Almendro (4) - 1. El bautismo

1. El bautismo
La isla se extiende frente a las costas de Albania y Grecia como una larga cimitarra mordida por la herrumbre. La empuñadura es la región montañosa, pedregosa y yerma en su mayor parte, con imponentes peñascos que frecuentan el roquero solitario y el halcón peregrino. Sin embargo, en los valles de esta región escarpada, donde el agua mana abundantemente de las rocas rojas y doradas, hay bosques de almendros y nogales que dan sombra fresca como un pozo, batallones espesos de cipreses como lanzas, e higueras de plateado tronco y hojas del tamaño de fuentes de mesa. La hoja de la cimitarra la forman ondulados edredones verde-plata de olivos gigantescos, algunos se dice que más de cinco veces centenarios, y cada uno irrepetible en su estampa artrítica y encogida, acribillado el tronco por cien agujeros como una piedra pómez. Ya hacia la punta de la hoja está Lefkimi, con dunas centelleantes que hacen daño a la vista, y extensas marismas ornadas de hectáreas de bambúes que crujen y susurran y bisbisean subrepticiamente. La isla se llama Corfú.
En aquel mes de agosto en que llegamos yacía sofocada y aletargada en medio de un mar hirviente, de color azul pavo real, bajo un cielo desteñido por el fiero sol. Nuestras razones para liar el petate y abandonar el sombrío litoral inglés eran un tanto nebulosas, pero más o menos respondían a un hartazgo de la deprimente vulgaridad de la vida en Inglaterra y del penoso y desagradable clima acompañante. Huimos, pues, a Corfú, con la esperanza de que el sol de Grecia nos curase de la inercia mental y física que tan larga permanencia en Inglaterra nos había metido dentro. Muy poco tiempo después de desembarcar teníamos ya nuestra primera villa y nuestro primer amigo en la isla.
El amigo era Spiro, un hombre barrilesco de andares de pato, con unas manazas poderosas y un ceño permanente en el rostro atezado y coriáceo. Había llegado a un dominio extraño pero suficiente de la lengua inglesa y era propietario de un Dodge antiguo que usaba como taxi. Pronto descubrimos que Spiro, como casi todos los personajes de Corfú, era único. No había nadie, al parecer, a quien Spiro no conociera, ni nada que no fuera capaz de conseguir o solucionar. A toda petición de la familia, por descabellada que fuera, respondía con las mismas palabras: «No se preocupes. Yo me encargos». Y ya lo creo que se encargaba. La primera demostración fehaciente de su capacidad fue la adquisición de nuestra villa, porque Mamá se había empeñado en que teníamos que tener cuarto de baño, y en Corfú escaseaba tan necesario accesorio de la vida saludable. Pero huelga decir que Spiro sabía de una villa con baño, y en seguida, tras mucho gritar y rugir, gesticular, sudar y anadear de acá para allá con brazados de nuestros bienes y enseres, nos dejó tranquilamente instalados. Desde ese momento dejó de ser un mero taxista contratado para convertirse en nuestro mentor, filósofo y amigo.
La villa que Spiro había encontrado, de forma semejante a la de un ladrillo, era de un color rosa fuerte de fresa machacada, con contraventanas verdes. Agazapada en medio de un catedralicio olivar que descendía por la falda del monte hasta el mar, estaba rodeada de un jardín del tamaño de un pañuelo de bolsillo, con arriates trazados con esa exactitud geométrica tan cara a las gentes de la época victoriana, y todo él protegido por un alto y espeso seto de fucsias que emitía misteriosos susurros pajariles. Viniendo como veníamos de muchos años de tortura en la frialdad gris de Inglaterra, aquel sol y los brillantes colores y olores que hacía brotar produjeron sobre todos nosotros el mismo efecto que un buen trago de vino cabezudo.
A cada miembro de la familia le afectó de manera distinta. Larry vagaba sin rumbo, sumido en una especie de trance, recitando periódicamente largas estrofas de poesía a Mamá, que o no le escuchaba o decía «Es muy bonito, hijo» distraídamente. Ella, alucinada por la diversidad de frutas y verduras que veía a su alcance, pasaba casi todo su tiempo encerrada en la cocina, preparando menús complicados y deliciosos para todas las comidas. Margo, convencida de que el sol obraría sobre su acné el efecto que hasta entonces no habían logrado todas las pastillas y pócimas de la farmacopea mundial, se entregaba con ahínco a los baños de sol en los olivares, y en consecuencia sufrió graves quemaduras. Leslie descubrió con deleite que en Grecia se podían comprar armas letales sin licencia, por lo que continuamente desaparecía camino del pueblo y volvía cargado de un surtido de armas de caza que abarcaba desde antiguos ejemplares turcos de carga por la boca hasta revólveres y escopetas. Su insistencia en practicar con cada nueva adquisición dejaba nuestros nervios un tanto maltrechos; como Larry observó no sin amargura, venía a ser como vivir en una villa sitiada por fuerzas revolucionarias.
