la historia la hacen los demás

—Entra, tráeme felicidad, viejo David, el de la cintura de joven; excúsame de mirar el calendario en tus ojos; yo viajo en la minúscula hoja de calendario que lleva fecha del 31 de mayo de 1942; no destruyas mi barca; compadécete de mí, querido, no destruyas la barquita de papel hecha con una hoja de calendario y no me hundas en el océano de los dieciséis años. ¿Te acuerdas? La victoria hay que ganarla, no la regalan: ¡ay de aquellos que no comen del sacramento del búfalo!; tú sabes también que los sacramentos tienen la terrible propiedad de no estar sometidos al desgaste del tiempo; y tenían hambre y no hubo multiplicación de panes para ellos, ni multiplicación de peces: el sacramento del cordero no calmaba su hambre, el del búfalo les brindaba abundante alimento; no habían aprendido a calcular: mil millones de marcos por un caramelo, un caballo por una manzana y luego no había tres pfennig para un panecillo; y siempre con orden, con decencia, honor, fidelidad; vacunados con el sacramento del búfalo son inmortales; déjalo ya, David, ¿para qué arrastrar consigo el tiempo?; ten compasión, apaga en tus ojos el calendario; la historia la hacen los demás; tienes el café Kroner asegurado, algún día te harán un monumento, uno pequeñito de bronce en el que aparecerás con el rollo de dibujos en la mano; pequeño, delgaducho, sonriente, algo así entre un joven rabino y un bohemio, con ese aire indefinido que da el origen campesino; tú mismo has visto adonde va a parar la sensatez política… ¿quieres robarme la insensatez política? Desde la ventana de tu estudio me gritaste: no te atormentes, yo te querré y te ahorraré esas terribles cosas de que te han hablado tus compañeras de colegio, esas cosas que dicen que suceden en las noches de boda; no creas las murmuraciones de esas necias; nosotros nos reiremos cuando llegue el momento, seguro, yo te lo prometo; pero todavía tienes que esperar un par de semanas, a lo sumo un mes, hasta que yo compre el ramo de flores, alquile el coche y llegue a la puerta de tu casa. Viajaremos, conoceremos el mundo, tú me darás hijos, cinco, seis, siete; estos hijos me darán nietos, cinco veces, seis veces, siete veces siete; tú no notarás nunca que yo trabajo, yo te ahorraré el sudor de mi frente, la seriedad de los músculos y del uniforme; las cosas me resultan fáciles, he aprendido a hacerlas, he estudiado un poco, he pagado el sudor por adelantado; no soy un artista; no te hagas ilusiones; no podré ofrecerte demonios falsos ni verdaderos y aquello de lo cual te han contado tus amigos historias de miedo, no lo haremos en la alcoba, sino al aire libre: verás al cielo encima de ti, hojas y briznas de hierba te caerán sobre el rostro, quiero que saborees el aroma de una tarde de otoño y no tengas la impresión de participar por obligación en un desagradable ejercicio gimnástico; quiero que sientas el olor de la hierba otoñal; nos echaremos sobre la arena, allá abajo en la orilla del río, entre las rosas silvestres, un poco más arriba de la huella que dejó la riada; cañas, tapones, cajas de crema de zapatos, un grano de rosario que perdió la mujer de un marinero y, en una botella de limonada, una carta; en el aire el humo amargo de las chimeneas de los barcos; chirriar de cadenas de anclas; y no lo convertiremos en seriedad sangrienta, por muy serio y sangriento que sea en realidad.

