El rey se divierte

EL REY SE DIVIERTE
 (Extracto de un documento histórico)
El año 1680 deseó Carlos II de Austria, rey de España, presenciar un Auto general de fe. Tenía entonces diecinueve años.
Don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Oviedo y Plasencia, consejero real y de la Junta de gobierno durante la minoría del príncipe e inquisidor general del reino, aplaudió aquella idea del joven rey, y quedó en avisarle tan luego como se reuniese una buena colección de reos que castigar.
No se hizo esperar esta coyuntura.
Diéronse prisa todos los tribunales, y a fines de abril había ya gran número de causas sentenciadas, y otro no menos cuantioso de herejes, presos en las cárceles de la Inquisición de la corte, de Toledo y de otros puntos de la Monarquía.
Enterado el rey, y perseverando en presenciar el Auto general, dispuso que se verificase en Madrid y a su vista, señalando el día 30 de junio como el más a propósito, por ser la Conmemoración de San Pablo.
Desde aquel momento empezaron a llegar a Madrid, a la caída de la tarde, unos grandes coches de luto, escoltados por soldados y clérigos.
El pueblo adivinaba lo que contenían, y se regocijaba anticipadamente con la esperanza del 30 de junio.
Aquellos carruajes transportaban reos desde los tribunales más remotos del reino a la gran hoguera que se preparaba al pie del trono de Carlos.
Entretanto, el duque de Medinaceli, primer ministro, era invitado y se prestaba a llevar la cruz verde; disponíase el teatro en la Plaza Mayor; se verificaba una procesión solemne para pregonar la proximidad del Auto, y concedíanse indulgencias a los que asistiesen a él…
El teatro, preparado en pocos días por don Fernando Villegas, era soberbio.
Constituíanlo:
Un tablado de 13 pies de alto, 190 de largo y 100 de ancho.
Dos altísimas escalinatas que bajaban a él.
Doseles para las corporaciones.
Jaulas para los reos.
Mesas para los secretarios.
Púlpitos y tribunas para los sacerdotes.
Altares para las ceremonias religiosas.
Reposterías para los inquisidores que fuesen molestados por el hambre.
Y puestos de guardia para vigilar a los sentenciados.
Para intimidar y sujetar al pueblo no se preparó ninguna fuerza armada. Sabíase que el pueblo no se indignaría, sino que se holgaría muy mucho con el Auto de fe.
Dispúsose un balcón para el rey en la casa del conde de Barajas, que venía a caer en medio del testero principal del teatro.
El brasero se preparó en la puerta de Fuencarral, a la vera del camino y a unos trescientos pasos del muro. Todavía es fácil hallar el sitio.
A las tres de la tarde de la víspera del gran día salió una solemne procesión, que duró hasta las doce de la noche; diose de cenar a los reos, y reunióse el Santo Tribunal para estar en vigilia hasta la mañana siguiente.
Presentóse a Carlos II un haz de leña. El rey se lo mostró a la reina, y después de haberlo tenido en sus manos largo tiempo, ambos esposos lo dieron al duque de Pastrana, con recomendación de que fuese el primero que se echase en la hoguera.
Entretanto, se hacía en estos términos la notificación a los reos:
«—Hermano. (¡Hermano!) Vuestra causa se ha visto y comunicado con personas muy doctas de grandes letras y ciencias, y vuestros delitos son tan graves y de tan mala calidad, que, para castigo y ejemplo de ellos, se ha fallado y juzgado que mañana habéis de morir; preveníos y apercibíos; y para que lo podáis hacer como conviene, quedan aquí dos religiosos.»
Esta intimación se hizo a veintitrés condenados.
A los que no debían sufrir la muerte se les notificó la sentencia en muy semejantes términos.
De este modo amaneció el 30 de junio.
A las tres de la madrugada vistióse a los reos.
A las cinco almorzaron.
En seguida se les formó en procesión.
Eran ochenta y seis.
Iban además otros treinta y cuatro en estatua, por haber muerto o estar prófugos.
Las estatuas que representaban muertos llevaban en sus brazos una caja con los huesos de los seres de quienes eran efigie.
En el pecho de todos se leían sus nombres con grandes letras.
De los ochenta y seis reos vivos, iban veintiuno con coroza y sambenito.
Eran los condenados a relajar, esto es, a morir.
Faltaban dos para el número «veintitrés», que anunciaba el programa; pero esto consistía en que aquella mañana se había conmutado la pena a dos mujeres en pago de ciertas revelaciones que habían hecho a la Inquisición.
De los veintiún reos condenados a la hoguera, doce llevaban esposas y mordaza.
Entre estos mismos veintiuno había seis mujeres.
La edad de las mujeres era: treinta, veinticuatro, cincuenta y dos, cuarenta y tres, sesenta, veintiún años.
Su crimen, ser judaizantes.
Tres de ellas llevaban mordaza.
La edad de los hombres era: veintiséis, veinticinco, cincuenta y dos, sesenta y cinco, treinta, treinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta y seis, veinticuatro, treinta y ocho, treinta y tres, treinta y ocho, veintisiete, veintiocho años.
Algunos eran médicos, la mayor parte comerciantes, y casi todos portugueses.
Su crimen, ser judaizantes.
De estos veintiuno destinados a ser quemados en persona, había unos que sufrirían primero la pena de garrote y otros que arderían vivos.
Además debían ser quemadas treinta y dos estatuas de las treinta y cuatro referidas.
Veintidós de ellas representaban fugitivos.
Las otras diez, difuntos.
De estos diez difuntos, siete habían muerto en las cárceles secretas de la Inquisición.
De ellos eran los huesos que llevaban algunas estatuas en las susodichas cajas, para ser también reducidos a cenizas.
Entre las estatuas las había de ambos sexos y de todas edades.
Hasta aquí los condenados a relajar.
Los sentenciados a vergüenza pública y azotes por las calles, fueron seis.
Entre ellos contábanse dos mujeres, ambas de treinta y cuatro años.
Los hombres eran: un sastre tullido que pedía limosna; un joven carpintero, un italiano de veintinueve años y un vaquero que se había casado dos veces, por lo cual recibiría doscientos azotes y sería desterrado por diez años, cinco de ellos en galeras, al remo y sin sueldo.
Los condenados a destierro y cárcel perpetua eran veinte.
Entre ellos había doce mujeres.
Sus edades: dieciocho, treinta y nueve, cuarenta, treinta y cuatro, treinta, catorce, veinticinco, cincuenta, setenta y seis, diecisiete, veinticinco años.
En pos de los reos iba muy larga comitiva, compuesta de todas las corporaciones, autoridades, comunidades y órdenes de la corte.
Esta procesión paseó por las principales calles de Madrid, entre un gentío inmenso que daba grandes muestras de regocijo.
A las nueve llegó el cortejo a la Plaza Mayor.
El rey esperaba ya en el balcón del conde de Barajas.
Principiaron las ceremonias.
El rey juró al Inquisidor general defender y proteger el Santo Oficio.
El pueblo juró delatar a todos los enemigos de la Fe, sin distinción de clase ni consideración de parentesco.
Al momento empezó la misa.
Hubo sermón.
A las cuatro se acabaron de leer las causas de los relajados, y en seguida los condujeron al brasero.
El rey permaneció en la plaza hasta que se vieron los demás procesos.
Hubo exorcismos, abjuraciones y conjuraciones.
Después se cantó el Veni Creator, etc.
Carlos II temblaba alguna vez que otra, al decir del documento que extractamos.
A las nueve y media de la noche concluyó la misa.
Su Majestad preguntó a los inquisidores si aún tenía que permanecer allí…
Se le contestó que no, y regresó en el acto a su palacio.
Había estado doce horas en el balcón, sin comer, sin hablar, sin moverse, como un cadáver…
Pero la Inquisición no había terminado todavía.
Empezóse una nueva procesión que duró toda la noche.
Al día siguiente fueron sacados a la vergüenza pública los demás reos, quienes, después de ser azotados, apedreados y silbados por el público, volvieron a su encierro para siempre.
En cuanto a los relajados, no quedó de ellos otra cosa que un montón de cenizas junto a la puerta de Fuencarral.
Almería, 1854.

Pedro Antonio de Alarcón
Historietas nacionales

Novelas cortas

Segunda serie de las Novelas cortas de Pedro Antonio de Alarcón, ésta dedicada a relatos de carácter épico. La mayoría pertenecen al periodo de la Guerra de la Independencia, pero también los hay sobre bandoleros, hechos de las guerras carlistas o hazañas de los descubridores. Se trata narraciones breves, que confían, sobre todo, en atrapar la atención del lector y conducirle rápidamente hacia un final que le sorprenda. Abunda el recurso al humorismo y a lo sentimental, y resultan de lectura fácil y muy amena.


Esa tendencia abominable

Esa tendencia abominable
No es la primera vez que escribo de esto y me temo que no será la última, dado que la abominable tendencia, lejos de remitir, no hace sino ir en aumento e invadir todos los campos. Empezó siendo algo propio del deporte. En cuanto un compatriota gana algo, lo primero que hacen prensa y buen número de aficionados no es felicitarlo y congratularse, sino preguntarle por la próxima hazaña, como si la que acaba de lograr, por ya lograda, no valiera de nada. Una vez más lo vimos hace poco, cuando Nadal obtuvo su noveno título de Roland Garros, algo que ningún tenista había conseguido nunca.
Sí, claro, hubo unos parabienes someros y una hinchazón de elogios huecos, pero en seguida se pasó a pedirle un décimo campeonato dentro de un año; a hacer cálculos sobre si podría, con la edad que tiene, alcanzar las suficientes victorias en torneos de Grand Slam como para batir el récord de Federer, que ha acumulado diecisiete (mientras que Nadal «sólo» lleva catorce). Otro tanto sucedió con el Real Madrid cuando se alzó con su décima Copa de Europa, doce años después de la novena. Los periodistas e hinchas imbéciles, los que jamás hacen nada de mérito, tardaron unos diez minutos en agobiar a los jugadores inquiriéndoles por la undécima. Así ocurre casi siempre. Estoy harto de ver a ciclistas que llegan muertos a la meta tras vencer en un Tour o en un Giro, a los que, sin dejarles ni recobrar el aliento, una pandilla de cretinos con micrófono azuzan: «Qué, y ahora a por el siguiente, ¿no?». Me maravillan la educación y la paciencia de la mayoría de deportistas, que en lugar de mandarlos a la mierda (lo que se merecen), dan un sorbo a una botella y contestan a duras penas lo obvio: «Bueno, vamos a disfrutar un poco de este triunfo». Si yo fuera uno de ellos estaría seguramente en la cárcel, tras haber estrangulado a algún reportero con el manillar de la bici.
Cuando ustedes lean esto habrá terminado la fase de grupos del Mundial de Brasil, y se sabrá qué ha sido de la selección. Yo lo escribo poco después de su derrota por 1-5 ante Holanda, la cual ha llevado a medio país a escarnecer a Del Bosque y a sus futbolistas, a jubilarlos a todos, a hablar de humillación, ridículo mundial y demás exageraciones. Lo que no veo es que nadie se haya parado a pensar lo que yo pensé en cuanto acabó ese partido y empezaron a correr los comentarios del tipo: «Holanda y Robben se vengan con saña». Porque veamos, ¿ustedes creen que Robben y cualquier holandés no habrían firmado gustosos ganarle a España la Final de 2010 en Sudáfrica, por 1-0 y en la prórroga, y a cambio perder por 1-5 el primer encuentro del Mundial siguiente, el actual de Brasil? A mí no me cabe duda de que sí. Aquel partido de cuatro años atrás suponía un título, el mayor entre selecciones, mientras que el de ahora son sólo tres puntos, con posibilidad de enmienda. Vencer en aquella Final significaba que España pasase a engrosar la exigua lista de naciones que alguna vez han sido Campeonas del Mundo, algo que aún le falta a Holanda, con sus tres finales perdidas a lo largo de la historia. ¿Creen que Holanda y Robben estaban en condiciones de «vengarse»? Por seguir con el término, la única «venganza» posible por la pérdida de un título es un enfrentamiento en el que ese mismo título esté otra vez en juego. Y no ha sido el caso.
A Del Bosque y a esos jugadores ahora execrados se les debería tener un agradecimiento inamovible. Aunque hayan sido eliminados a las primeras de cambio —espero que no, lo ignoro— y con tres goleadas. Da lo mismo. Hay cosas tan difíciles y admirables que bastan para justificar una existencia, y nada puede anularlas. La última novela que publicó García Márquez en vida, Memoria de mis putas tristes, era bastante irrisoria y cursi, aunque los críticos no se atrevieron a decirlo y la pusieron por las nubes. Pero ese borrón ni salpicó al autor: diez novelas igual de malas no habrían menoscabado El amor en los tiempos del cólera ni Crónica de una muerte anunciada. Quien las escribió merece gratitud y admiración infinitas. Flaubert publicó muy pocas novelas, pero bastan dos de ellas para que conserve hasta el final de los libros un lugar de honor en la historia de la literatura. Ahora hay la abominable tendencia a considerar que sólo cuenta el presente. O ni siquiera: lo venidero. Así, de un escritor que ha hecho obras maestras se exclama con alborozo «Está acabado» si las más recientes no llegan a tanto. Como si Shakespeare o Conrad, Cervantes o Faulkner hubieran estado siempre a la misma altura (todos tienen algún patinazo, pero eso, al lado de sus cimas, no importa nada; son éstas las que continúan iluminando a una generación tras otra, y van unas cuantas).
Los futbolistas de la selección han ganado dos Eurocopas y un Mundial seguidos. ¿No basta? No, en este país estúpido, deshonesto, perezoso y desagradecido no basta. Aquí nunca nada es suficiente, ni siquiera lo que acaba de acontecer, que se ve ya como «pasado». La maldita pregunta «¿Para cuándo la próxima?» delata a una sociedad insaciable, es decir, descontenta consigo misma y mezquina con casi todos. Si cada uno hiciera lo suyo con honradez y competencia —lo suyo modesto y anónimo—, probablemente no habría tanto desprecio ni tanta ansia de revancha contra los que destacan. Parece que aquí nada brindara más placer que ver a los mejores «darse el batacazo», desprestigiados y caídos.