El jardín, durante largo tiempo descuidado, era una selva espesa de flores y hierbas desmandadas donde corría, chillaba, susurraba y saltaba un multicolor tiovivo de insectos, y fue, por lo tanto, lo que captó inmediatamente mi atención.
Por lujosos que hubieran sido nuestros diversos jardines de Inglaterra, nunca me habían suministrado semejante diversidad de animales. Me vi presa de una curiosísima sensación de irrealidad. Era algo así como nacer por primera vez. Aquella luz brillante y fina permitía apreciar el verdadero bermellón del élitro de la mariquita, el magnífico chocolate y ámbar de la tijereta y el ágata oscuro y bruñido de las hormigas. Más aún, me regalaba la vista con una cantidad deslumbrante de seres para mí desconocidos: las grandes y peludas abejas carpinteras, como osos de peluche color azul eléctrico, que merodeaban de flor en flor zumbando bajito; las mariposas macaón, amarillo azufre con franjas negras, vestidas de elegante chaqué, que pirueteando arriba y abajo del seto de fucsias bailaban complicados minués en parejas; y las mariposas esfinge, que, suspendidas delante de las flores sobre un revuelo de alas, iban probando cada capullo con sus probóscides largas y delicadas.
Sufría yo de una ignorancia supina en todo lo relativo a aquellos animales, incluso al nivel más elemental, y no tenía libros que me orientasen. Mi único recurso era contemplar sus actividades en el jardín o capturarlos para estudiarlos más detenidamente de primera mano. Muy pronto tuve mi dormitorio atestado de tarros de mermelada y latas de galletas que albergaban las presas encontradas en el jardincito. Había que meterlas en casa de tapadillo, porque la familia, con la posible excepción de Mamá, veía la introducción de aquella fauna en la villa con considerable inquietud.
Cada día radiante traía consigo nuevos enigmas de comportamiento que hacían más patente mi ignorancia. Uno de los animales que más me intrigaban e irritaban era el escarabajo pelotero. Tumbado tripa abajo, con mi perro Roger al lado, que sentado parecía una jadeante montaña de rizos negros, contemplaba cómo dos relucientes escarabajos negros, cada uno con un cuerno de rinoceronte de delicada curvatura en la cabeza, hacían rodar entre los dos, con absoluta dedicación a la tarea, una bola de caca de vaca perfectamente formada. En primer lugar, me habría gustado saber cómo se las arreglaban para hacer una bola tan bien acabada y tan redonda. Mis propios experimentos con barro y plastilina me habían enseñado que era dificilísimo conseguir una bola absolutamente esférica, por más que frotaras y manipularas el material, y sin embargo aquellos escarabajos, sin otro instrumento que sus patas espinosas, desprovistos de compases o cualquier otra ayuda, se las apañaban para hacer aquellas preciosas bolas de caca, redondas como la luna. Luego estaba el segundo problema: ¿para qué hacían la bola y adonde se la llevaban?
Este problema, o parte de él, lo aclaré dedicando toda una mañana a un par de escarabajos peloteros, sin dejarme apartar de la tarea por los otros insectos del jardín, ni por los débiles gemidos y bostezos de aburrimiento que me llegaban de Roger. Despacito, a cuatro patas, les seguí trabajosamente, palmo a palmo por todo el jardín, tan pequeño para mí y para ellos un mundo tan vasto. Por fin llegaron a un monticulillo de tierra blanda que había al pie del seto de fucsias. Mover la bola de caca cuesta arriba era un trabajo colosal, y más de una vez a uno de los insectos le falló el juego de patas y la pelota se soltó y cayó rodando hasta el pie de la pequeña pendiente, con los escarabajos corriendo detrás y —o al menos eso imaginaba yo— poniéndose verdes mutuamente. Al final, de todos modos, la subieron hasta arriba y empezaron a bajar la pendiente contraria. Entonces reparé en que al pie de esta ladera se abría en la tierra un agujero redondo, como un pozo, y hacia allí se dirigían los escarabajos. Cuando ya sólo les faltaban cuatro o cinco centímetros para llegar a él, uno de los animales se adelantó corriendo, se metió marcha atrás en el agujero y allí se sentó, accionando desordenadamente con las patas delanteras, mientras el otro, con bastantes sudores (casi me parecía oírle jadear), rodaba la bola de caca hasta la boca de la madriguera. Al cabo de bastante rato de empujar y tirar, la bola despareció lentamente en las entrañas de la tierra, y los escarabajos con ella. Esto me molestó. Al final era evidente que iban a hacer algo con la bola de caca, pero, si lo hacían bajo tierra, ¿cómo demonios iba yo a verlo? Con la esperanza de recibir alguna iluminación, a la hora de comer expuse el problema a la familia. Mi pregunta era ésta: ¿qué hacían los escarabajos peloteros con la caca? Hubo un momento de sorprendido silencio.