Heinrich Böll
Billar a las nueve y media


Billar a las nueve y media es la historia de tres generaciones de arquitectos alemanes de Colonia. Heinrich, Robert y Joseph Fähmel. El primero, Heinrich, es el fundador de la dinastía, un arquitecto de origen humilde que se trasladó desde el campo a una gran ciudad a finales del siglo XIX para forjarse un nombre y un futuro. Robert es su hijo, un experto en estática y cálculo de estructuras que nunca ha construído un edificio. En último lugar y con mucho menos peso argumental aparece también el hijo de Robert, Joseph Fähmel, que acaba de comenzar a ejercer la profesión reconstruyendo la Abadía de Sankt Anton, la primera obra importante de su abuelo, destruida durante la II Guerra Mundial.
El padre construía y restauraba abadías, monasterios y demás obras de obras de arte de hormigón y ladrillo. Su hijo, el protagonista de este relato, es también arquitecto, aunque experto en estática y estructuras, pero al estallar la segunda guerra mundial, va a la guerra como oficial del ejercito. Su misión, aprovechando sus conocimientos, es volar construcciones. Cuando la guerra está perdida, aprovechando la incompetencia de su comandante volará las obras de arte que su padre alzo dentro de la propia Alemania. ¿Por qué? Se le revuelven las tripas cuando escucha que los aliados han bombardeado, han matado a dos mil personas, pero lo más relevante es que la abadía de San nosequién ha sido derruida. No soporta que se le dé más valor al arte que a las personas.
Su hijo no sabe nada de esto, no quieren contarle, metáfora de la Alemania salida de la guerra que prefiere no saber lo que hicieron sus antecesores. Puede que mejor sea no saber para seguir adelante. Pero de querer saber, mejor saberlo todo, no versiones simplificadas. Mirar de frente al pasado fue siempre la obsesión de Böll.
En Billar a las nueve y media se ofrece una visión aceradamente crítica de esa Alemania del siglo XX que, en aras de la gloria militar y de la prosperidad material, simbólicamente designadas en la novela como el «sacramento del búfalo», ha sacrificado y escarnecido tantas veces los principios de la moral y el respeto a la libertad de los hombres, simbolizados en el «sacramento del cordero».