Javier Marías. 29 de junio de 2014.


Javier Marías
La zona fantasma, 2014
Artículos


Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical de «El País» durante 2014. El contenido se ha obtenido a través de javiermariasblog.wordpress.com

Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.

Pero Paulina no había de recelar de ese menaje que volvería para siempre a la casa originaria de los Galindo.
En el «Olivar» les esperaban los muebles suyos: las cómodas de olivo, los armarios de ciprés, los lechos de columnas de caoba, los candelabros de roca, los espejos románticos, las consolas, los relojes, los alabastros… Y según iba recordando sus contornos, sus calidades, y pronunciándolo, adquirían configuraciones y semblante de vacilación. Todo aquello y los muros y envigados de los ámbitos de la casona y los árboles, la tierra y el aire y el silencio, todo pertenecía a su legítimo pasado, a su sangre y, por tanto, a su hijo; todo estuvo aguardando la felicidad de la heredera desde antes que ella naciese. Y todo quedó en un olvido de repudio por la voluntad de don Álvaro, el amo nuevo. El «Olivar» se desaromó de su recogimiento; se cerró el casalicio, fraguándose el ambiente del desamparo, conformándose en la desgracia. ¿Se despertaría jubiloso ahora, uniéndose a una súbita felicidad que no era de allí?
Paulina se asomó al balcón para ver Oleza, verlo todo sin la vigilancia de Elvira.
Palacio de Lóriz, la catedral, los campanarios, las azoteas, los palomares, Oleza, también toda Oleza, se quedó mirándola con asombro: «¿De veras que ya está decidida vuestra felicidad? ¿No tiene eso remedio? ¿Entonces no servirá de nada lo pasado, lo padecido, lo deshecho? ¿Qué servirá para la plenitud de vuestro goce? No sabemos. Todavía no sois sino lo que fuisteis, y la prueba te la da tu memoria ofreciéndote como un perdido bien aquel “Olivar” de tu infancia y aquella felicidad que te prometías bajo los rosales. ¿Te bastará la improvisada felicidad de rebañaduras? Resultasteis desgraciados; una lástima, pero así era. ¿Vais ahora a dejar de ser lo que sois? ¿Y nosotros, y todos?».
Pero Paulina no había de atender sino a su vida. La felicidad no era un propósito de la juventud. Y se internó en sí misma, escuchándose transverberada por los ojos, por las palabras, por el silencio de su esposo y de su hijo. En aquellos días, ¡qué pasmo, qué corazón asustado delante de la felicidad! ¡Cómo sería esa felicidad, una felicidad que, para serlo, había de desvertebrarse de la felicidad que cada uno se había prometido!
Y una tarde paró en el portal la vieja galera, la misma galera en que vino don Daniel todos los 28 de junio para comer con su prima doña Corazón y asistir a las horas canónicas de la vigilia de San Pedro y San Pablo, la misma galera que trajo a Paulina para su boda en el alba del 24 de noviembre, día de San Juan de la Cruz. También era de noviembre aquella tarde. Se cerró la cancela y la puerta. Y en los ladillos de badana del carruaje se acomodaron Paulina, don Álvaro y su hijo. Casi a la vez se soltaron tres toques de la espadaña de Palacio. Se puso a retumbar un campanón obscuro, siempre dormido en su alcándara de la catedral; luego se removió todo el campanario, y a poco cabeceaban las campanas de las parroquias, de la Visitación, de Santa Lucía, de San Gregorio, de «Jesús», de los Calzados, del Seminario, de los Franciscos… Y el campaneo se volcaba roto en las calles, en las rinconadas, en las azoteas, en los huertos, en el río… Todas las campanas doblaban por el obispo, que acababa de morir.
Paulina, don Álvaro y su hijo se persignaron, y siguieron silenciosos, sin mirarse, camino de la felicidad.

Gabriel Miró
El obispo leproso


Nuestro padre San Daniel (1921) y El obispo leproso (1926) constituyen las dos partes de una novela en la que se nos muestra la vida y la muerte de una ciudad levítica, Oleza, trasunto de Orihuela, a finales del siglo XIX, y las pasiones, las crueldades, los amores, los odios, los sacrificios y los heroísmos de sus habitantes. La magistral prosa de Miró intensifica esta honda meditación, realizada con lucidez y amor, sobre la condición humana, el poder transformador del tiempo y la búsqueda de la felicidad, dando cuerpo a un mundo complejo y denso, percibido y gozado con demoradad sensualidad mediante los cinco sentidos. El propósito mironiano de «decir las cosas por insinuación» afecta a todos los estratos de la novela, y sitúa al escritor alicantino entre los más radicales renovadores de un género que, en aquellos años, estaba sufriendo profundos cambios. Esta novela original y deslumbrante, profunda y emotiva, viene a ser la culminación de la novelística de Gabriel Miró y una de las obras maestras de la novelística española.
La unidad de la obra reside en el especial tratamiento temporal y la organización del texto, con una trama desarrollada entre la llegada y la muerte del obispo. El motivo del ferrocarril, metáfora de modernidad durante el siglo XIX, desencadena la lucha entre tradicionalistas y liberalistas. No es una simple censura de la vida provinciana. Nos encontramos con varias dialécticas: lo tradicional frente a lo liberal, el amor frente al egoísmo, el principio de autoridad frente al instinto. El tema de la profunda tristeza que imprimen los deseos insatisfechos vertebra todo el libro.
En El obispo leproso, donde se desarrollan todos los motivos sociales, el autor se distancia de la linealidad en que se desenvuelve Nuestro Padre San Daniel, la primera novela del ciclo de Oleza, para abordar una estructura más compleja, donde domina lo narrativo sobre lo descriptivo en un discurso literario presidido en todo momento por la riqueza y extraordinaria originalidad de la palabra mironiana.
Por extraño que pueda parecernos ahora, en su momento ambas novelas fueron vistas con escándalo.


—¿Juega usted al fútbol, cadete Biegler?

El capitán Sagner se acercó al cadete Biegler y después de leer todo esto le preguntó por qué lo había escrito y qué significaba. El cadete Biegler contestó con sincero entusiasmo que cada uno de estos títulos significaba un libro que escribiría. Tantos títulos, tantos libros.
—Me gustaría que si caigo en la lucha quedara un recuerdo mío, mi capitán. Mi ejemplo es el profesor de alemán Udo Kraft. Nació en 1870, se alistó voluntario en la guerra y cayó en Anloy el 22 de agosto. Antes de morir publicó un libro: «Autoeducación para morir por el emperador».
El capitán Sagner condujo al cadete Biegler a la ventana.
—Enséñeme que más tiene, cadete Biegler. Su actividad me interesa sobremanera —dijo con ironía—. ¿Qué es ese cuadernillo que lleva escondido en la camisa?
—No es nada, mi capitán —contestó el cadete Biegler ruborizándose como un niño—. ¿Quiere convencerse?
El cuadernillo llevaba el título:
Esquema de las batallas más notables y famosas de los guerreros del ejército austrohúngaro basado en los estudios históricos recopilados por el real e imperial oficial Adolf Biegler. Notas y aclaraciones del real e imperial oficial Biegler.
Estos esquemas eran extraordinariamente sencillos. De la batalla de Nórdlingen del 6 de septiembre de 1634 se pasaba a la de Zenta de 11 de septiembre de 1697, a la de Caldiera el 31 de octubre de 1805, a la de Aspern el 22 de mayo de 1809 y a la popular batalla de Leipzig del año 1813, la de Santa Lucía en mayo en 1848 y la de Trautenau el 27 de junio de 1866 hasta la conquista de Sarajevo el 19 de agosto de 1878.
Los esquemas y esbozos de los planos de cada una de estas batallas eran todos iguales. El cadete Biegler había dibujado en todas unos rectángulos abiertos por un lado. Los rectángulos cerrados representaban al enemigo. En los dos lados había un ala izquierda, un centro y un ala derecha. Por detrás corrían las reservas y los caballos. Tanto la batalla de Nórdlingen como la de Sarajevo se asemejaban a los jugadores colocados al empezar un partido de fútbol y las flechas parecían indicar el lugar al que un equipo y otro tenía que enviar la pelota.
—¿Juega usted al fútbol, cadete Biegler?
Biegler se ruborizó aún más y pestañeó nerviosamente de tal forma que dio la impresión de que estaba haciendo un gran esfuerzo por contener las lágrimas.
El capitán Sagner sonrió y siguió hojeando el cuadernillo. Al llegar al esquema de la batalla de Trautenau durante la guerra austro–prusiana se detuvo. El cadete Biegler había escrito: «La batalla de Trautenau no hubiera debido ser librada pues la zona montañosa impedía el avance de las divisiones del general Mazzucheli, que se veían amenazadas por las columnas prusianas. Éstas se encontraban en las alturas que rodeaban el ala izquierda de las divisiones austríacas».
—Usted opina que la batalla de Trautenau sólo hubiera debido librarse si Trautenau hubiera estado en una llanura —dijo sonriendo el capitán Sagner mientras devolvía el cuadernillo al cadete Biegler—. Cadete Biegler es muy hermoso por su parte que durante su breve permanencia en las filas del ejército se esfuerce por penetrar en el campo de la estrategia. Sólo sucede que su caso es como el de los muchachos que juegan a soldados y se dan el título de general. Se ha hecho ascender rápidamente. ¡Qué felicidad, real e imperial oficial Adolf Biegler! Antes de llegar a Pest será usted mariscal de campo. Hace dos días todavía pesaba pieles de vaca en su casa, real e imperial oficial Adolf Biegler. ¡Pero hombre, si no es ningún oficial! Usted es cadete. Está entre alférez y suboficial. Está tan lejos de ser oficial como el cabo que en el restaurante se hace llamar sargento de la plana mayor.
—Oye, Lukasch —dijo dirigiéndose al teniente—, el cadete Biegler está en tu compañía de manera que adiéstralo. Se firma oficial. ¡Qué se lo gane en el combate! Cuando realicemos un ataque a fuego de tambor él cortará las alambradas con su pelotón, el buen mozo. A propósito, recuerdos de Zykan. Es comandante de la estación de Raab.
El cadete Biegler vio que su conversación había terminado, saludó y colorado como un tomate se fue al final del vagón, abrió la puerta del retrete como si estuviera sonámbulo y mientras leía el cartel escrito en alemán y en húngaro «sólo se permite utilizar el retrete mientras el tren esté en marcha» empezó a lloriquear. Luego dejó caer los pantalones y secándose las lágrimas apretó. Después utilizó el cuadernito que llevaba el título «Esquema de las batallas más notables y famosas de los guerreros del ejército austrohúngaro basado en los estudios históricos recopilados por el real e imperial oficial Adolf Biegler», el cual desapareció con gran deshonra por el agujero, cayó en la vía y fue dando vueltas bajo el veloz tren militar.
En el lavabo el cadete Biegler se lavó sus enrojecidos ojos y salió al pasillo con el propósito de ser fuerte, tremendamente fuerte. Desde la mañana le dolían ya la cabeza y el vientre.

Jaroslav Hasek
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk


Las aventuras del valeroso soldado Schwejk es, tal vez, la obra de la literatura checa más conocida fuera del país, ya que al poco de ser publicada se tradujo a varios idiomas y fue objeto de adaptaciones teatrales y cinematográficas. Constituye una sátira mordaz y divertida contra lo absurdo de las guerras. Su protagonista, Schwejk, con astuto desamparo y ladina sandez, libra su guerra privada contra la maquinaria militar como un Sancho Panza de la Primera Guerra Mundial, y empleando la estupidez como refinamiento se transforma en un estratega capaz de desarmar a quien sea. En una serie de divertidos episodios y en el trato con sus múltiples y siempre limitados superiores, Schwejk cumple su deber de obediencia de tal manera que todas las órdenes llevan al absurdo y deja en ridículo a las autoridades reconocidas.

—¡Oh! —he dicho, y he salido de la habitación dejando a mi dama de una vez por todas. Y no lo siento.