—Pues me figuro que les servirá para algo, hijo —dijo Mamá vagamente.
—¿Supongo que no pensarás meternos unos cuantos de contrabando? —dijo Larry—. Me niego a vivir en una casa cuya decoración consista en tener bolas de estiércol por todo el suelo.
—No, no, querido, cómo se le va a ocurrir semejante cosa —dijo Mamá, apacible e insincera.
—Bueno, yo aviso por si acaso —dijo Larry—. Lo cierto es que parece tener recluidos en su cuarto a todos los insectos más peligrosos del jardín.
—Lo querrán para defenderse del frío —apuntó Leslie, que había estado dándole algunas vueltas al asunto de los peloteros—. Es muy caliente el estiércol. Por la fermentación.
—Lo tendré en cuenta —dijo Larry—, por si alguna vez necesitamos calefacción central.
—Será seguramente que se lo comen —sugirió Margo.
—Margo, hija, que estamos en la mesa —dijo Mamá.
Como siempre, la carencia de conocimientos biológicos de mi familia me dejaba igual que estaba.
—Tú lo que tienes que leer —dijo Larry, sirviéndose distraídamente otro plato del mismo estofado del cual acababa de decir a Mamá que no sabía a nada—, tú lo que tienes que leer es algo de Fabre.
Pregunté qué o quién era Fabre, más por educación que por otra cosa, porque viniendo de Larry la sugerencia, sin duda Fabre resultaría ser algún oscuro poeta medieval.
—Un naturalista —me respondió con la boca llena, agitando hacia mí el tenedor—. Escribía sobre los insectos y demás. Voy a ver si te consigo algún libro.
Abrumado por tan inesperada magnanimidad por parte de mi hermano mayor, me hice el firme propósito de tener mucho cuidado durante los dos o tres días siguientes para no hacer nada que pudiera despertar sus iras; pero pasaron los días sin que apareciera ningún libro, y al fin olvidé el asunto y me dediqué a los otros insectos del jardín.
Pero las palabras «por qué» me perseguían y me frustraban a cada paso. ¿Por qué las abejas carpinteras recortaban redondelitos de las hojas de los rosales y se los llevaban volando? ¿Por qué las hormigas sostenían, al parecer, idilios apasionados con los pulgones que en cerrado batallón infestaban muchas de las plantas del jardín? ¿Qué eran aquellas extrañas cáscaras o cadáveres de insecto, de color ámbar transparente, que encontraba pegadas a los tallos de hierba y a los olivos? Eran la envoltura vacía, frágil como la ceniza, de algún animal de cuerpo bulboso, ojos bulbosos y un par de gruesas patas delanteras, bien armadas de púas. ¿Por qué todas aquellas cáscaras tenían una hendidura a lo largo de la línea dorsal? ¿Habían sido atacados aquellos animales por otro que les había succionado sus partes vitales? En tal caso, ¿quién era el atacante y quién el atacado? Yo era un hervidero de preguntas a las que mi familia no sabía responder.
Pocos días después, estaba yo una mañana en la cocina cuando llegó Spiro. Le estaba enseñando a Mamá mi última adquisición, un largo y fino ciempiés de color caramelo, e intentaba convencerla, a pesar de su escepticismo, de que por la noche emitía una luz blanca. Entró Spiro en la cocina con sus andares de pato, sudando profusamente y, como siempre, con expresión truculenta y preocupada.
—Le traigos el correo, señoras Durrells —dijo dirigiéndose a Mamá, y luego se volvió hacia mí—; buenos días, señorito Gerrys.
Pensando, en mi inocencia, que Spiro compartiría mi entusiasmo por mi último protegido, le metí el tarro de mermelada debajo de la nariz y le insté vivamente a que se deleitara en su contemplación. El echó un vistazo rápido al ciempiés, que en aquel momento daba vueltas y vueltas por el fondo del tarro como un tren de juguete, dejó caer al suelo el correo y se retiró apresuradamente al otro lado de la mesa de la cocina.
—¡Carambas, señorito Gerrys! —exclamó—. ¿Qué hace usted con esos?
Desconcertado por aquella reacción, expliqué que no era más que un ciempiés.
—Esos canallas son venenosos, señoras Durrells —dijo muy serio—. En serios, señorito Gerrys, no debes usted tener esos bichos.
—Tal vez tenga usted razón —dijo Mamá vagamente—. ¡Pero es que le interesan tanto todas esas cosas! Llévatelo, hijo, donde no lo vea Spiro.
—Me estampa —oí decir a Spiro mientras salía de la cocina con mi precioso tarro—. Ses lo aseguras, señoras Durrells, me estampa ver lo que encuentra ese chicos.