el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol

Primeros días de viaje, primeras aventuras nocturnas y sus consecuencias
Ese puntual cumplidor de todo trabajo, el sol, acababa de levantarse y de alumbrar la mañana del 30 de mayo de 1827 cuando Samuel Pickwick, surgiendo de sus sueños cual otro sol, abría la ventana de su cuarto y contemplaba al mundo que debajo de él se extendía. Goswell Street hallábase a sus pies; Goswell Street tendíase a su derecha, y hasta donde la vista alcanzar podía veíase a la izquierda Goswell Street, y la acera opuesta de Goswell Street mirábase enfrente. «Tales —pensaba Mr. Pickwick— son las limitadas ideas de aquellos filósofos que satisfechos con el examen de las cosas que tienen ante sí no descubren las verdades que más allá se esconden. Así, podía yo contentarme con mirar simplemente Goswell Street sin preocuparme en penetrar las ocultas regiones que a la calle circundan.» Y después de producir Mr. Pickwick esta hermosa reflexión, embutióse en su traje, y sus trajes en el portamantas. Los grandes hombres rara vez se distinguen por la escrupulosidad de su indumento; así, pues, la operación de rasurarse, vestirse y sorber el café pronto estuvo concluida, y una hora después, Mr. Pickwick, con su portamantas en la mano, su anteojo en el bolsillo de su amplio gabán y el libro de notas en el del chaleco, dispuesto a recibir cualquier descubrimiento digno de registrarse, llegaba a la cochera de San Martín el Grande.
—¡Cochero! —exclamó Pickwick.
—Aquí está, sir —articuló un extraño ejemplar de la raza humana, con cazadora de tela de saco y mandil de lo mismo, que con una etiqueta y un número de latón en el cuello parecía catalogado en alguna colección de rarezas. Era el mozo de limpieza—. Aquí está, sir. ¡Vamos, el primero!
Y hallado el cochero número 1 en la taberna donde había fumado su primera pipa, Mr. Pickwick y su portamantas fueron introducidos en el vehículo.
—¡A Golden Cross! —ordenó Mr. Pickwick.
—¡Nada, ni para un trago, Tomás! —exclamó malhumorado el cochero, dirigiéndose a su amigo el mozo, al arrancar el coche.
—¿Qué tiempo tiene ese caballo, amigo? —preguntó Mr. Pickwick, frotándose la nariz con el chelín que había sacado para pagar el recorrido.
—Cuarenta y dos —replicó el cochero mirándole de través.
—¡Cómo! —exclamó Mr. Pickwick llevando su mano al cuaderno de apuntes.
El cochero reiteró su afirmación primera. Mr. Pickwick miró fijamente a la cara del cochero; pero en vista de que los rasgos de ésta permanecieron inmutables, se decidió a consignar el hecho.
—¿Y cuánto tiempo le tiene usted trabajando cada vez? —inquirió Mr. Pickwick, para ampliar la información.
—Dos o tres semanas —contestó el cochero.
—¡Semanas! —dijo asombrado Mr. Pickwick… y de nuevo salió el cuaderno de apuntes.
—Su casa está en Pentonwill, pero rara vez le llevamos allí, por lo flojo que está —observó el cochero con frialdad.
—¡Por lo flojo que está! —repitió vacilante Mr. Pickwick.
—En cuanto se desengancha se cae —prosiguió el cochero—; pero cuando está enganchado le tenemos bien tieso y le llevamos tan corto, que no es fácil que se caiga; y hemos puesto un par de ruedas tan anchas y hermosas, que en cuanto él se mueve echan tras él y no tiene más remedio que correr… no puede por menos.
Mr. Pickwick consignó en su cuaderno todas las palabras de esta información con propósito de comunicarlas al Club, como ejemplo singular de la tenacidad vital de los caballos bajo las más difíciles circunstancias. Apenas había terminado su anotación cuando llegaban a Golden Cross. Saltó el cochero y salió Mr. Pickwick del coche. Mr. Tupman, Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, que se hallaban esperando impacientes la llegada de su ilustre jefe, le rodearon, dándole la bienvenida.
—Aquí tiene usted su servicio —dijo Mr. Pickwick, mostrando el chelín al cochero.
¡Cuál no sería el asombro de los doctos caballeros cuando aquel ente incomprensible arrojó la moneda al suelo y expresó con ademanes inequívocos su deseo de que se le permitiera luchar con Mr. Pickwick por la cantidad que se le adeudaba!
—Usted está loco —dijo Mr. Snodgrass.
—O borracho —añadió Mr. Winkle.
—O las dos cosas —resumió Mr. Tupman.
—¡Vamos, vamos! —gritó el cochero, haciendo ademán de combatir a puñetazos, marcando los movimientos como un péndulo—. ¡Vamos… con los cuatro!
—¡Aquí hay jarana! —gritaron media docena de cazurros—. Manos a la obra, Sam.
Y, vociferando alegremente, se agregaron al grupo.
—¿Qué es ello, Sam? —preguntó un caballerete con mangas de percal negro.
—¿Cómo que qué es ello? —replicó el cochero—. ¿Para qué quería mi número?
—Yo no quería su número —contestó Mr. Pickwick sin salir de su estupefacción.
—Entonces, ¿para qué lo ha tomado usted? —le interrogó el cochero.
—¡Pero si no lo he tomado! —gritó indignado Mr. Pickwick.
—¿Querréis creer —continuó el cochero, dirigiéndose al público—, querréis creer que un investigador va en un coche y no sólo apunta el número del cochero sino cada palabra que dice?
Un rayo de luz brilló en la mente de Mr. Pickwick: se trataba del cuaderno de notas.
—¿Pero hizo eso? —preguntó otro cochero.
—Claro que lo hizo —replicó el primero—. Y luego, a prevención de que yo le atacara, tiene tres testigos para declarar contra mí. Pero le voy a dar, aunque me cueste seis meses. ¡Vamos!
Y el cochero arrojó su sombrero al suelo, con notorio menosprecio de la prenda, arrancó los lentes a Mr. Pickwick y siguió el ataque con un puñetazo en la nariz a Mr. Pickwick, otro en un ojo a Mr. Snodgrass y, por variar, un tercero, en el vientre, a Mr. Tupman; luego empezó a maniobrar bailando en el arroyo; volvió a la acera y, por fin, extrajo del pecho de Mr. Winkle el poco aire que le quedaba; todo en media docena de segundos.
—¿Dónde habrá un policía? —preguntó Mr. Snodgrass.
—Ponedlos bajo las mangas —sugirió un vehemente panadero.
—¡Tendréis que sentir por esto! —amenazó Mr. Pickwick.
—¡Soplones! —gritó la concurrencia.
—¡Vamos! —gritó el cochero, que no había cesado en todo el tiempo de agitar sus puños.
El público allí reunido, que hasta entonces había permanecido como mero espectador de la escena, al enterarse de que los pickwickianos eran confidentes del fisco comenzó a encarecer rápidamente la conveniencia de apoyar la proposición del ardoroso panadero; y no hay que decir los actos de agresión personal que se hubieran cometido a no ser porque la trifulca quedó repentinamente interrumpida por la llegada de un nuevo personaje.
—¿Qué juerga es ésta? —preguntó un joven más bien alto, con verde cazadora, que emergió de improviso ante la cochera.
—¡Soplones! —gritó de nuevo la concurrencia.
—¡No somos tal cosa! —rugió Mr. Pickwick en un tono que hubiera llevado la convicción a cualquier circunstante desapasionado.
—¿No lo son ustedes… no lo son? —dijo el muchacho, dirigiéndose a Mr. Pickwick y abriéndose paso entre la multitud por el infalible sistema de separar a codazos a los elementos componentes de ella.
El docto caballero explicó en breves y apresuradas palabras la realidad del caso.
—Vengan, pues —dijo el de la verde cazadora, cargando casi a viva fuerza con Mr. Pickwick y charlando sin cesar—. Ea, número novecientos veinticuatro, recoja su servicio y márchese… Respetables señores… le conozco bien… imprudencias… Sir, ¿y sus amigos?… Un error, ya se ve… no preocuparse… cosas que ocurren… hasta en las mejores familias… no hay que hablar de morir… un contratiempo… levantadlo… ponga eso en su pipa… el aroma… ¡maldita canalla!
Y con esta larga ristra de entrecortadas frases, pronunciadas con extraordinaria volubilidad, el extraño personaje se encaminó hacia la sala de espera de viajeros, seguido de cerca por Mr. Pickwick y sus discípulos.
—¡Mozo! —gritó el raro personaje, tirando de la campanilla con tremenda violencia—, ponga copas… aguardiente y agua, caliente y fuerte, y dulce, y mucho… ¿El ojo magullado, sir? ¡Mozo!, bistec crudo para el ojo del caballero…; nada como el bistec crudo para las erosiones, sir; el frío de un farol, muy bueno; pero un farol, no es posible… ¡Hay que ver pasarse media hora en la calle y pegar el ojo contra la columna del farol!… ¡Eh, muy bien! ¡Ah, ah!
Y el desconocido, sin tomar resuello, se echó de un trago como media pinta del líquido espumante y se repantigó en la silla tranquilamente, como si nada hubiera pasado.