26 de junio
… He depositado el volumen sobre la repisa de la chimenea como si fuera un frasco de medicinas recién salido de mi botiquín y me he puesto a reconvenirla y a exponer mi punto de vista, como si ella fuera la enferma y yo el médico… Parecía un poco molesta por mi actitud proselitista y ha simulado estar muy preocupada… o, por lo menos, poco interesada en mi medicina. Anoche leí el libro de una sentada y hervía de entusiasmo por él.
—Me temo que he llegado en un momento poco oportuno —he dicho con una sonrisa sardónica mientras pasaba los dedos por las teclas del piano…—. Será mejor que me vaya. Por favor, léalo —he dicho con un tono que sonaba como si añadiera «tres veces al día después de las comidas»— y dígame qué le parece. —Y he añadido en broma—: Por supuesto, no abandone por ello el manual que ahora lee, sería una tontería innecesaria… —he divagado un poco, con ganas de jugar.
Unos instantes después, ella ha contestado con voz pensativa y aire horrible y tranquilo.
—Me parece que se comporta usted con mucha grosería: toca el piano cuando le he pedido que no lo hiciera Y no para de dar vueltas, como si estuviera en su propia casa.
Aunque por fuera parecía tranquilo, estaba muy sorprendido y estremecido. Tras una pausa, he dicho:
—Muy bien. Si es eso lo que piensa… adiós.
Ninguna respuesta. Y yo he sido demasiado orgulloso para pedir disculpas.
—Adiós —he repetido.
Ella ha seguido leyendo una novela mientras yo me dirigía hacia la puerta, muy alterado.
—Au revoir.
Ninguna respuesta.
—¡Oh! —he dicho, y he salido de la habitación dejando a mi dama de una vez por todas. Y no lo siento.
En el corredor, me he encontrado con la señorita —.
—¿Cómo? ¿Ya se va?
—Adiós —he dicho con tono sepulcral—. Un trágico adiós.
Y se ha quedado muy intrigada.

W. N. P. Barbellion
El diario de un hombre decepcionado


Denostado en su día por «inmoral» e incluso por «ficticio», y a la vez aclamado como un examen despiadado del yo que Rousseau habría envidiado, El diario de un hombre decepcionado de W. N. P. Barbellion es una obra singular. Iniciado cuando su autor tenía trece años como un cuaderno de notas de historia natural, se iría convirtiendo poco a poco en la crónica de una profunda decepción: limitado en su formación académica por circunstancias familiares, y aquejado ya tempranamente de dolorosos y paralizantes síntomas de lo que luego se revelaría una esclerosis múltiple, el que soñaba con ser «un gran naturalista» acabaría obteniendo un modesto puesto de entomólogo en el Museo Británico de Historia Natural; pero, con un cuerpo «encadenado a mí como un peso muerto», se daría cuenta de que «mi vida ha sido una lucha continua contra la mala salud y la ambición, y no he conseguido dominar ninguna de las dos». La escritura puntual del diario, incisiva, repleta de ingenio y desesperación, se erige entonces en la única y verdadera razón de ser (o de seguir siendo): «Si somos gusanos —anotará—, al menos seamos gusanos sinceros». Barbellion murió apenas unos meses después de ver publicada su obra, pero su ejercicio de introspección, que ha sido comparado con Kafka y con Joyce, perdura como uno de los más notables y significativos del siglo XX.

Cuando un bonzo vagabundo se ve negada la entrada en un monasterio, permanece todo el día frente al porche, acurrucado sobre su fardo, con la frente inclinada

Acostumbrado al silencio, mi oído captó un imperceptible murmullo, una plegaria, que no pude identificar. Y de repente me surgió una idea que dejó mi orgullo hecho trizas: el Prior poseía tal vez una insondable vida interior de la cual nosotros no teníamos la menor idea, y ante la que las mezquindades, los pequeños pecados, las pequeñas negligencias que yo había desesperadamente ensayado no valían ni siquiera la pena de ser mencionadas. Comprendí entonces que la prosternación del Prior era la que se llama del «Jardín cerrado»: Cuando un bonzo vagabundo se ve negada la entrada en un monasterio, permanece todo el día frente al porche, acurrucado sobre su fardo, con la frente inclinada. ¡Que un sacerdote del rango del Prior imitase las prácticas de un bonzo vagabundo testimoniaba una sorprendente humildad! Pero ¿hacia quién? ¿A quién se dirigía con esa humildad? Como la de las hierbas del jardín alzándose hasta el cielo bañado por la aurora, y la de los árboles, la de las puntas de las hojas, de las telas de araña donde el rocío hallaba asilo, la humildad ¿no iba dirigida a las faltas y bajas ofensas a las cuales él escapaba, yendo hasta a reflejarse en su propia persona, en virtud de aquella postura de animal yacente?
«¡Pero no. Es a mí a quien la destina!», pensé de repente. Estaba fuera de duda. Él sabía que yo iba a pasar por allí, y era en atención a mí que había tomado esta actitud… Perfectamente consciente de su debilidad, he aquí el medio que había encontrado para desgarrarme el corazón en silencio; despertar mi compasión y finalmente hacerme caer de rodillas. ¡No le faltaba ironía a la cosa!
Le estuve considerando, despistado; y la verdad es que había escapado a la trampa del enternecimiento por un dedo. Resistí con todas mis fuerzas, pero no puedo negar haber estado a punto de ceder… Entretanto, no tenía más que decirme «todo esto lo hace por ti» para que mis disposiciones volvieran a su cauce y yo mismo, más que nunca, me afirmara en ellas.
Fue en aquel momento cuando decidí llevar a término mi proyecto sin esperar a ser echado del templo. El Prior y yo vivíamos ahora en mundos diferentes y ninguno de los dos tenía influencia sobre el otro. Todos los obstáculos habían sido eliminados. A partir de entonces yo podía actuar sin tener que esperar una ayuda exterior, como quisiera y cuando quisiera.
Los tintes de la aurora se desvanecieron. Las nubes se elevaban hacia el cielo. El terso rayo de sol matinal se evaporó tras la galería de la Torre del Señor del Norte. El Prior seguía prosternado. Yo me apresuré a irme de allí.
El 25 de junio estalló la guerra de Corea. Con ello se verificaban mis presentimientos de que el mundo iba inevitablemente al hundimiento y a la ruina. Tenía que apresurarme.

Yukio Mishima
El pabellón de oro


La presente obra, publicada en 1956, está fundada en un acontecimiento real: el incendio de un famoso templo budista por un joven novicio. El autor reconstruye a su manera los hechos e intenta hallarles una explicación psicológica: el protagonista de su novela, Mizoguchi, es un muchacho torpe, tartamudo a consecuencia de un traumatismo psicológico sufrido en su niñez, y afligido por un complejo de inferioridad que todas las circunstancias de su vida contribuyen a agravar. Admitido en el monasterio del Rokuonji (al que pertenece el Pabellón de Oro) gracias a la benevolencia del prior, acaba por concebir por el famoso monumento una admiración enfermiza, que lo lleva a identificarlo con el arquetipo de la belleza y a hacer imposible para él toda otra admiración y todo otro afecto. El descubrimiento de esta influencia paralizadora lo llevará a odiar a su ídolo y a destruirlo para recobrar finalmente la libertad. En El pabellón de oro se basa en buena parte la película biográfica Mishima, producida por Francis Ford Coppola y George Lucas y dirigida por Paul Schrader, rodada en 1984.

El final de una sociedad aristocrática

EL FINAL DE UNA SOCIEDAD ARISTOCRÁTICA.  (24 de junio de 1940)
(Fragmento)
Casi siempre sucede que al pasar una época y verla ya con una perspectiva lejana es cuando se le comienza a encontrar algún carácter. El final del siglo XIX y el principio del XX, período en el que vivió uno lo más importante de su existencia, se presenta ahora ante mí como una continuación del siglo XVIII. Pienso que esto era en España más que en otros países de Europa, quizá en Madrid más que en otros pueblos españoles.
A esta época de aristocratismo y de romanticismo los jóvenes de entonces no la mirábamos con toda la simpatía merecida; no nos daban un pequeño medio de vivir, y protestábamos; sin embargo, estábamos muy dentro del tiempo, empapados en él.
Antonio Machado, a quien conocía desde 1898 y a quien no veía casi nunca, me envió hace años un tomo de poesías con un soneto dedicado a mí, que terminaba con estos dos versos, que me produjeron cierta melancolía:
De la rosa romántica en la nieve
él ha visto caer la última hoja.

No seré el único, pero creo que soy uno de los que han visto marchitarse y caer esa corola del romanticismo.
El siglo XIX en toda Europa, a pesar de su aparente democracia, fué un tiempo aristocrático y distinguido; se sentía el culto del yo, el egoísmo, el anhelo por la superación y por la elegancia, lo mismo en la vida social que en la política y en la literaria. Conservadores, liberales, escritores, artistas, cómicos y hasta anarquistas, tenían un fondo de preocupación por la distinción y por el buen tono.
En Inglaterra, por ejemplo, país del dandismo, habían lucido en este siglo infinidad de grandes personajes; Lord Byron, Shelley, Disraeli, Carlyle, Dickens, O’Connel, Gladstone, Spencer, Chamberlain, el de la orquidea, y otros muchos.
Francia dió sus modelos: Napoleón, con su aire aquilino y la mano en el pecho; Talleyrand, príncipe de la Revolución y de la realeza, con su traje de corte; Lamartine, esbelto, con su levita entallada; Guizot, con su aire severo y protestante; Thiers, pequeño, seco y agudo; Renán, con su aire clerical; Napoleón III y la emperatriz Eugenia, con su corte de damas de crinolina y miriñaque ilustradas por Winterhalter.
En Alemania, Bismarck, con su casco y su uniforme sin cruces y sin galas, era solemne; también lo era Moltke, con su aspecto de esfinge, severo y terrible.
En España, políticos y poetas presentaban en el siglo XIX un aire aristocrático: Mendizábal, Zumalacárregui, Martínez de la Rosa, Espronceda, el Duque de Rivas, Zurbano, Cabrera, Prim, Sagasta y la Reina Regente, cada cual en su género, eran grandes tipos.
Los músicos, los filósofos, los sabios, todos tenían prestancia. Entre los primeros, Beethoven, Weber, Rossini, Wagner, Verdi; entre los filósofos, Schopenhauer, Hegel, Schelling; entre los sabios, Darwin, Claudio Bernard, Pasteur, Berthelot, Wirchow, Roberto Koch.
Hasta los regicidas y anarquistas fueron tipos estilizados: Louvel, Fleschi, Orsini, el cura Merino, Ravachol, Angiolillo, Mateo Morral.
El romanticismo que comenzó en el primer tercio del siglo XIX llegó en su agonía hasta la guerra europea del 14.
Madrid, a pesar de no ser un pueblo rico ni pomposo, tenía al final del siglo XIX un señalado aire aristocrático. Era lástima que no pudiéramos comprenderlo los contemporáneos ni compararlo con otras épocas para gustar del tiempo. A veces protestábamos. No sabíamos lo que iba a venir. Si lo hubiéramos sabido no hubiéramos protestado.
Madrid era un pueblo sonriente que se dejaba vivir con sus virtudes y sus vicios, sus cualidades y sus defectos en una perfecta inconsciencia. ¡Qué noche de alegría y de despreocupación la madrileña! ¡Qué teatros de género chico! ¡Qué vida callejera! ¡Qué música popular! Es sin duda necesaria cierta laxitud para que la vida pueda ser sonriente y alegre.
A veces parece que la ruina de las cosas precede a la de las ideas. Así el teatro Real de Madrid, como si sospechara que en un régimen socialista o fascista no podría sostenerse, decidió hundirse, e hizo lo mejor que podía haber hecho.
Yo había asistido a él, al paraíso, como los estudiantes, y de frac y de chaleco blanco algunas veces, a platea. Seguramente había de ser imposible que este teatro volviera a su antiguo esplendor. Estaba sin duda en lo hacedero que se restauraran la decoración de la sala y del escenario y sus cimientos, pero el público antiguo, y entre él yo de estudiante o con un frac en un palco, ya no se podía restaurar.
Se comprende que en España en esta última época ha habido un desprendimiento, un agujero abierto que ya nadie llenará.
Esos aventureros de la política sin escrúpulos, estilo Lerroux, y la gente de su cuerda; esos pedantes de Ateneo del tipo de Azaña y compañía; esos comunistas sabihondos, de cerebro rapado, hicieron que la señora que tenía aire y costumbres distinguidos se convirtiera en una patrona de casa de huéspedes, y los que han venido después han hecho de ella una sargenta o a lo más una tenienta.