Pude meter el ciempiés en mi cuarto sin tropezarme con ningún otro miembro de la familia, y le di acomodo en un platito elegantemente decorado con musgo y pedacitos de corteza de árbol. Estaba resuelto a que mi familia reconociera que yo había encontrado un ciempiés que lucía en la oscuridad. Pensaba organizar un espectáculo pirotécnico especial aquella misma noche, después de cenar. Pero se me fue totalmente de la cabeza toda idea del ciempiés y de su fosforescencia, porque con el correo llegó un grueso paquete pardo que Larry, tras una rápida ojeada, me lanzó mientras estábamos almorzando.
—Fabre —dijo lacónicamente.
Olvidándome de la comida, desgarré el paquete, y dentro encontré un libro verde y rechoncho titulado El escarabajo sagrado y otros, por Jean Henri Fabre. Abrirlo y quedarme embelesado fue todo uno, porque el frontispicio era una estampa de dos escarabajos peloteros, de tan familiar aspecto que bien podrían haber sido primos hermanos de los míos. Empujaban una hermosa bola de caca entre los dos. Arrobado, saboreando cada instante, pasé las páginas despacio. El texto era maravilloso. No era un tomazo erudito ni abstruso; estaba escrito de una manera tan sencilla y clara que hasta yo podía entenderlo.
—Deja el libro para luego, querido. Tómate la comida antes de que se te enfríe —dijo Mamá.
De mala gana me guardé el libro en el regazo, y ataqué la comida con diligencia y ferocidad tales que el empacho agudo resultante me duró toda la tarde; pero no pudo empañar el gozo de zambullirme en Fabre por primera vez. Mientras la familia dormía la siesta, yo me tumbé en el jardín a la sombra de los mandarinos y página tras página me devoré el libro, de suerte que cuando llegó la hora del té ya lo había terminado. Me dio pena acabarlo, pero mi gozo era indescriptible. Ya estaba armado de conocimientos. Me parecía saber cuanto había que saber sobre los escarabajos peloteros. Ya no eran sólo unos animales misteriosos que se arrastraban trabajosamente por los olivares; eran amigos íntimos.
Hubo por entonces otra cosa que ensanchó y alentó mi interés por la historia natural —aunque no puedo decir que entonces lo entendiera así—: la adquisición de George, mi primer preceptor. Amigo de Larry, George era alto y desgalichado; lucía barba castaña y gafas, y poseía un cachazudo y sardónico sentido del humor. Es probable que jamás un preceptor haya tenido que lidiar con un educando tan recalcitrante. Yo no veía absolutamente ninguna razón para aprender nada que no tuviera que ver con la historia natural, de modo que nuestras primeras clases estuvieron erizadas de dificultades. Pero George descubrió que algo podía conseguir estableciendo relaciones entre la zoología y materias tales como la historia, la geografía o las matemáticas, y por ese sistema progresamos bastante. De todos modos, para mí lo mejor era que una mañana a la semana se dedicaba exclusivamente a las ciencias naturales, y entonces George y yo examinábamos gravemente mis ejemplares recién adquiridos y tratábamos de identificarlos y desentrañar su biografía. Llevábamos un diario pormenorizado que incluía gran número de dibujos vistosos aunque de tembloroso trazo, supuestos retratos de los animales en cuestión, que yo hacía con gran variedad de tintas de colores y acuarelas.
Ahora, al cabo del tiempo, tengo la sospecha de que George disfrutaba tanto como yo con las mañanas dedicadas a la historia natural. Era, por ejemplo, el único día de la semana en que yo iba a buscarle. Íbamos Roger y yo a paso lento por los olivares, y, ya a medio camino de la villa diminuta que ocupaba George, nos escondíamos en un macizo de arrayán y esperábamos su llegada. Al cabo aparecía, sin otra indumentaria que unas sandalias, unos pantalones cortos deslucidos y un sombrero de paja gigantesco y desflecado, con un montón de libros bajo el brazo y cimbreando un largo y esbelto bastón. Lamento decir que el motivo de que saliéramos al encuentro de George era puramente interesado: sentados entre el oloroso arrayán, Roger y yo hacíamos apuestas sobre si aquella mañana George se batiría o no con un olivo.
