Y una vez más le contó a Carlos la historia que tanto le ofendía. Desde su arribada de Burdeos, en cuanto Castro Gomes se hubo instalado en el Hotel Central, él había pasado a dejar su tarjeta dos veces, la última a la mañana siguiente de la cena de Ega. Pues bien, ¡el señor aún no se había dignado agradecer la visita! Luego, ellos se habían ido a Oporto. Allí, mientras se paseaba a solas por la Praça Nova, los caballos de una calesa se habían desbocado con dos señoras gritando; Castro Gomes se había lanzado a atrapar el freno, pero los caballos le habían repelido contra las verjas y se había dislocado un brazo. Se tuvo que quedar en Oporto, en el hotel, cinco semanas. Él, sin demora (siempre con el ojo puesto en la mujer) le había enviado dos telegramas: uno de condolencia, lamentando el accidente; otro de demostración de interés, pidiendo noticias. ¡Y ni a uno ni a otro había respondido el muy bestia!
—¡Increíble! —exclamaba Salcede paseándose por la terraza y recordando tamañas injurias—. Pero ¡me las pagará!… Aún no he pensado cómo, pero le va a costar caro… ¡Yo desconsideraciones no admito! ¡A nadie!
Y ponía ojos amenazadores. Desde el lance en el Grémio, en que el raquítico despavorido se había achantado, Dâmaso se había vuelto feroz. A la menor ya hablaba de «partir caras».
—¡A nadie! —repetía, con los pulgares tironeando del chaleco—. Desconsideraciones ¡a nadie!
En aquel preciso instante se oyó adentro, en el despacho, la voz rápida de Ega, y casi de inmediato apareció en la terraza, con prisa y como descompuesto.
—¡Hola, Dâmasozinho!… Carlos, ¿tienes un momento?
Bajaron al jardín, deteniéndose junto a los ciclamores en flor.
—¿Tienes dinero? —le preguntó Ega ansiosamente.
Le contó su terrible apuro. Tenía una letra de noventa libras que vencía al día siguiente. Y además, le debía veinticinco libras a Eusèbiozinho, el cual se las había reclamado en una carta indecente. Era excesivo…
—Quiero pagar a ese canalla. Y cuando le vea, le pegaré la carta a la cara con un escupitajo. Y por si fuera poco, ¡la letra! Y todo lo que tengo son quince tostones…
—Eusèbiozinho es un hombre de orden… En fin, necesitas ciento quince libras —dijo Carlos.
Ega dudó, un poco ruborizado. Ya le debía dinero a Carlos. ¡Siempre se dirigía a él, como a un cofre inagotable!…
—No, con ochenta basta. Empeñaré el reloj, y el abrigo, que ya no hace frío…
Carlos sonrió y subió al cuarto a extender un cheque, mientras que Ega buscaba con todo cuidado un bonito botón de rosa que ponerse en el ojal. Carlos no tardó en volver, cheque en mano: ciento veinte libras, para que Ega estuviese cubierto.
—¡Que Dios te bendiga! —dijo el otro guardándose el papel con un suspiro de manifiesto alivio.
José María Eça de Queirós, Los Maia, Episodios de la vida romántica,
Los Maia es una de las obras más conocidas del escritor portugués Eça de Queirós. Su primera edición se realizó en Oporto en 1888. La obra cuenta la historia de la familia Maia a lo largo de tres generaciones. Los Maia relata la historia del deterioro de una gran familia portuguesa a través de dos de sus miembros: el viejo Afonso de Maia, el patriarca y un hombre admirado y su nieto, el joven Carlos de Maia, idealista, diletante y romántico, representante de la elegancia finisecular y auténtico protagonista del relato. Al hilo del desprendimiento, de la conclusión del tiempo y de un modo de vida, los personajes viven su tiempo y su vida y la novela escenifica los ritos del amor (y del escondido sexo burgués del siglo XIX, de adúltero o de pago).
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