Pío Baroja
Desde el exilio
Artículos


23 de junio: una leyenda para la Noche de san Juan

LA LEYENDA DEL SOLDADO ENCANTADO
Todo el mundo ha oído hablar de la cueva de San Cipriano, en Salamanca, donde en tiempos remotos enseñaba astronomía, nigromancia, quiromancia y otras artes ocultas y condenables un viejo sacristán, o por lo que decían muchos, el Diablo en persona… Hace años que la cueva quedó cerrada, hace años que incluso olvidaron las gentes su localización, mas, según la tradición, la entrada estaba donde hoy se alza una cruz de piedra, en la plazoleta del Seminario de Carvajal; una tradición, en cualquier caso, que parece corroborada por las circunstancias de la siguiente historia.
Una vez un estudiante de Salamanca, de esa clase de estudiantes alegres pero pobres que se ven obligados a recorrer los caminos de aquí para allá, sin una moneda en la bolsa, y que durante las vacaciones de cada curso mendigan de ciudad en ciudad y de aldea en aldea para sacar el dinero que les permita continuar sus estudios. Se preparaba nuestro estudiante para echarse al mundo un buen día, pues, y se le ocurrió colgarse la guitarra a la espalda con la pretensión honesta de divertir con ella a las gentes y obtener así el beneplácito de los aldeanos, y lo que es más importante, comida, lecho y algunas monedas.
Cuando pasó ante la cruz de la plazoleta del seminario, se destocó respetuosamente y rezó a San Cipriano pidiéndole suerte; mas al bajar los ojos vio algo que brillaba a los pies de la cruz. Era un anillo, que recogió presto del suelo, un anillo de oro y de plaza mezclados, con un sello que tenía grabados dos triángulos que formaban una estrella… Se dice que este emblema es un signo cabalístico creado por el sabio rey Salomón, un talismán que poseía grandes virtudes contra los encantamientos y la brujería en general. Pero el estudiante no era mago ni brujo, ni siquiera sabio, e ignorante de estos asuntos se puso el anillo en el dedo, como si fuera un simple premio que San Cipriano le daba en muestra de gratitud por sus oraciones… Siguió caminando, luego de santiguarse muy devotamente, contento pues suponía que empezaba bien su jornada, e incluso comenzó a rasguear las cuerdas de su guitarra mientras andaba.
La vida de un estudiante mendicante en España no es la más miserable del mundo, en especial si es persona agradable y demuestra al menos un poco de talento para la música. Goza de la libertad de dirigirse al lugar que más apetezca, o a donde lo lleven su curiosidad, o a donde le indique una corazonada, o el simple capricho… Los curas que ejercen su ministerio en los pueblos, la mayor parte de los cuales también mató la hambruna de semejante manera en sus días mozos, cuando fueron estudiantes, lo acogen por la noche, le dan de comer más que bien y hasta le regalan algunos cuartos[70], medio penique, aproximadamente, al despedirle por la mañana… Cuando un estudiante llama y pide de casa en casa por las calles de cualquier pueblo, aldea o ciudad, nadie lo despide con destemplanza ni malas palabras, ni se muestra frío e indiferente; al contrario, lo atienden, porque todo el mundo piensa que acaso algún día ese muchacho llegue a ser alguien, como tantos que empezaron así su carrera y llegaron después a ser gente importante y de provecho. Nuestro estudiante, además, era especialmente alegre y simpático; como sabía arrancar a las cuerdas de su guitarra notas muy agradables, los aldeanos le abrían de inmediato su corazón y las comadres lo recibían con la mejor de sus sonrisas.
Así vagó el estudiante de nuestra historia por medio reino, con la intención manifiesta de llegarse hasta Granada para conocerla, antes de volver a Salamanca; así, pasaba una noche en la choza de un pastor, otra en el modesto pero muy hospitalario albergue que le brindaba un labriego… En donde fuese, sentado a la entrada de cualquier casa, deleitaba a las gentes del lugar con sus coplas graciosas, o tocando fandangos y boleros que animaban a bailar a las muchachas y a los mozos cuando se hacía el crepúsculo, para cenar después, descansar lo necesario y echarse a los caminos de nuevo, a la mañana siguiente, después de despedirse con un muy elocuente apretón de manos de la hija de quienes le habían dado posada.
Al fin llegó a lo que era el objeto soñado de su musical peregrinaje, la tantas veces renombrada ciudad de Granada. Saludó maravillado sus torres moriscas, su maravillosa vega y sus montañas con nieve en las cumbres aun en el claro y sofocante verano. No menos entusiasmado paseó por las calles de la ciudad admirándose de sus muchos y hermosos monumentos orientales. Cada mujer que salía a un balcón, o que se dejaba ver tras la celosía de su ventana, era para nuestro estudiante una Zoraida o una Zelinda; cuanta dama o damisela veían sus ojos enfebrecidos por la Alameda, le hacía suponer que se hallaba ante cualquier princesa árabe, y presto ponía a los pies de la bella su capa. Como su disposición para la música era excelente, tanto como su buen humor e incluso su apostura, pronto supo granjearse buenas amistades; y sin que nadie tuviera en cuenta sus raídas ropas, fue recibido en la vieja capital mora como todo un personaje de importancia, lo que le valió para encontrar un alojamiento magnífico y ser atendido regaladamente. Uno de los lugares que con más gusto frecuentaba era la Fuente de los Avellanos, en el valle del Darro, a la que acudía desde tiempos de la dominación musulmana una gran muchedumbre para expansionarse. Era, naturalmente, el lugar más apropiado para que nuestro estudiante se entregase a la contemplación arrebatada de las bellezas femeninas de la región, algo, por lo demás, que lo dejaba encantado.
Ahí sacaba pronto la guitarra, se ponía a tocar y a cantar, y ganaba pronto la admiración de las majas y los majos, que comenzaban a bailar entusiasmados y agradecidos al estudiante. A tan honesto y divertido entretenimiento se daba una tarde, cuando vio llegar a un cura, ante cuya presencia todos se levantaban y destocaban… Parecía aquel reverendo padre un hombre en perfecta armonía con la vida que imponen los hábitos, pues era sanguíneo, robusto, sudoroso… No cesaba en el reparto de maravedíes entre los mendigos, dando su limosna con un aire de superioridad indecible. Los pordioseros, agradecidos, exclamaban después:
—¡Bendito sea el padre! ¡Que Dios le guarde muchos años y ojalá lo veamos de obispo!
Para ayudarse en la subida de la cuesta, se apoyaba el padre en una joven, la que limpiaba sus aposentos y salía con él de paseo, doncella que era, desde luego, la oveja favorita del rebaño del pastor… ¡Menuda damisela! Andaluza de los pies a la cabeza, siempre con una rosa fresca en el moño, pequeños sus zapatos y caladas las medias… Andaluza en todos sus movimientos, en la menor ondulación de su cuerpo en cada paso… Andaluza en lo apetitoso de su ser carnal todo, en lo vivo y grácil de su persona… Mas, aún sí, parecía modesta e incluso vergonzosa… Atenta siempre a las palabras del padre, con los ojos bajos… Y si por casualidad alzaba la vista un segundo, o miraba disimuladamente a uno u otro lado al punto los volvía a bajar para seguir en su estar modesto y recatado.
Miró el cura condescendiente la reunión que allí se hacía alrededor del estudiante, junto a la fuente, y decidió entonces tomar asiento en un banco de piedra, mientras su doncella se apresuraba a llevarle un vaso de agua fresca, que bebió a sorbos, deleitándose, después de echar en el vaso un azucarillo, cosa que tanto gusta a los epicúreos españoles. Al devolver el vaso a su doncella, le dio una palmadita en una mejilla, en señal de amoroso agradecimiento.
«¡Ah!, nuestro buen pastor —se dijo el estudiante al contemplar la escena—. ¡Cuán dichoso sería yo en un redil con semejante ovejita por compañía!»
Pero semejante dicha no parecía a él destinada… En vano desplegó aun con mayor denuedo, sus encantos, las virtudes que lo adornaban. No parecía llamar la atención ni del cura ni de su doncella. Nunca antes a buen seguro, tocó la guitarra tan bien como aquel día, ni jamás puso tal sentimiento como el de entonces en la interpretación de sus coplas. Al cura parecía no interesarle la música lo más mínimo y la muchacha no levantaba los ojos del suelo ni una sola vez… No se quedaron mucho tiempo en la fuente, porque el cura, una vez repuesto de la caminata urgió a la doncella para regresar a Granada… Y entonces, cuando se marchaban, la hermosa muchacha dirigió al estudiante una mirada hurtadillas, a medias entre el descaro y la vergüenza, que naturalmente hizo que latiera brioso el corazón del doncel.
Preguntó por ellos en cuanto se fueron. Resultó que el padre Tomás era uno de los más santos varones de Granada, hombre metódico y circunspecto, siempre puntual en el cumplimiento de sus obligaciones, y la hora de levantarse, a la hora de dar un paseo que le abriese el apetito, a la hora de comer, a la hora de echarse la siesta, a la hora de jugar al tresillo con varias de las damas que habitualmente oían misa en la catedral, a la hora de cenar y a la hora de retirarse a descansar y allegarse esas fuerzas que tan necesarias le eran para al día siguiente perseverar en sus metódicas costumbres… Un mulo manso y castrado lo llevaba cuando decidía dar un paseo más largo, una cocinera ya entrada en años le preparaba muy buenos condumios, y la mocita andaluza le hacía la cama en la que reposaba y le llevaba el chocolate por las mañanas.
¡Adiós a la alegría del pobre muchacho! La mirada que le echó la doncella del cura no pudo sino desconcertarle… Ya no pudo, ni de día ni de noche, alejar de sí su recuerdo… Buscó la casa del cura, pero le pareció fuera del alcance de un mendicante de su condición. Aquel cura, además, no podía sentir la menor simpatía hacia él, pues no había sido de los que de jóvenes andan los caminos como cualquier estudiante sopista, obligado a cantar para sobrevivir. Se dedicó a pasear por la calle donde estaba la casa del cura, a contemplar de lejos a la muchacha… Aquello, empero, no hacía más que aumentar sus ansias de ella sin obtener el menor alimento para su esperanza. Decidió darle serenatas por la noche bajo su balcón, y una vez, al fin, pudo sentirse al menos contento y halagado porque vio acercarse una leve sombra blanca tras la ventana… Mas, fijó la atención en aquella silueta y vio que era… ¡el cura con su camisón y su gorro de dormir!
Nunca hubo enamorado tan ferviente y nunca hubo damisela más esquiva… Desesperaba el pobre estudiante… Llegó la víspera de la festividad de San Juan, cuando las gentes de Granada salen de romería y cantan y bailan por la tarde, y pasan la noche en las riberas del Darro y del Genil. Gentes felices que se refrescan la cara en esas aguas cuando las campanas de la catedral dan las doce, porque en ese preciso momento, según la tradición, poseen las aguas de ambos ríos la virtud de embellecer a quien se lava con ellas. El estudiante, como no tenía cosa mejor que hacer, se dejó llevar por la alegría bullanguera de la muchedumbre hasta el estrecho valle del Darro, bajo las montañas y las purpúreas torres de la Alhambra. El lecho seco del río, en aquella parte, los pedruscos que lo rodeaban, los jardines de las azoteas que allí cuelgan, todo, en fin, estaba lleno de grupos de gente que danzaba y bailaba bajo los emparrados y las higueras, al compás de las guitarras y las castañuelas.
El estudiante, sin embargo, estaba triste, amurriado… Sentándose, apoyó la espalda en uno de los enormes granados de piedra que adornan los extremos del puente del Darro y desde allí se entregó a la contemplación de la algarabía feliz de la gente, dividida en su mayor parte en parejas, lo que le hizo suspirar lamentándose de estar solo, víctima de una suerte de mal de ojo que le hubiera echado aquella damisela tan encantadora como esquiva… Dio en pensar entonces que su pobre vestimenta, sucia y rota, por lo demás, sería a buen seguro la causa de que se le cerraran las puertas de su esperanza.
Poco a poco, sin embargo, y en tanto se daba a tales conjeturas, fue atrayendo su atención un hombre, solo como él, que parecía hacer guardia en el granado de piedra del lado opuesto al que servía de apoyo al estudiante… Era un soldado alto, de barba gris, de rostro curtido y bronceado, de aspecto rudo, con armadura española, adarga y lanza, que parecía una estatua… Lo que más sorprendió al estudiante fue que, a pesar de tal impedimenta, nada parecía importarle, ni la muchedumbre, ni que tropezaran con él sin pedirle perdón siquiera.
«Esta ciudad está llena de antiguos recuerdos —se dijo el estudiante mirando con mayor atención al soldado—. Sin duda este hombre es uno más de esos monumentos con los que tan familiarizados están sus habitantes». Pero su curiosidad natural le hizo acercarse, al fin, al soldado.
—¡Qué rara y antigua es la armadura que llevas, amigo! ¿En qué cuerpo sirves? —dijo el estudiante como en broma.