George era floretista experto y poseía cantidad de copas y medallas que daban fe de ello, por lo cual le asaltaba frecuentemente el deseo de batirse con alguien. Iba dando zancadas por el sendero, con un brillo en las gafas y un cimbreo en el bastón, cuando, de pronto, un olivo se convertía en un ser perverso y malévolo a quien había que dar una lección. Dejando libros y sombrero al borde del camino, George avanzaba cauteloso hacia el árbol en cuestión, con el bastón, transformado ahora en espada, dispuesto en la diestra mano, y el brazo izquierdo echado atrás con donaire. Despacio, tensas las piernas, como se acerca un terrier a un mastín, rodeaba el árbol, atento con ojos entornados a su primer movimiento hostil. De improviso se abalanzaba, y la punta del bastón desaparecía en uno de los agujeros del tronco del olivo; y George, con un «¡Ja!» de satisfacción, retrocedía al instante, poniéndose a cubierto antes de que el árbol pudiera contraatacar. Según mis observaciones, meter la espada en uno de los agujeros más pequeños no suponía herida mortal, sino sólo un ligero rasguño, cuyo efecto debía de ser el de desencadenar la furia desatada del antagonista, porque al instante siguiente George estaba empeñado en una lucha sin cuartel, bailoteando con ágiles pies alrededor del olivo, acometiendo y parando, apartándose con un salto y un mandoble de arriba abajo, desviando el golpe envenenado que le había lanzado el árbol, pero tan rápidamente que yo no había llegado a verlo. Había olivos que despachaba en seguida con una estocada mortífera en uno de los huecos grandes, en el que la espada desaparecía casi hasta la empuñadura; pero en varias ocasiones se topó con alguno que casi podía con él, y durante cosa de un cuarto de hora teníamos un combate a vida o muerte, en el que George, con expresión implacable, echaba mano de hasta la última de sus arteras añagazas para romper las defensas del árbol gigante y matarlo. Una vez bien muerto su antagonista, George limpiaba de sangre el acero con cara de asco, poníase el sombrero, recogía los libros y reanudaba la marcha, canturreando en voz baja. Yo siempre dejaba que se alejara bastante trecho antes de reunirme con él, por temor a que supiese que había presenciado la batalla imaginaria y le diera vergüenza.
Fue por aquella época cuando George me presentó a una persona que inmediatamente iba a ser la más importante de mi vida: el doctor Teodoro Stefanides. Para mí, Teodoro era una de las personas más extraordinarias que había conocido (y treinta y tres años después sigo sosteniendo la misma opinión). Con su cabello y barba de color rubio ceniciento y sus hermosos rasgos aquilinos, Teodoro semejaba un dios griego, y desde luego parecía igualmente omnisciente. Aparte de estar titulado en medicina, era también biólogo (con especial dedicación a la biología dulceacuícola), poeta, escritor, traductor, astrónomo e historiador, y entre tan variadas actividades aún hallaba tiempo para colaborar en la gestión de un laboratorio de rayos X, el único de su clase que había en la ciudad de Corfú. Le conocí con ocasión de un asunto de mígalas, arañas que yo acababa de descubrir, y tan fascinante era la información que entonces me dio sobre ellas, y tan tímida y modestamente me la dio, que quedé cautivado por la información y por el propio Teodoro, el cual me había tratado exactamente igual que si yo fuera una persona mayor.
De aquel primer encuentro salí convencido de que seguramente no nos volveríamos a ver, porque no era posible que un hombre tan omnisciente y famoso como él tuviera tiempo que perder con un mocoso de diez años. Pero al día siguiente me llegó un regalo de su parte, un pequeño microscopio de bolsillo, con una nota en la que me invitaba a tomar el té con él en su piso del pueblo. Allí le asedié a preguntas, recorrí sin aliento la enorme biblioteca de su estudio, y a través de los relucientes tubos de los microscopios me pasé horas y horas contemplando las extrañas y hermosas formas de fauna de charca que Teodoro, como un mago, parecía capaz de sacar por arte de birlibirloque de cualquier poza de agua sucia. Después de esa primera visita, le pregunté cautelosamente a Mamá si podría decirle que fuera a tomar el té con nosotros.
—No tengo inconveniente, hijo —dijo Mamá—. Pero espero que hable inglés.
La pugna de mi madre con la lengua griega era batalla perdida. Justamente el día anterior se había pasado una mañana agotadora preparando una sopa deliciosísima para el almuerzo, y, concluida la sopa a su entera satisfacción, la puso en la sopera y se la dio a la muchacha. Al mirarla ésta con gesto interrogante, Mamá echó mano de una de las pocas palabras de griego que había conseguido grabar en su memoria: «Exo», dijo, moviendo los brazos con firmeza; «exo». Siguió con sus guisos, y cuando volvió la cabeza fue en el momento justo para ver cómo la muchacha vertía las últimas gotas de sopa por el sumidero de la pila. No sin razón, aquel incidente le había hecho concebir serias dudas sobre su talento para los idiomas.
Respondí indignado que Teodoro hablaba un inglés excelente; si acaso, mejor que el que hablábamos nosotros. Tranquilizada, Mamá sugirió que le escribiera una notita invitándole para el jueves siguiente. Dos horas de agonía pasé vagueando por el jardín en espera de su llegada, asomándome cada pocos minutos por encima del seto de fucsias, presa de las más terribles emociones. Pudiera ser que no le hubiera llegado la nota. Pudiera ser que se la hubiera echado al bolsillo y la hubiera olvidado, y en aquel instante pasease su erudición por la punta más meridional de la isla. Pudiera ser que le hubieran llegado noticias acerca de mi familia y sencillamente no quisiera venir. Si fuera ésa la razón, decidí, no les perdonaría fácilmente. Pero por fin le vi llegar dando zancadas entre los olivos, enfundado en su pulcro traje de tweed, con el sombrero hongo bien calado, cimbreando el bastón y canturreando. Traía al hombro su bolsa de recolección, que era parte tan inseparable de su persona como sus brazos y sus piernas, porque rara vez se le veía sin ella.
