En los simones del verano, el paseo más soñador, y más en un gran lago, que se puede uno dar es por el Prado. En los simones del verano, con sus cocheros de sombrero de jipijapa, pasan los señores con el sombrero quitado, disfrutando atrozmente del espectáculo, explayándose, mirando al cielo. (A veces el simón resulta, por la piel de su capota y por todo, una bota vieja de elástico).
(“Fígaro” escribió el primero con el tono que después se ha repetido mucho, aunque nunca lo bastante ni con la suficiente originalidad.
Hasta cuando apenas se le ha leído, hay una cierta telepatía extraña, por la que al repasar la historia literaria es su figura la que se muestra entera, cabal, no abrumada por el talento humano, sino llevándolo con ligereza y haciéndolo compatible con la necesidad de vivir la ciudad y la vida. La ponderación de ese hombre nos subyuga. Es el arquetipo de nuestro ideal lógico, sencillo y caballeresco.
Oímos, como si fueran palabras latentes en el ambiente de nuestra ciudad castellana, las palabras de “Fígaro”. Siento que antes de haberle leído tenía yo ya de pequeño el mismo concepto que hoy tengo de sus artículos y de sus palabras. Diríamos que su obra es más caudalosa en el espacio que en sus libros, y que nos habla con la misma persuasión que en su mejor artículo. Hay en él una amistad y una construcción inacabable en el buen juicio, hasta sobre los casos de nuestro tiempo).
La gracia del paseo de las estatuas del Botánico tiene la gracia que no tiene el del Retiro, cuyas estatuas son gigantescas, hinchadas como estatuas de nieve, inacabadas y terribles. Por el contrario, las estatuas del Botánico son admirables, humanas y sencillas, como si fuesen antiguos transeúntes convertidos en estatuas de piedra. La estatuaria ha sido corrompida en Madrid por las grandes estatuas de la plaza de Oriente y del paseo de las estatuas; hechas para estar en lo alto del Palacio Real, fue transformado su destino y colocadas en lo bajo; eso ha corrompido el sentido de la estatua ligera y delicada, que hasta un mal escultor puede hacer si la hace a proporción.
Erigidos como en un cementerio, está primero Quer, el célebre médico y naturalista que escribió una flora española; después, Clemente, con su capa amplia, la gran capa magnífica del tiempo del gran sombrero de copa, también magnífico (Clemente tiene un tipo romántico, y en el zócalo de su estatua vi un día escrito el nombre de Narciso). Lagasca, el primer botánico del pasado siglo, que se quejaba de que no había grandes estanques en el Botánico para estudiar la flora acuática, y Cabanilles, el célebre autor del célebre artículo “España de la Enciclopedia” y el que clasificó el penacho florido de la “Esteparri Statice”.
Todos erguidos, satisfechos entre sus flores, las flores de su vida, llevan alguno babero y todos chalecos con florecitas, pues ellos son los que inventaron esos chalecos, primeramente en Suiza, la patria del inefable botánico Rousseau, allí donde todos llevan un “saquito de mano” de herbolario.
La elegancia del siglo XVIII fueron, sobre todo, los botánicos los que la llevaron mejor, con la ingenuidad con que se debe llevar la elegancia.
Separado de esas estatuas, en pie, hay en el fondo un busto de don Mariano de la Paz.
Ahora veamos los árboles: sus cartelas son como las que llevan los ciegos, y las que están más a ras del suelo, sobre una pequeña varita, señalando el sitio de las plantas raseras, parecen pequeños epitafios de un cementerio profano y, en la hora de la primavera y de los pájaros, pequeños atriles de su música, en los que parece que gastan bromas que les resultan muy pesadas a los botánicos, cambiando con sus picos las de un lado a otro, como esos pájaros de las adivinadoras que copen el papelito de la suerte y lo trasladan.
Después de los cipreses, claro está, esos cipreses “cupresus piramidalis”, que parecen abonados con huesos humanos para su mayor esplendor y que dan carácter de cementerio al Botánico, se destacan los almeces, gran les como elefantes en pie (Los almeces se ve que han querido ser elefantes, que estuvieron cerca de serlo y no pudieron realizar su ideal).
Ramón Gómez de la Serna, El paseo del Prado,
En muchos libros de su inabarcable obra, Ramón Gómez de la Serna nos ha ido descubriendo, con afán de coleccionista y vivificador, el Madrid de principios de siglo, sus rincones, sus calles, sus tipos…
Inicialmente publicado con el título El Prado como epílogo de la biografía de Mariano José de Larra escrita por Carmen de Burgos (1919), y más tarde incluido en Elucidario de Madrid (1931), nos muestra un fervoroso itinerario histórico por el paseo del Prado.
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