El soldado lanzó una concisa respuesta, que le salió de su gran boca como enmohecida, para sorpresa del estudiante.
—Sirvo en la guardia real de Isabel y Fernando —dijo.
—¡Santa María! —dijo el estudiante, atónito—. Ese cuerpo sirvió hace más de trescientos años…
—Los tres siglos que llevo montando guardia en este lugar. Pero precisamente ahora se acaba mi turno de centinela… ¿Quieres hacer fortuna? —le preguntó el soldado.
El estudiante, por toda respuesta, alzó su capa.
—Te he comprendido —le dijo el soldado—. Todo depende de ti; si tienes fe y valor, sígueme y hallarás la fortuna que necesitas.
—Espera, amigo, no tan deprisa… Para seguirte, no creo que sea necesario tener mucho valor, pues poco coraje necesita quien solo tiene la vida por perder, y una vieja guitarra, cosas de poca importancia… Pero la fe es diferente… No la pongamos, pues, a los pies de la tentación… Si he de cometer un crimen para hallar fortuna, no creas que estoy dispuesto a cosa semejante, aunque mis harapos puedan hacerte pensar lo contrario.
El soldado lo miró con altivez y cierto disgusto.
—¡Nunca desenvainé mi espada, salvo para defender mi fe y mi trono! —le dijo—. Soy un cristiano viejo, así que confía en mí y no temas al Demonio.
Marchó el estudiante tras los pasos del guerrero. Observó el joven que nadie parecía haber prestado la menor atención a lo que hablaron, y que el soldado se abría camino entre los grupos de ociosos y retozones sin que nadie se volviera a mirarle, como si fuera invisible. Cruzaron el puente y se metió el soldado por una senda pedregosa que a través de un molino y de un acueducto moriscos, conduce a la hondonada que separa la Alhambra del Generalife. Caía el último rayo de sol sobre las murallas rojas de la Alhambra, que se veían a lo lejos, y anunciaban ya las campanas de las iglesias y los conventos la festividad próxima. Sobre la hondonada comenzaban a arrojar sombras las higueras, las parras y los arrayanes, además de las torres y las murallas de la Alhambra. Todo era soledad y empezaban a zumbar por el aire los murciélagos. Al fin se detuvo el guerrero cristiano al pie de una torre en ruinas, que fue en tiempos puesto de vigilancia de un acueducto árabe. Golpeó entonces los cimientos con el regatón de su lanza, y se dejó sentir un ruido, y se abrieron las piedras, como una gran boca que bosteza, para dejar suficiente paso.
—Entra, en el nombre de la Santísima Trinidad, y nada temas —dijo el soldado al estudiante.
Se estremeció el corazón del joven, pero no se echó atrás. Se santiguó, musitó un Ave María y siguió a tan misterioso guía a través de una bóveda tajada bajo la torre, en la pura roca, que tenía las paredes preñadas de inscripciones árabes. El soldado lo llevó a un banco hecho en la piedra, a un lado de la bóveda.
—Aquí, en tan duro lecho, reposo desde hace trescientos años —dijo el soldado.
Quiso el estudiante, de tan asustado, hacer una broma para espantarse el miedo.
—¡Por San Antonio bendito! —exclamó—. Seguro que tienes un sueño muy pesado para poder soportar este duro jergón…
—Al contrario —contestó el soldado—, mis ojos jamás tienen reposo; mi destino es una vigilia constante… Pero, óyeme con atención… Fui uno de los guardias reales de Isabel y Fernando, como ya te he dicho, mas me tomaron prisionero los moros y me encerraron en esta torre. Cuando se preparaba la rendición de la fortaleza a los reyes cristianos, me pidió un alfaquí, un sabio árabe, que le ayudase a esconder en esta bóveda parte de los tesoros de Boabdil, de los que se había apoderado. Lo hice y peno desde entonces por haberme prestado a ese robo… El alfaquí era un nigromante africano, y conjurando sus infernales artes me hechizó para hacerme vigilante del tesoro. Debió de sucederle algo malo, de forma inesperada, porque jamás volvió… Yo quedé aquí, enterrado de por vida; han pasado los años y han sacudido esta montaña los terremotos más violentos; he oído caer las rocas desde lo alto y piedra a piedra la torre; pero las paredes de esta bóveda han resistido cualquier calamidad… Cada cien años, en la festividad de San Juan, cesa el encantamiento y se me permite salir; me dirijo entonces al puente del Darro a la espera de que pase alguien, un mortal que posea la facultad de romper este embrujamiento del nigromante africano… Todo ha sido inútil hasta ahora… No pueden avistarme los ojos de los mortales porque me hallo envuelto por una nube mágica; tú eres el primero que me ha visto y comprendo la razón por la cual has adivinado mi presencia… Llevas en uno de tus dedos el anillo del sabio Salomón, que tiene la virtud de romper los malos encantamientos. De ti depende que me libere al fin de este horrible encierro, o de que siga guardando el tesoro durante varios cientos de años más.
Mudo de asombro y maravillado escuchó el estudiante la historia del soldado. Muchas más historias había oído contar, a propósito de los tesoros escondidos por los moros en las cuevas y bóvedas subterráneas de la Alhambra, pero las creía meras fábulas. Apreciaba ahora el poder de su anillo, que tenía por una manifestación de la munificencia de San Cipriano, pero armado como lo estaba por un talismán así de benéfico, tuvo la sensación de que algo aciago podía sucederle de seguir en aquel sombrío lugar y en la compañía de un guerrero espectral, en tan extraño tête-à-tête… El soldado cristiano, así lo creyó el estudiante, debía reposar en paz en su sepultura, de acuerdo con las leyes de la naturaleza.
Tuvo el estudiante por excepcional lo que le acontecía, y por ello se dijo que no era un asunto a tratar con ligereza; aseguró al soldado, pues, que podía confiar en su amistad y en su buena voluntad para hacer cuanto de él dependiera a fin de liberarlo del encantamiento.
—Confío en un motivo más poderoso que la amistad —le dijo el soldado.
Señaló entonces con su dedo un arcón de hierro perfectamente cerrado y que tenía inscripciones árabes.
—Ahí se guardan incontables tesoros en oro y en piedras preciosas; rompe el conjuro que me ata y la mitad de esa riqueza será tuya.
—¿Y qué he de hacer? —preguntó el estudiante.
—Es precisa la ayuda de un sacerdote cristiano y de una doncella, también cristiana; el sacerdote, para exorcizar los poderes de las tinieblas; la doncella, para que toque ese arcón con el sello del anillo del sabio Salomón… Todo habrá de hacerse a medianoche, pero ten en cuenta un detalle de extraordinaria importancia: es un asunto grave y no deben hacerlo personas a las que dominen los apetitos carnales… El sacerdote ha de ser un cristiano viejo, un modelo de santidad, un hombre acostumbrado a la mortificación de su carne, y deberá hallarse en ayuno un día entero antes de hacer el exorcismo… En cuanto a la doncella, tiene que ser una hembra libre de cualquier reproche que acerca de su virginidad pudiera hacérsele y a prueba de tentaciones… No te demores en solicitud de esa ayuda, pues solo tres días dura mi presente libertad… Si antes de la medianoche del tercer día no he sido exorcizado, me veré obligado a seguir de guardia al menos otro siglo más…
—No temas —le dijo el estudiante—, que ya he puesto mi ojo en el sacerdote ideal, y en la no menos idónea doncella… ¿Cómo entraré de nuevo en esta bóveda?
—El sello del sabio Salomón te allanará el camino…
Salió de allí el estudiante con el corazón más alegre que cuando accedió a la bóveda de la torre; se cerró tras él la pared de piedra, mostrándose impenetrable, como antes.
A la mañana siguiente se presentó el joven, con total descaro, en la mansión del cura, no como el pobre estudiante que era y que trata de abrirse paso tañendo las cuerdas de su guitarra, sino como el heraldo del mundo de las sombras que guarda maravillosos tesoros a repartir… Nada de particular interés hay que decir acerca de los acuerdos a que llegó con el cura; baste saber que logró inflamar muy fácilmente el celo cristiano de aquel, ante la idea de rescatar de las garras de Satán el tesoro del rey Chico y a un virtuoso soldado de la fe… y todo a cambio, nada más, de un arcón lleno de oro y piedras preciosas… ¡La cantidad de iglesias que podrían erigirse, los parientes pobres que así estarían bien socorridos, las limosnas que podría dar el cura gracias a semejante tesoro…!
La inmaculada doncella tampoco puso reparo alguno ante obra tan piadosa; por lo demás, el emisario del soldado encantado, después de demostrar tanta preocupación por este, comenzó a ganarse las mejores miradas de la bella, el favor de sus más tiernos sentimientos.
Había, empero, una dificultad que salvar, que no era otra sino el ayuno al que debía someterse el sacerdote… Dos veces lo intentó, y en las dos su apetencia mundana venció al espíritu… Solo merced a un esfuerzo supremo pudo resistir el sacerdote una tercera tentación ante su bien provista despensa, pero le parecía tan largo el ayuno que él mismo dudaba de su fuerza de voluntad para resistir durante veinticuatro horas completas.
A última hora decidió llevarse a la bóveda una cesta bien repleta, para con buenas viandas exorcizar al demonio del hambre tan pronto como los demás demonios de la bóveda cayeran de cabeza en las profundidades del Mar Rojo. Al fin salieron los tres de la casa del cura alumbrándose con hachones y a buen paso.
El anillo de Salomón les franqueó la entrada. Encontraron al soldado cristiano sentado sobre el arcón de hierro, esperándoles. Se hizo el exorcismo tal como ha de hacerse. Tocó la doncella las cerraduras del arcón con el sello del sabio Salomón, y se abrió la tapa, descubriendo tesoros del metal más precioso, y joyas, y gemas que deslumbraron sus ojos.
—¡Llenemos nuestras bolsas una vez y otra! —gritó entusiasmado el estudiante hambriento, y fue el primero en poner manos a la obra.
—Más cómodo y mejor será —terció el soldado— sacar de aquí el arcón y hacer el reparto lejos…
Ayudaron al guerrero el sacerdote y el estudiante, pero les resultaba difícil a causa del peso enorme del arcón. En un descanso en sus afanes, el sacerdote echó mano de su cesta para saciar el voraz apetito que sentía, que en realidad le mordía las tripas más violentamente de lo que pudiera habérselas mordido el peor de los espíritus… Así, devoró un capón bien asado, que acompañó de largos tragos de buen vino de Valdepeñas; de postre, y en agradecimiento por lo sabroso que le había cocinado el capón, puso el sacerdote un ardiente beso en los labios de la mocita; fue un beso silencioso, dado en un rincón de la bóveda, pero no pasó inadvertido a las paredes, que lo comentaron entre sí en señal de triunfo, como comadres aviesas… Jamás hubo beso de consecuencias tan terribles… El soldado lanzó un grito de desesperación; el arcón de hierro, que ya habían logrado mover, cerró de golpe su tapa, guardando otra vez sus tesoros. El cura, el estudiante y la doncella, se vieron de golpe fuera de la torre mientras se cerraba con estrépito la piedra que antes les franqueara el paso… El buen sacerdote había roto antes de tiempo el ayuno…
Una vez repuesto de la sorpresa inicial, quiso el estudiante volver a la bóveda… A punto estuvo de desmayarse cuando la doncella le confesó que de tanto miedo como había sentido, dejó caer el anillo con el sello de Salomón al suelo, por lo que se había quedado allí, en la bóveda del soldado encantado.
En una palabra, dio la medianoche en la catedral, volvió el soldado a ser víctima del hechizo, y allá quedó, obligado a permanecer en guardia al menos durante otros cien años más, por haber comido y después besado el cura a su doncella antes de tiempo…
—¡Ay, padre, padre…! —se lamentó el estudiante, moviendo tristemente la cabeza, cuando iban por la hondonada abajo—. Mucho me temo que vuestro beso fue más de pecador que de santo…
Así acaba la leyenda, tal y como dan fe de su autenticidad las crónicas. La tradición, sin embargo, añade que el estudiante no salió tan mal parado de su aventura, pues acertó a meterse en los bolsillos oro y piedras preciosas, antes de que intentaran sacar el arcón, suficientes como para prosperar en adelante… Obtuvo del sacerdote, además, la mano de la hermosa doncella, pesaroso por el desmán que había causado en la bóveda del soldado encantado… Después demostró ser la bella un modelo de esposa y de madre, como lo fue de doncellas dedicadas a cuidar de los curas… Dio a su esposo muchos hijos, el primero de ellos sietemesino, no obstante lo cual acabó siendo el más fuerte de todos… Los demás nacieron en el tiempo normal.
La historia del soldado encantado es una de las tradiciones populares más famosas de Granada; se refiere de mil maneras distintas y con infinitos detalles diferentes; creen las gentes que el guardia de la escolta de Isabel y Fernando todavía hace de centinela al pie del gigantesco granado de piedra que adorna el puente del Darro, en la noche de San Juan, envuelto en la nube mágica que lo hace invisible para el común de los mortales, excepto para el que acierte a lucir el sello del sabio Salomón.

