe en su buen juicio (excepto en lo relativo a mujeres). De hecho, sólo había un problema: si Justino descubría algo, de poco serviría que nos enviara correspondencia a Hispania. Helena y yo estaríamos de vuelta en casa, probablemente, antes de que pudiera llegar carta alguna.
Me encontraba en la Bética a solas con mis recursos. Allí, ni siquiera Laeta podía ponerse en contacto conmigo.
Helena Justina cambió de tema y dijo en tono de broma:
—Espero que éste no resulte como nuestro viaje a Oriente. Ya es bastante horrible encontrar cadáveres boca abajo en cisternas de agua; no soporto la idea de presenciar la recuperación de uno conservado en el aceite de oliva de una cuba.
—¡Qué pringoso! —asentí con una sonrisa.
—¡Y resbaladizo, también!
—No te preocupes; lo que dices no sucederá.
—Siempre has sido demasiado confiado.
—Sé lo que me digo. No es la época del año adecuada. La recogida de la aceituna empieza en septiembre con la verde y termina en enero con la negra. En abril y mayo, las prensas están paradas y todo el mundo se dedica a limpiar los campos de malas hierbas con las azadas, a extender el abono elaborado con la pulpa de aceituna prensada de campañas anteriores y a podar los árboles. Lo único que veremos serán bonitos árboles cubiertos de gloriosas flores primaverales que ocultan minúsculos frutos que empiezan a crecer.
—¡Oh, veo que has estudiado! —exclamó Helena, irónica. Los ojos le brillaban, burlones—. Seguro que llegamos en la peor época del año. Yo también sonreí… aunque era el momento más oportuno, precisamente, para ciertas cosas: en primavera, el trabajo intensivo del cuidado de los olivos estaba en su época menos exigente. Éste podía ser el momento en que los propietarios de los olivares encontraran tiempo para conspirar y urdir planes.
Conforme nos acercábamos a las grandes haciendas productoras de aceite al sur del Betis, mi inquietud aumentaba.
Lindsey Davis
Una conjura en Hispania
La VIII novela de Marco Didio Falco
Cuando Anácrites, jefe de los servicios de espionaje del emperador Vespasiano, sufre un atentado en las calles de Roma, Marco Didio Falco recibe el encargo de resolver el caso. Las pistas le conducen a una sociedad de importadores de aceite de Hispania. Y, junto a su inseparable Helena, partirá hacia esa provincia del occidente del imperio.
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