Para mi satisfacción, el éxito de Teodoro entre la familia fue inmediato y clamoroso. Con fina modestia sabía hablar de mitología, poesía griega e historia veneciana con Larry, de balística y las mejores zonas de caza de la isla con Leslie, de buenas dietas adelgazantes y remedios para el acné con Margaret, y de recetas campesinas e historias de detectives con Mamá. La familia se comportó más o menos como yo me había comportado cuando fui a tomar el té con él: parecía una mina de información tan inagotable que la conversación fue un continuo bombardeo de preguntas, y Teodoro, sin esfuerzo, como una enciclopedia andante, daba respuesta a todas, salpicándolas, a mayor abundamiento, de juegos de palabras increíblemente malos y divertidas anécdotas sobre la isla y los isleños.
En cierto momento, y para indignación mía, Larry afirmó que Teodoro debía dejar de alentar mi interés por la historia natural, habida cuenta de que, según señaló, la villa era pequeña y estaba ya hasta los topes de todo tipo de bichos y sabandijas repugnantes que caían en mis manos.
—A mí no es eso lo que me preocupa —dijo Mamá—; es lo sucio que se pone. Créame, Teodoro, cada vez que vuelve de pasear con Roger tiene que cambiarse de arriba abajo. Yo no sé qué hace con la ropa.
Teodoro emitió un gruñidito de regocijo.
—Recuerdo una vez —empezó, echándose a la boca un trozo de bizcocho y mascándolo metódicamente, con la barba en punta y un brillo de satisfacción en la mirada— que iba yo a tomar el té con unos…, hum…, unos amigos de aquí de Perama. En aquella época andaba yo metido en el ejército, y estaba bastante orgulloso de mi reciente ascenso a capitán. Conque…, eh…, ya saben…, eh…, para lucirme me puse el uniforme, del cual formaban parte unas botas y unas espuelas muy relucientes. Pasé a Perama en el ferry, y según iba andando por ese pequeño trecho pantanoso que hay vi una planta que era nueva para mí. Conque me acerqué a cogerla. Y pisando lo que a mí me parecía…, ya saben…, terreno firme, de pronto me encontré con que me había hundido hasta el pecho en un lodo muy maloliente. Afortunadamente había un arbolito allí al lado, y…, eh…, conseguí agarrarme a él y salir. Pero hete aquí que estaba cubierto de lodo negro y pestilente de la cintura para abajo. El mar estaba…, eh…, estaba muy cerquita, conque… eh… pensando que sería mejor ir empapado de agua de mar limpia que rebozado en lodo, me metí y empecé a pasearme por el agua. Justo en ese momento pasaba un autobús por la carretera de arriba, y en cuanto que me vieron con la gorra y de uniforme, caminando por el mar, el conductor paró inmediatamente para que todos los viajeros pudieran…, eh…, contemplar mejor el espectáculo. Todos parecieron quedarse bastante estupefactos, pero aún fue mayor su asombro cuando salí del agua y vieron que hasta llevaba botas y espuelas.
Solemnemente, Teodoro esperó a que las carcajadas se apagaran.
—Yo creo —añadió, con expresión meditativa y entera seriedad—, yo creo que decididamente debilité su fe en la cordura del ejército.
Teodoro le cayó estupendamente a la familia, y desde entonces siempre fue a pasar por lo menos un día a la semana con nosotros, y a ser posible más, si conseguíamos apartarle de sus numerosas actividades.
Por entonces habíamos hecho ya incontables amistades entre las familias campesinas de la zona, gentes de tan vehemente hospitalidad que hasta el más breve paseo se prolongaba indefinidamente, porque en cada casita había que sentarse a beber un vaso de vino o comer fruta con los dueños y estarse allí las horas muertas. De manera indirecta aquello nos venía muy bien, porque cada uno de aquellos encuentros robustecía nuestro más bien precario dominio de la lengua griega, con lo que no tardamos en comprobar que habíamos avanzado lo bastante para sostener conversaciones muy complicadas con nuestros amigos campesinos.
Hasta que un día llegó el espaldarazo, el gesto que demostraba que habíamos sido aceptados por la comunidad en general: nos invitaron a una boda. Se casaba Katerina, la hermana de nuestra muchacha, María. Katerina era una moza voluptuosa, de ancha y deslumbrante sonrisa y ojos castaños, grandes y tiernos como flores de pensamiento. Alegre, provocativa y melodiosa como un ruiseñor, llevaba la mayor parte de sus veinte años partiendo corazones por la comarca; y al fin se había decidido por Stefanos, un apuesto mocetón en quien la mera visión de Katerina producía frenillo, tartamudez y amorosos sonrojos.