Washington Irving
La leyenda de Sleepy Hollow y otros cuentos de fantasmas
Valdemar: Gótica

¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas?

22 de junio
Con lo pensado hay ya para un capítulo, y es la hora del balance, y de ver qué hago ahora con esta escasa materia granjeada, y dicho queda en el mejor sentido, en el de los que creen que vale más lo poco diestramente administrado que lo mucho derrochado. Descarto, por supuesto, cualquier salida realista, de esas que conducen a ficciones sociológicas, necesitadas de apoyos algo más convincentes que los míos, porque puestos en esa tesitura, ¿hay quién se trague lo de un arzobispo que se escapa volando de su palacio para jugar al mus con una trinca de anarquistas? La verosimilitud de semejante situación sólo se adquiere si la insertamos en una gran estructura de ambiciosas significaciones, símbolo cósmico o alegoría moral de impresionante catadura. ¿Y qué mejor que un nuevo enfrentamiento entre las fuerzas eternas, jamás vencidas aunque nunca victoriosas, del Bien y del Mal? Sí, ya recuerdo que, páginas más arriba, rechacé una idea de tal guisa, pero fue porque esa dicotomía de isotopos y parámetros me parecía de alcance insuficiente. Dispongo ahora de otras figuras, y la intención desechada resurge más vigorosa y realizable. Es, además, oportuna, ya que el tiempo en que vivimos es testigo y víctima de esa jamás resuelta escaramuza entre Ormuz y Arimán, cuyos nombres o máscaras modernas podrían ser el Orden contra el Caos, y también la Justicia contra el Orden, según se mire: entidades no obstante tan abstractas que están pidiendo a voces imágenes más próximas, conocidas o sospechadas de todo el mundo, en las que puedan figurarse. Tal y como lo veo, el desarrollo de la idea exige por su naturaleza un sistema de ficciones con personajes comunes y tramas paralelas, y un personaje central, héroe y al mismo tiempo eje, que no puede ser otro que nuestro Pablo Bernárdez, por el que siento simpatía, a pesar de lo poco que llevo imaginado de él; pero de ciertas palabras y ciertos hechos colijo su heroica disposición a cualquier acto que redunde en bien de la humanidad, aunque arriesgue su vida. Imaginemos dos lugares desde los que se mueven los hilos de la trama universal, dos palacios, nada menos. Si recordamos que el uno fue teatro de siniestras historias y pavorosos crímenes, y que en él hay mazmorras asfixiantes y larguísimos pasillos donde resuenan todavía y, con un poco de suerte, se pueden escuchar, gritos de víctimas atormentadas, podemos hacer de él el antro desde donde se organiza la universal subversión que nuestros amigos los anarquistas representan; pero si prescindimos de semejantes leyendas, y sólo consideramos sus cúpulas doradas, sus jardines fragantes y la música del río que lame sus murallas, no hallaremos un sitio que con más propiedad sirva para instalar al equipo en que se organiza el general levantamiento en pro de la justicia que representan también los anarquistas. El segundo palacio es muy distinto: nuevo en su construcción, racional en su arquitectura, enteramente iluminado, sin pasado y sin leyenda, sirve de asiento al estado mayor del Bien y de él emanan las consignas directrices de su estrategia y su táctica; pero si se tiene en cuenta que en sus despachos se han organizado golpes de Estado, crímenes políticos, guerras parciales, contrarrevoluciones, etc., puede muy bien servirnos como sede siniestra de los enemigos de la Justicia. El señor arzobispo, en la primera ficción, actúa como agente de los buenos, y pelea en la sombra contra el agente de los malos, que es, sin duda, don Justo Samaniego; porque, ¿qué mejor máscara para un instrumento del Mal que la de un archivero especialista en manuscritos daneses? Organizadas así las cosas, el padre Almanzora interviene como francotirador del Bien, medianamente informado y torpe en su interpretación de lo que tiene delante. De ahí que ponga en peligro al arzobispo, a quien considera esbirro del mismísimo demonio, pero, cuando las cosas se esclarecen, reconoce su error y se arrepiente, lo cual no implica renuncia a su proyecto de convertir la Iglesia en una sociedad anónima. En esta primera ficción, Pablo Bernárdez, creyendo servir al Bien, sirve al Mal, hasta que le cae la venda de los ojos; salva entonces la vida al arzobispo, coopera a la derrota del enemigo y recibe al final el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia de polvo y paja, en cuyos arrumacos consoladores adormece su decepción. No se convierte todavía, pero es presumible que lo hará poco después de terminada la novela. El archivero, los anarquistas y demás personajes protervos reciben su merecido. Ficción, como se ve, de un simbolismo sencillo, al alcance de los más limitados cacúmenes, y que muy bien pudiera complementarse con una segunda historia hábilmente embutida en la primera, en que Pablo Bernárdez sea un muchacho de buena familia, contaminado de ideas liberales, metido en aquella conspiración cívico-militar que terminó desastrosamente con los fusilamientos de Carral. Fugitivo y salvado por una señorita de pozo, el amor le redime y acaba combatiendo a sus antiguos cómplices. ¿Verdad que el relato queda bonito? En la segunda ficción, el arzobispo es un señor que prefiere la Justicia al Orden, y su enemigo es el padre Almanzora, que es quien actúa al dictado de la Injusticia. Don Justo Samaniego no pasa, en este caso, de mero personaje pintoresco, para crear ambiente, y lo mismo don Procopio y otros que ya hemos mencionado. Se prepara la Gran Revolución Universal, que, en Villasanta de la Estrella, tiene su centro en la torre Berengaria y a Pablo Bernárdez como ejecutor. Un buen día, después de algunos dimes y diretes, cuando la situación del arzobispo es difícil y están a punto de expulsarlo de la Sede, salen los isotopos de sus covachas y escondrijos, Pablo viene a su frente, lo arrasan todo, ganan los buenos, mueren los malos, y Pablo, triunfante, recibe el premio de una vagina pequeño-burguesa, limpia también de polvo y paja, cuya agradable propietaria no se convierte todavía a la revolución, pero es de esperar que lo haga de un día a otro. En cuanto al arzobispo, es admitido al nuevo orden a causa de su buena voluntad y de la simpatía que sienten hacia él los anarquistas. Episodio atractivo de esta segunda ficción pudiera ser la huida de la monja milagrera por las calles vacías, pegando fuertes gritos y yéndose a morir al lado del cadáver, todavía insepulto, del padre Almanzora; pero de esta secuencia puede muy bien prescindirse, ya que estrictamente necesaria no lo es. Ahora bien, en el caso de que aceptásemos para la primera ficción el doble argumento paralelo (lo que daría lugar a intrincadas complejidades técnicas de mucho lucimiento), sería necesario, por razones de equilibrio, que la segunda también lo fuera; entonces, ¿qué mejor que contar el levantamiento y guerra de Espartaco, con su lamentable fin? Puesto en parangón con Pablo, idénticos en el arrojo, parejos en la intención, la diferencia de soluciones, aquélla trágica, ésta feliz, serviría para que el menguado lector comprendiera, sin grandes razonamientos, la distancia que nos separa de Roma y lo mejor que se resuelven las cuestiones en nuestro tiempo, volcado resueltamente a la universal felicidad.
Releído, sin embargo, lo que acabo de escribir, no acaba de convencerme. La primera ficción pensada, a poco que se distraiga uno, acabará convirtiéndose en una historia más de James Bond. En cuanto a la segunda, toda vez que el triunfo de la revolución no parece cercano, y que el propio Mao-Tse-Tung le ha dado un par de siglos de plazo, peca indudablemente de idealismo. No sé qué hacer. Tendré que discutirlo con Lénutchka.

Gonzalo Torrente Ballester
Fragmentos de Apocalipsis


En «Fragmentos de Apocalipsis», Gonzalo Torrente Ballester nos ofrece una visión crítica, mordaz y esperpéntica de la vida y de los habitantes de Villasanta de la Estrella, ciudad que puede verse como un trasunto de la capital jacobea, a la que en 1948 había dedicado «Compostela y su ángel». Guiado por una concepción exigente y culta de la novela, el escritor, convertido en protagonista, lleva a cabo, siempre desde su conciencia creadora, una profunda reflexión sobre las posibles formas en que puede componer su obra. La alternancia de lo real y de lo mágico, el humor, la fina ironía y el erotismo desenfadado provocan un placer intelectual que no merma la diversión y el entretenimiento.

—Sí, es verdad. Indudablemente, se ha armado la gorda —dijo.

Al día siguiente de la llegada de don Eugenio, mi difunta mujer le contó cómo nuestro sobrino Daniel estaba en Madrid escondido, en casa de la peinadora de marras, y cómo se decía que se preparaba una gorda. Mi difunta temía que el chico interviniera y le pasara alguna desgracia.
Daniel era uno de los partidarios acérrimos del general Contreras, que a mí nunca me pareció más que un bárbaro, y asistía con otros militares a unas reuniones revolucionarias de la calle de Jesús del Valle. El día 21 de junio por la mañana salí al centro de Madrid por cuestión de negocios, y me dijeron que los billetes de Banco se cambiaban con dificultad; era esto un engorro para la industria y el comercio. En unos lados pedían el seis por ciento de comisión; en otros, el ocho. En el café Suizo se exigía el dieciséis. Yo tenía que pagar unas facturas de papel y de tinta y querían que entregara oro y plata, a lo que no me encontraba dispuesto. Estaba un poco preocupado con este asunto.
El día siguiente, que era 22, me desperté a las tres o cuatro de la mañana con el zumbar de grandes estampidos sordos. Eran cañonazos. Me levanté, salí a la ventana de la cocina, y en el silencio oí un estrépito de tiros, descargas cerradas y resonar de los cañones. Me quedé espantado. Fui a llamar a don Eugenio a su cuarto.
—Don Eugenio, don Eugenio —le dije.
—¿Qué pasa? —me preguntó él.
—¿No ha oído usted?
—No; ¿qué ocurre?
—Yo creo que se oyen tiros y cañonazos.
Don Eugenio se incorporó en la cama y escuchó.
—Sí, es verdad. Indudablemente, se ha armado la gorda —dijo.
A él, a pesar de su edad, le hervía la sangre, y eso que pasaba de los setenta y cuatro años.
Salimos a la azotea y estuvimos oyendo el tiroteo, lejano y próximo, que resonaba por todas partes. A las siete de la mañana, el chico de la imprenta, Santiaguillo, hijo de mi regente, vino con la noticia de que en Puerta Cerrada había una barricada con muchos paisanos armados, dirigidos por Paco el Federal, y entre ellos estaban dos de mis cajistas, uno llamado Polonio Sánchez, a quien decían de mote el Pelusa, y otro, Pedro Ferreiro, alias el Galleguín.
—Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —le pregunte yo al aprendiz.
—Pues nada, que se ha sublevado el cuartel de San Gil y todo Madrid.
Al oírlo mi mujer se sobresalté.
—Ese Daniel, ¿qué habrá hecho? —exclamaba a cada instante—. A ese chico le ha pasado algo. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué desgracia!
—Vamos a enterarnos —dijo Aviraneta de pronto.
—Bueno, vamos —indiqué yo, aunque no tenía maldita gana de salir de casa.
—No te alejes, ¡por Dios! —me empezó a recomendar mi difunta mujer.
—Podemos acercarnos a Palacio a curiosear un poco —advirtió don Eugenio, que ya se había vestido y puesto las botas.
—Bueno —repuse yo, aunque un poco tembloroso y asustado.
Nos dispusimos a salir.
—Si le preguntan algo —me indicó don Eugenio en la escalera—, no se le ocurra a usted decir que busca a un sobrino suyo entre los sublevados, sino en la tropa.
—Así lo haré.
Salimos de casa y quisimos avanzar por la calle de Segovia arriba. Se oía un estrépito de tiros que no cesaba. Nos detuvimos.
—Por Puerta Cerrada es imposible pasar —explicó un artesano haraposo que venía corriendo anhelante.
—¿Pues qué ocurre?
—Que se hace fuego por todas las calles que desembocan allí. Hacia la plaza de la Villa hemos visto un torero muerto.
—¿Un torero?
—Sí, un torero vestido de corto. Por los otros callejones se dispara desde los tejados y está uno expuesto a que lo maten.
El hombre haraposo se fue, y otro más sereno nos dijo que quizá podríamos pasar por la calle del Rollo. Nos unimos a un comandante retirado, de la vecindad, el comandante don Perfecto Sañudo, padre de un alabardero. Don Perfecto quería también llegar a Palacio.
Salimos los tres a la plaza del Cordón. Al asomarnos a ella dos soldados se echaron el fusil a la cara, nos apuntaron y nos dieron el alto.
El viejo comandante Sañudo dio las explicaciones necesarias con aire de mando y nos dejaron entrar en el callejón que sale a la plazuela de la Villa, en la cual encontramos unos oficiales. Estos nos indicaron que para ir a Palacio debíamos bajar a los Consejos, y de allí dirigirnos por la plaza de la. Armería.
Avanzamos por entre pelotones de soldados. Nos pararon, nos preguntaron; nos dijeron unas veces que podíamos pasar y otras que no; llegamos al arco de la Armería, cruzamos la plaza, entramos por la puerta de Palacio, dimos nuestros nombres a un centinela y penetramos por el postigo.
El comandante don Perfecto y Aviraneta subieron. Yo no me atreví, y esperé en el puesto de guardia.
Por lo que me dijo después don Eugenio, en las habitaciones particulares de Palacio estaban la reina, el rey y otras seis o siete personas.
En aquel momento llegó el general Quesada, y dijo:
—Ya se ha terminado lo de San Gil. Ahora se va a emprender el ataque a la plaza de Santo Domingo y de la calle Ancha.
El general Narváez, herido delante del cuartel de San Gil, estaba en un sofá y le reconocía, y después le vendaba, un médico de la Casa Real.
Aviraneta conocía a Quesada, y le pidió un salvoconducto para ir a su casa de la calle del Barco, donde dijo le esperaba su mujer.
—Le van a detener los sublevados —le advirtió el general.
—Yo me las arreglaré.
—Bueno, está bien.
Quesada escribió unas palabras en un papel, que firmó, y se lo dio a don Eugenio.
—¿Quién está sublevado en la plaza de Santo Domingo? —le preguntó Aviraneta.
—Debe de ser Contreras.
Me contó también don Eugenio que Narváez, al verle por el hueco de la puerta, le reconoció y le dijo:
—¡Qué demonio! ¿Es usted, compadre? Yo creía que hacía ya mucho tiempo que se había ido usted al otro barrio.
—Pues ya ve usted, mi general, que sigo todavía en este.