Pronto habíamos de descubrir que en Corfú la invitación a una boda era cosa muy seria. La primera celebración era la ceremonia de petición de mano: todos acudían a la casa de la novia con sus regalos, y ella les daba las gracias muy finamente y les hartaba de vino. Ya con la concurrencia convenientemente animada, los futuros esposos abrían la marcha hacia su futura casa, precedidos por la banda del pueblo (dos violines, una flauta y una guitarra) tocando alegres músicas, y seguidos por los invitados, cada uno de los cuales cargaba con su regalo. Los regalos de Katerina formaban un conjunto bastante variado. El más importante era una cama de matrimonio gigantesca, de latón, que abría el cortejo, acarreada por cuatro amigos de Stefanos. Detrás iba una hilera de invitados con sábanas, fundas de almohada, almohadones, una silla de madera, sartenes, garrafas de aceite y otros presentes por el estilo. Instalados los regalos en la nueva casita, brindamos todos a la salud de la pareja, calentándoles de ese modo su futuro hogar. Luego nos retiramos cada cual a su casa, ligeramente achispados, y esperamos el siguiente acto de la obra, que sería la boda en sí.
No sin cierta vacilación habíamos preguntado si podría asistir Teodoro con nosotros, idea que entusiasmó a la novia y a sus padres, pues, según nos explicaron con simpática franqueza, muy pocas bodas de la comarca podían presumir de tener entre los invitados a toda una familia inglesa y un médico de verdad.
Llegó el gran día. Ataviados con nuestras mejores galas, recogimos a Teodoro en el pueblo y bajamos hacia la casa de los padres de Katerina, que se alzaba entre olivos, asomada al mar radiante. Era allí donde tendría lugar la ceremonia. Al llegar nos encontramos en un hervidero de actividad. Los parientes habían acudido en burro desde aldeas situadas hasta a quince kilómetros de distancia. La casa aparecía enteramente rodeada de hombres vetustos y ancianas decrépitas, que sentados en corrillos tragaban vino en cantidad, entregados a un chismorreo tan incesante y animado como el que suelen traerse las urracas. Para ellos era un día grande, no sólo por la boda, sino porque, separados normalmente por distancias de hasta quince kilómetros, aquélla era probablemente su primera ocasión en veinte años de intercambiar noticias y chismes. La banda del pueblo desplegaba toda su potencia: gemían los violines, retumbaba la guitarra y la flauta lanzaba chillidos periódicos cual cachorrillo abandonado, y con ese fondo todos los invitados jóvenes bailaban bajo los árboles. Allí cerca, cuatro corderos en espitas chisporroteaban y crepitaban sobre una gran llamarada bermeja de carbón de encina.
—¡Ajá! —exclamó Teodoro, con la mirada encendida de interés—. Pues eso que están bailando es el baile de Corfú. Eso y la… eh… la tonada nacieron aquí en Corfú. Bueno, claro, no faltan autores que piensan que el baile…, o sea, los pasos… proceden de Creta, pero yo personalmente creo que es… hum… una invención totalmente corfiota.
Las muchachas, con vestidos de colorines de jilguero, giraban graciosamente formando una media luna, y ante ellas danzaba un joven moreno con un pañuelo carmesí, que avanzaba, brincaba, se retorcía y se doblaba cual gallito exuberante frente a su cortejo de gallinas admiradoras. Katerina y su familia se adelantaron a saludarnos y nos hicieron pasar al lugar de honor, una desvencijada mesa de madera vestida con mantel blanco, a la cual estaba ya sentado un magnífico sacerdote anciano que iba a presidir la ceremonia. Tenía anchuras de ballena, cejas blancas como la nieve y bigote y barba tan espesos y crecidos que casi todo lo que se le podía ver de la cara eran un par de ojillos chispeantes, negros como aceitunas, y una gran narizota de color vinoso. Al enterarse de que Teodoro era médico, el sacerdote, por pura bondad, pasó a describir con gráficos detalles los innumerables síntomas de las diversas enfermedades con que Dios había tenido a bien mortificarle, y al final del recitado se carcajeó ruidosamente del pueril diagnóstico de Teodoro, que apuntó que un poco menos de vino y un poco más de ejercicio aliviarían tal vez sus alifafes.
Larry echaba el ojo a Katerina, que enfundada en su blanco vestido de novia se había incorporado al círculo de danzantes. Bajo el apretado y blanco satén, el vientre de Katerina parecía más prominente y acentuado de lo normal.
—Si se descuidan —comentó Larry—, no llega a la boda.
—¡Calla, hijo! —susurró Mamá—. Algunos pueden saber inglés.