Pío Baroja
Desde el principio hasta el fin
Memorias de un hombre de acción - 22



No sé si podré dormir esta noche.

Manuela ha permanecido callada durante toda la audiencia. Se ha ablandado con Tomás.
—La verdad es que me ha dado lástima. No es mala persona.
—Es un gran tipo, Manuela. Y lo será para ti en el futuro.
Golpecitos en la puerta. Permiso de ingreso.
Concesión de entrada. Irrumpe Alcoceba.
—Señor marqués y señora doña Manuela. Mire.
Me entrega un diploma. Leo.

Academia Gentleman de Sevilla
20 de junio de 2009
Ramón Tenorio Molina, en mi condición de director de la Academia Gentleman de Sevilla, certifico:
Que don Prudencio Alcoceba Mariné ha superado con alta nota el curso de Urbanidad, Higiene y Ruidos en la Masticación, por lo que considero que puede recibir la calificación de Apto para sentarse a comer en las mesas más distinguidas y con la compañía más selecta.
Firmado y sello de la Academia:
RAMÓN TENORIO MOLINA
 
—¡Enhorabuena, Alcoceba!
—Todo llega, señor marqués.
—Bueno, pero falta un matiz. El examen doméstico.
—Estoy deseando enfrentarme a la prueba. Pero quiero que sólo sea usted el examinador. Sin malvados ayudantes.
—Yo solo. Mañana a las trece horas en el guadarnés.
—No sé si podré dormir esta noche.
—En estética ha mejorado mucho. Los zapatos son correctos. Los calcetines… a ver los calcetines, Alcoceba. Súbase los pantalones hasta las rodillas… Bien, bien. Medias altas y de color negro. La camisa no merece un suspenso. La corbata anudada en su sitio y de tonos serios, y algo espectacular, Alcoceba: ya no le suda la calva. Su alopecia es mate. ¿Cómo lo ha conseguido?
—Con los polvos Sudorcal, de los Laboratorios Friné. No son baratos, pero sí altamente efectivos. Procedido el lavado, y con anterioridad al peinado, extiendo un puñado de polvo por mi cabeza, formando una invisible película que impide la afluencia de la sudoración capilar.
—En el apartado Higiene está usted aprobado, Alcoceba. Pero lo de mañana es más duro.
—Intentaré superar la prueba. Gracias, señor marqués.
Al abandonar Alcoceba el despacho, Manuela no sabe si reír o llorar. Pero su expresión es más de carcajada a punto de estallar que de llanto incontenido.

Alfonso Ussía Muñoz-Seca
El diario de Mamá
Memorias del marqués de Sotoancho 10


Una nueva y divertida aventura del marqués de Sotoancho. La madre del marqués murió en el tomo anterior, dejando tranquilo al pobre marqués y haciéndole un hombre mucho más rico de lo que ya era. Pero su muerte no significa que deje de maltratarle como ha venido haciendo desde que él era un niño. Ha dejado un Diario en el que su maldad se hace más evidente, si cabe. El pobre marqués lee el diario cuando sus actividades diarias se lo permiten. Mientras tanto, tiene que organizar una cacería a la que está invitado el juez Garzón y, muy probablemente, el ministro Bermejo. El marqués de Sotoancho es un niño bien y mimado, de la alta aristocracia española, con finca en Andalucía, de los que no ha trabajado en su vida y vive completamente ajeno a la realidad. Pero su vida está llena de estrés y problemas que normalmente vienen producidos por la gente que trabaja para él y por su mujer, mucho más joven que él y guapísima.

Después de innumerables aplazamientos, el 19 de junio es designado como el día de la fuga

Después de innumerables aplazamientos, el 19 de junio es designado como el día de la fuga; es tiempo, más que tiempo, porque una red de secretos entre tantas manos puede desgarrarse por cualquier lugar en todo momento. Como un latigazo restalla de repente en medio de los suaves cuchicheos y conciliábulos de la familia real un artículo de Marat que anuncia un complot para apoderarse del rey. «Quieren a toda fuerza llevarlos a los Países Bajos so pretexto de que su causa es la de todos los reyes, y vosotros sois lo bastante imbéciles para no prevenir la fuga de la real familia. ¡Parisienses, insensatos parisienses!, estoy ya cansado de repetíroslo siempre: conservad con cuidado al rey y al delfín en vuestras murallas; encerrad a la austríaca, a su cuñado y al resto de la familia. La pérdida de un solo día puede ser fatal para la nación y abrir la tumba a tres millones de franceses». Extraña profecía la de este hombre de tan aguda vista detrás de los anteojos de su enfermiza desconfianza. Sólo que esta «pérdida de un solo día» fue fatal no para la nación, sino para el rey y la reina. Pues, aún otra vez, en el último momento, María Antonieta aplaza la fuga, ya acordada en cada detalle. En vano Fersen ha trabajado hasta el agotamiento para que todo estuviera dispuesto para el 19 de junio. El día y la noche, desde hace semanas y meses, los ha dedicado su pasión sólo a esta única empresa. Por su propia mano saca nuevas prendas de vestir, noche tras noche, bajo la capa al salir de sus visitas a la reina; en una innumerable correspondencia ha convenido con el general Bouillé en qué punto los dragones y los húsares han de esperar la carroza del rey; llevando las riendas en su propia mano, prueba, en el camino a Vincennes, los caballos de posta que ha encargado. Los indicios están todos dispuestos, el mecanismo funciona hasta en su más pequeña ruedecilla. Pero, en el último momento, da contraorden la reina. Una de las camareras, que está en relaciones con un revolucionario, le parece altamente sospechosa. Las cosas están de tal modo dispuestas que, precisamente en la mañana siguiente, la del 20 de junio, esta mujer debe estar libre de servicio; hay, por tanto, que esperar a ese día. Otra vez veinticuatro horas de fatal retraso, contraorden al general, mandato de desensillar a los húsares ya dispuestos para el avance, nueva tensión nerviosa para el ya totalmente agotado Fersen y para la reina, que apenas puede ya dominar su inquietud. No obstante, por fin pasa también este último día. Para disipar toda sospecha, lleva la reina, por la tarde, a sus dos niños y a su cuñada Elisabeth a los jardines del Tívoli. A su regreso, con su habitual altivez y seguridad, le da al comandante las órdenes para el día siguiente. No se nota en ella ninguna excitación, y menos aún en el rey, porque este hombre sin nervios es absolutamente incapaz de ello. Por la noche, a las ocho, se retira María Antonieta a sus habitaciones y despide a las doncellas. Acuesta a los niños y, aparentemente despreocupada, se reúne, después de la cena, en el gran salón con toda la familia. Sólo una cosa habría podido advertir acaso una mirada especialmente atenta, y es que la reina se levanta a veces y mira el reloj, como si estuviese cansada. Pero, en realidad, jamás como esta noche estuvo en una mayor tensión de sus energías, más despierta ni más dispuesta para hacer frente al destino.

Stefan Zweig
María Antonieta


María Antonieta es una magnífica biografía ajustada a las fuentes históricas. La genial interpretación del personaje y del ambiente de la época debe tanto a la gran penetración psicológica de Stefan Zweig y a su poderosa intuición poética, como a la fidedigna documentación de que se sirvió. Esto es lo que da densidad y emoción humanas al libro. El dramático fin de la reina María Antonieta la convirtió en uno de los personajes más controvertidos del período de la Revolución francesa.
Leyendo este magistral libro, uno se siente transportado al París del siglo XVIII, donde mientras se gestaba la Revolución Francesa, María Antonieta, rodeada de sus cortesanos preferidos, se escapaba de la corte de Versalles para vivir en su pequeño y exclusivo castillo de Trianón, rodeado del pueblecito campesino que se hizo construir en los inmensos jardines del palacio. Allí reinaba la moda de lo «natural», y la reina, disfrazada de campesina, ordeñaba con un cubo de porcelana a sus dos vacas que vivían en un limpísimo establo con grietas simuladas pintadas en las paredes.
Más adelante, podemos vivir de cerca, de la mano de Stefan Zweig, los días de la revolución y la caída en desgracia de María Antonieta y su familia, hasta que fue decapitada en la guillotina.


¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba?

18 de junio
Ésta será la última carta que yo escriba a usted.
El veinticinco saldré de aquí sin falta. Pronto tendré el gusto de dar a usted un abrazo.
Cerca de usted estaré mejor. Usted me infundirá ánimo y me prestará la energía de que carezco.
Una tempestad de encontradas afecciones combate ahora mi corazón.
El desorden de mis ideas se conocerá en el desorden de lo que estoy escribiendo.
Dos veces he vuelto a casa de Pepita. He estado frío, severo, como debía estar; pero ¡cuánto me ha costado!
Ayer me dijo mi padre que Pepita está indispuesta y que no recibe.
En seguida me asaltó el pensamiento de que su amor mal pagado podría ser la causa de la enfermedad.
¿Por qué la he mirado con las mismas miradas de fuego con que ella me miraba? ¿Por qué la he engañado vilmente? ¿Por qué la he hecho creer que la quería? ¿Por qué mi boca infame buscó la suya y se abrasó y la abrasó con las llamas del infierno?
Pero no; mi pecado no ha de traer como indefectible consecuencia otro pecado.
Lo que ya fue no puede dejar de haber sido, pero puede y debe remediarse.
El veinticinco, repito, partiré sin falta.
La desenvuelta Antoñona acaba de entrar a verme.
Escondí esta carta como si fuera una maldad escribir a usted.
Yo me levanté de la silla para hablar con ella de pie y que la visita fuera corta.
En tan corta visita me ha dicho mil locuras que me afligen profundamente.
Por último, ha exclamado al despedirse, en su jerga medio gitana:
¡Anda, fullero de amor, indinote, maldecido seas; malos chuqueles te tagelen el drupo,[146] que has puesto enferma a la niña y con tus retrecherías la estás matando!
Dicho esto, la endiablada mujer me aplicó, de una manera indecorosa y plebeya, por bajo de las espaldas, seis o siete feroces pellizcos, como si quisiera sacarme a túrdigas el pellejo. Después se largó echando chispas.
No me quejo; merezco esta broma brutal, dado que sea broma. Merezco que me atenacen los demonios con tenazas hechas ascuas.
¡Dios mío haz que Pepita me olvide; haz, si es menester, que ame a otro y sea con él dichosa!
¿Puedo pedirte más, Dios mío?
Mi padre no sabe nada, no sospecha nada. Más vale así.
Adiós. Hasta dentro de pocos días, que nos veremos y abrazaremos.
¡Qué mudado va usted a encontrarme! ¡Qué lleno de amargura mi corazón! ¡Cuán perdida la inocencia! ¡Qué herida y qué lastimada mi alma!

Juan Valera
Pepita Jiménez
Penguin Clásicos


Juan Valera defendía que el arte es desinteresado. Empeñado en atacar tanto a los románticos como a los naturalistas, nunca se adscribió a ningún movimiento esteticista, como el simbolismo, que bajo la insignia de l’art pour l’art, intentaba renovar las tendencias artísticas en el cambio de siglo. Su escritura sencilla, llena de pinceladas detallistas y apuntes objetivos —que le alejan de los románticos—, y su meticuloso análisis de los personajes —que le acerca a Stendhal y Flaubert—, encuentran su máxima expresión en Pepita Jiménez (1873), obra maestra de la novela española del XIX, al servicio de un joven seminarista que cuelga los hábitos por una joven viuda a la que corteja su padre.

Limpió de hojas mustias el ramo de George, le cambió el agua y releyó la nota que él le había dado.