—Es un hecho curioso —dijo Teodoro, indiferente a la advertencia de Mamá— que en muchas de las bodas se encuentra a la novia en… eh… hum… en un estado similar. Aquí los campesinos tienen una mentalidad muy conservadora. Si un mozo corteja… eh… seriamente a una chica, a ninguna de las dos familias se le pasa por las mientes que no se case con ella. De hecho, si se le ocurriera… hum… en fin… plantarla, lo mismo su familia que la de la novia se le echarían encima. Esto crea una situación en la cual el muchacho que está cortejando a una chica se ve… eh… puesto en solfa, o sea, que todos los chicos de la comarca le toman el pelo, diciéndole que dudan de su… hum… capacidad como… hum… ya me entienden…, como padre en potencia. Y al pobre hombre le ponen en tal estado que casi se ve obligado a… eh… en fin… hum… a demostrar su valía.
—Muy imprudente, diría yo —dijo Mamá.
—No, no —le contestó Teodoro, tratando de corregir su acientífico planteamiento de la cuestión—. En realidad, se considera muy bueno que la novia esté embarazada. Eso demuestra su… hum… su fecundidad.
Al cabo el sacerdote alzó su vasta humanidad sobre sus pies gotosos y se abrió paso hasta la sala principal de la casa, ya preparada para la ceremonia. Una vez que el sacerdote estuvo dispuesto, Stefanos, que sudaba por todos sus poros, con un traje media talla más pequeño de lo debido y aspecto general de ligero estupor ante su buena fortuna, fue propulsado hacia la casa por una cuadrilla de jóvenes risueños y bromistas, mientras un grupo de jovencitas que parloteaban con voces chillonas hacían lo propio con Katerina.
La sala principal de la casa era extremadamente angosta, de modo que, una vez acoplada en ella la masa del sacerdote bien cebado, más todos los adminículos de su profesión, apenas quedaba el sitio justo para que la feliz pareja se colocara frente a él. Los demás tuvimos que contentarnos con mirar por la puerta o por las ventanas. La ceremonia fue increíblemente larga, y para nosotros incomprensible, si bien yo oí cómo Teodoro le traducía algunos trozos a Larry. A mí me pareció que entrañaba una cantidad verdaderamente innecesaria de salmodias, acompañadas de innumerables santiguamientos y la efusión de cataratas de agua bendita. Después había que sostener dos guirnalditas de flores, como aureolas gemelas, sobre las cabezas de Katerina y Stefanos, y, mientras el sacerdote seguía con su runrún, se las intercambiaban a ratos. Como hacía bastante tiempo que la gente que sostenía las guirnaldas no asistía a una boda, de vez en cuando interpretaban mal las instrucciones del sacerdote y se producía, por así decirlo, una colisión de guirnaldas sobre la pareja de contrayentes; pero al fin se intercambiaron los anillos y se colocaron en los morenos y encallecidos dedos, y Katerina y Stefanos quedaron legítimamente, y esperamos que irremediablemente, casados.
Durante la ceremonia había reinado un silencio casi absoluto, roto sólo en algún momento por el cacareo suelto y soñoliento de alguna gallina o el hipido estridente, instantáneamente reprimido, de algún niño de corta edad; pero al acabar la parte solemne del asunto volvió a estallar la fiesta. La banda sacó melodías más alegres y saltarinas del fondo de su repertorio; por todas partes brotó el jolgorio y la jarana; vaciáronse las botellas de vino con gorgoteo, y los invitados, acalorados y felices, danzaron en corro, dando vueltas y más vueltas con la inexorabilidad de las manecillas de un reloj.
Hasta pasadas las doce no acabó la juerga. Los invitados más ancianos se habían marchado ya a sus casas en sus lánguidos borricos. De las grandes fogatas, bajo los restos de los corderos, sólo quedaba un manto de cenizas grises salpicado aquí y allá de ascuas de color granate. Tras una última copa con Katerina y Stefanos, partimos soñolientos, por los olivares que plateaba una luna grande y blanca como una magnolia. Los autillos se llamaban con lamentoso gemido, y a nuestro paso alguna que otra luciérnaga nos hacía un guiño verde esmeralda. El aire cálido olía al sol del día, a rocío, a cien esencias de hojas aromáticas. Con el contento y el sopor del vino, creo que en aquella marcha entre los grandes olivos retorcidos, atigrados por la luz de la luna, todos nos sentimos arribados a puerto y aceptados por la isla. Bajo la mirada blanda y serena de la luna, éramos ya corfiotas bautizados. La noche era espléndida, y con la mañana se abriría para nosotros otro día dorado. Era como si Inglaterra no hubiera existido nunca.

Gerald Durrell
Bichos y demás parientes
Trilogía de Corfú 

Segunda parte de la célebre trilogía de Corfú —iniciada con Mi familia y otros animales y concluida con El jardín de los dioses—, Bichos y demás parientes prosigue la crónica de la estancia de Gerald Durrell y su familia en la isla mediterránea, así como la narración autobiográfica, sembrada de divertidas anécdotas, de una infancia envidiable, con el campo y el mar como única escuela, y sin más clave de explicación de la alarmante racionalidad de los seres humanos que la que proporciona la contemplación atenta y curiosa de esos «parientes» supuestamente irracionales que son los miembros de la familia animal.

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