Las familias que tenían la suerte de encontrar medios de locomoción seguían huyendo de Bruselas. Cuando el 17 de junio Jos fue al hotel donde se alojaba Rebecca notó que el carruaje de Bareacres por fin había desaparecido de la puerta. El conde se había procurado un tronco de caballos, a pesar de Becky, y se encontraba camino de Gante. Luis el Deseado también estaba preparando su equipaje. Al parecer la desgracia no se cansaba de perseguir a aquel cuyo traslado resultaba tan engorroso.
Creía Jos que aquella calma no era más que un respiro y que los caballos por los que tanto había pagado no tardarían en ser requisados. Pasó el día indescriptiblemente ansioso. Mientras hubiera un ejército inglés entre Bruselas y Napoleón no había necesidad de una huida inmediata; pero la prudencia le aconsejaba retirar los caballos de las lejanas cuadras donde estaban y guardarlos en los establos del hotel en que vivía, para vigilarlos y evitar el peligro de que se los robasen. Isidor permanecía a tal efecto ante la puerta del establo, donde los caballos ya estaban ensillados y listos para partir. Por su parte anhelaba intensamente que llegase ese momento.
Después de la acogida del día anterior, Rebecca no pensaba volver a visitar a su querida Amelia. Limpió de hojas mustias el ramo de George, le cambió el agua y releyó la nota que él le había dado. ¡Desgraciada!, se dijo doblando el papel. Con esto podría destrozar su corazón. ¡Y pensar que sufre por un hombre así, por un estúpido, por un fanfarrón, que la desprecia! Mi bueno de Rawdon, aun siendo tan tonto, vale diez veces más que él. A continuación se puso a reflexionar en lo que haría si algo le sucediera a su pobre Rawdon y en la suerte que había tenido de que le dejase los caballos.
Durante el día, Rebecca, que vio no sin disgusto partir a la familia Bareacres, recordó las precauciones que había tomado la condesa y se dedicó a algunas labores de aguja; cosió en su ropa la mayor parte de las joyas, pagarés y billetes de banco, y se preparó para cualquier contingencia, fuese esta huir si le parecía oportuno o quedarse a recibir al vencedor, ya fuera inglés o francés. Y no estoy muy seguro de que no soñase aquella noche con que era una duquesa y madame la Maréchale, mientras Rawdon, abrigado en su capote, acampaba en el monte de Saint John bajo la lluvia, pensando con todo el ardor de su corazón en la amada mujercita que había dejado atrás.
Al día siguiente era domingo. Mistress O’Dowd tuvo la satisfacción de ver a sus dos pacientes muy mejorados física y moralmente, gracias al sueño reparador de que disfrutaron durante la noche. También ella había dormido en un sillón del dormitorio de Amelia, presta a acudir cerca de su amiga o del alférez, si necesitaban sus cuidados. Al amanecer, aquella mujer enérgica volvió a la casa donde se alojaba con su marido y allí procedió a asearse y a acicalarse como exigía día tan señalado. Y es muy posible que, hallándose sola en el cuarto que había compartido con el comandante y ante el gorro de dormir de este, que seguía sobre la almohada, y el bastón que descansaba en un rincón, dirigiese al cielo una plegaria por el valiente soldado Michael O’Dowd.
Al volver al hotel llevaba bajo el brazo el libro de oraciones y el famoso volumen de sermones de su tío el deán, que no dejaba de leer ningún sábado, y aunque no lo entendía en su totalidad ni pronunciaba bien muchas palabras, que eran largas y abstrusas —pues el deán era hombre doctísimo que tenía predilección por las interminables locuciones latinas—, ¡con qué gravedad, con qué énfasis acertaba a leer lo esencial! ¡Cuántas veces, pensaba, mi querido Mick ha escuchado con recogimiento estos sermones que yo leía en el camarote durante la travesía! Y aquel día se proponía repetir el mismo ejercicio ante un auditorio compuesto por Amelia y el alférez herido. La lectura se escucharía al mismo tiempo en veinte mil iglesias, y millones de ingleses de ambos sexos implorarían de rodillas la protección del Padre Celestial.

William M. Thackeray
La feria de las vanidades
Penguin Clásicos


En el recinto de la Feria se erige suntuoso uno de los mejores retratos de la sociedad inglesa de inicios del siglo XIX, cuyo director de escena de mirada desencantada no es otro que William M. Thackeray, maestro en el arte de crear personajes femeninos. Así, pronto veremos pisar el escenario a dos mujeres inolvidables: la dulce y apocada Amelia Sedley y la inteligente y ambiciosa Becky Sharp cobran vida en un juego fascinante, lleno de trampas y de emoción, en una obra magistral de la literatura de todos los tiempos.
La clásica traducción que en su día realizara Alfonso Nadal viene precedida en la presente edición por un esclarecedor estudio introductorio. Lo firma John Carey, catedrático emérito de literatura inglesa en la Universidad de Oxford y crítico literario de renombre indiscutible.


ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904

LA COPISTA
La noche del primer encuentro, Kafka ha construido imaginariamente la figura de una lectora atada a sus manuscritos. Una figura sentimental que une la escritura y la vida. La mujer perfecta en la perspectiva de Kafka (pero no solo de él) sería entonces la lectora fiel, que vive su vida para leer y copiar los manuscritos del hombre que escribe.
Se trata de una gran tradición: basta pensar en Sofía Tolstói, que copia siete versiones completas de La guerra y la paz (al final pensaba que la novela era de ella y empezaron los conflictos brutales con el marido). Hay que leer su diario y el de Tolstói. La guerra conyugal.
Y si seguimos con las lectoras-copistas rusas, podemos recordar la historia de Dostoievski, que Kafka conocía muy bien. Ese momento único (sobre el que Butor escribió un bellísimo texto) en que, apremiado por sus deudas, debe escribir al mismo tiempo Crimen y castigo y El jugador (uno a la mañana y otro a la tarde) y decide contratar a una taquígrafa, Anna Giriegorievna Snitkine. Entre el 4 y 29 de octubre de 1866 le dicta El jugador y el 15 de febrero de 1867 se casa con ella, luego de pedirle la mano el 8 de noviembre: una semana después de terminar el libro y un mes después de haberla conocido. Una velocidad dostoievskiana (y una situación kafkiana). La mujer seducida por el simple hecho de ver la capacidad de producción de un hombre. La mujer seducida mientras escribe lo que se le dicta.
Y está Véra Nobokov. La sombra rusa, la mujer que anda con un revólver para proteger al marido, su «ayudante» en las clases en Cornell (esa es la palabra que usa Nabokov al presentarla) y, sobre todo, la copista, la que copia interminablemente los manuscritos, la que copia una y otra vez las fichas donde su marido escribe la primera versión de sus novelas. Y, además, la que escribe en su nombre las cartas. En la biografía de Stacy Schiff, Véra, se puede ver cómo se construye esa figura simbiótica de mujer-de-escritor, de mujer-dedicada-a-la-vida-del-genio. Véra escribe como si fuera su marido. Ocupa, invisible, su lugar. Escribe en lugar de él, por él, y se disuelve.
La inversa, desde luego, es Nora Joyce, que se niega a leer cualquier página de su marido, ni siquiera abre el Ulysses, ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904 como recuerdo del día en que se conocieron. Nora se sostiene en otro lugar, muy sexualizado, al menos para Joyce. Eso es visible en las cartas que él le escribe. (Las cartas de Kafka a Felice son iguales a las de Joyce en un punto: le ordenan por escrito a la mujer lo que debe hacer, e incluso a veces lo que debe decir y pensar. La escritura como poder y disposición del cuerpo de otro. Otra forma de bovarismo: la mujer debe hacer lo que lee).
Pero Nora es la musa, es Molly Bloom. Otra idea de mujer. Otro tipo de vampirismo funciona ahí. En todo caso, para Joyce el copista era… Beckett, que fue su secretario en París durante varios meses.
La mujer-copista y la mujer-musa: mujeres de escritores. La mujer fatal que inspira y la mujer dócil que copia. O dos tipos distintos de inspiración: la que se niega a leer y la que solo quiere leer. Dos formas de la esclavitud. De hecho, Nora es la sirvienta de Joyce (y había trabajado como criada en un hotel en Dublín). En todo caso, las dos son criadas. Como la que cruza en el final de «La condena». O, mejor, como la criada a la que le muestra que se ha pasado la noche escribiendo.
También en Borges hay mucho de eso. En su relación con las mujeres como lectoras, primero está el vínculo con la madre. Y luego la serie de mujeres-secretarias que le copian los textos (recordemos que Borges era ciego).
Todos los escritores son ciegos —en sentido alegórico a la Kafka—, no pueden ver sus manuscritos. Necesitan la mirada de otro. Una mujer amada que lea desde otro lugar pero con sus propios ojos. No hay forma de leer los propios textos sino es bajo los ojos de otro.
Kafka antes que nadie. Sensible a la mirada del otro, lee sus propios textos con los ojos del enemigo. En distintos momentos, todos ellos decisivos, somete sus escritos a la mirada del otro puro, especialmente de su familia, y sufre las consecuencias de esa lectura hostil. Bastaría recordar su iniciación como escritor.
El joven Kafka ha empezado a escribir lo que será una primera versión de América. Sentado a la mesa familiar, rodeado de parientes, hace ver que escribe. Uno de sus tíos le arrebata el texto. ¿Por curiosidad? «Se limitó a decir, dirigiéndose a los demás presentes, que lo miraban: “Lo de costumbre”; a mí no me dijo nada. Yo seguía sentado, inclinado como antes sobre mi escrito, cuyo escaso mérito acababa de quedar patente». La lectura enemiga, la mirada hostil (y familiar). Hay muchas escenas parecidas en el Diario. Siempre se le arruina lo que escribe porque lo lee desde los ojos del otro-hostil.
En cambio, la mujer lo acompaña. Le escribe a Felice sobre América: «Es preciso, pues, que lo termine, seguramente que usted también opina así, de modo que, con su bendición, el poco tiempo que pudiera emplear […] lo transferiré a este trabajo. […] ¿Está usted de acuerdo? ¿Y va usted a no abandonarme a mi, pese a todo, espantosa soledad?» (carta del 11 de noviembre de 1912).
Están los dos movimientos: la soledad de la escritura y la necesidad de un contacto ligado a la lectura de sus textos. Piensa en una mujer que lo mire compasivamente, comprensivamente, frente a la cual adopta una posición infantil, subordinada y menor, que hace recordar al Ferdydurke de Gombrowicz. «Hoy te enviaré “El fogonero”, a ver si lo acoges con cariño, siéntalo a tu lado y elógialo, como él lo desea», le dice en la carta del 10 de junio de 1913. Y cuando le envía su primer libro, le escribe: «Te ruego que seas considerada con mi pobre librito. Son aquellas pocas hojas que me viste ordenar la noche en que nos conocimos».
Y están los dos movimientos de la mujer-lectora-ayudante. Por un lado, la copia de los manuscritos que es preciso pasar a máquina. El momento de la socialización, tan necesario para Kafka: imaginar una mujer amada, la mujer-máquina-decopiar, que se ocupa de ese paso decisivo.
Y, por otro lado, la lectura y la escucha atentas. La mujer dispuesta a acompañar lo que se escribe. Leer a alguien en voz alta lo que se acaba de escribir es un ejemplo clásico de este movimiento. Hay muchos testimonios que señalan que a Kafka le gustaba leer sus textos en voz alta. Es lo que de hecho hace con sus hermanas inmediatamente después de terminar «La condena», como si la lectura fuera una continuidad de lo que ha escrito esa noche. Se levanta, pasa al otro cuarto y lee en voz alta lo que acaba de escribir.
Cuando Kafka ya se ha desengañado de Felice, hacia el final, cuando ella lo ha decepcionado, el 24 de enero de 1915 escribe en su Diario: «Tibia petición de que le permitiera llevar un manuscrito y copiarlo». Ahora es la copista indiferente.
Y en el mismo párrafo aparece como una extraña que se desconecta: «También le he leído algo mío, las frases se embrollaban de forma repulsiva, sin la menor conexión con la oyente, que estaba tumbada en el canapé, con los ojos cerrados, y acogía mi lectura sin decir palabra».
Ya no hay vínculo entre ellos, todo ha terminado a esa altura. Pero Kafka registra los dos movimientos que están en el origen de la relación y que Felice ya no realiza. Ni la lectoracopista, que copia lo que lee; ni la lectora-oyente, a la que se le leen textos en voz alta, tendida en el canapé.

Ricardo Piglia
El último lector


Sólo vemos una vez a don Quijote leer libros de caballería y es cuando hojea el falso Quijote de Avellaneda, donde se cuentan las aventuras que él nunca ha vivido: precisamente en el momento en que la novela pone en escena su capacidad de absorber el mundo para ficcionalizarlo todo. Tenemos las fotos en que Borges intenta descifrar las letras de un libro que sostiene casi pegado a su cara; la de Joyce, un ojo tapado con un parche, leyendo con una lupa de gran aumento. Y hay una instantánea en la que el Che Guevara, trepado a una rama en plena selva boliviana, se concentra en la lectura, y tenemos también a Hamlet apareciendo por primera vez en escena con un libro en la mano. Y a Anna Karenina, a Madame Bovary; a esos lectores tan locos, geniales e inadecuados como Hamlet y Alonso Quijano que son Bouvard y Pécuchet. ¿Qué significan estas escenas de lectura, escenas secundarias y casi irrelevantes para las tramas novelescas, pero en las que asoma su sistema secreto? Piglia vuelve a mostrar que es uno de los grandes maestros en la construcción de itinerarios insólitos para leer la literatura contemporánea, en un libro extraordinario que, en palabras del autor, es «el más personal y el más íntimo de todos los que he escrito».

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