Charles Dickens
Los papeles póstumos del Club Pickwick


Los papeles póstumos del Club Pickwick, también conocida como Los papeles del Club Pickwick, (The Posthumous Papers of the Pickwick Club) fue la primera novela publicada por el escritor británico Charles Dickens. Está considerado como una de las obras maestras de la literatura inglesa.
Inicialmente fue publicada por entregas entre abril de 1836 y noviembre de 1837, y cada una de sus entregas se convertía en un acontecimiento literario. En un principio, la obra debía ser una narración inspirada en los grabados que había realizado Robert Seymour acerca de un «club Nimrod» de cazadores cómicamente inexpertos, pero el texto no tardó en imponerse a su ilustración.
En torno al protagonista se agrupa un club de extravagantes personajes, cuyas peripecias, narradas con gran sentido del humor, pueden interpretarse como una sátira de la filantropía. La figura más notable de la novela, después de la de Pickwick, es la de su criado Sam Weller.
El protagonista de la novela, el señor Samuel Pickwick, es un anciano caballero, fundador del Club Pickwick. La novela se centra en las aventuras del señor Pickwick junto a sus amigos los señores Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass, y Tracy Tupman, durante un divertido viaje.


Brujas por aquí y por allá

Brujas por aquí y por allá
En la Biblioteca Nacional de París se celebra una exposición de cuadros, grabados, libros, documentos, sobre el gran tema —y de tanta actualidad— de la brujería. Claro, como dice un crítico, que las pinturas y grabados, desde Durero a Goya y Gustavo Doré, es pintar como querer, que ninguno de estos artistas ha ido a ver personalmente a Leonardo y sus amigas en el aquelarre, o visto a éstas en sus trabajos y boticas, o voladoras en el plenilunio. La exposición está abierta hasta el quince de abril, y habrá que ir allá a verla. Dicen que las vitrinas están llenas de los libros que facilitaron los argumentos teológicos y jurídicos que llevaron a tanta y tanta bruja a la hoguera. El Malleus Maleficarum, la Demonomanía de Bodin, la Demonolatría de Rémy, y papales de muchos procesos, como el de las monjas de Loudun y el clérigo Urbain Grandier… Entre los grabados hay uno con la visita de Santiago el Mayor al mago Hermógenes, de Brueghel el Viejo, y un documento firmado por Asmodeo, en una iglesia de Francia, el 29 de mayo de 1629 en el cual el demonio, famoso desde los días del viaje del joven Tobías, cuando se dedicaba a matarle los maridos a Sara, en la misma noche de bodas, declara que abandona el cuerpo de una monja, con sus amigos Gresil, Amand, Bhería, etcétera. Últimamente este Asmodeo está siendo considerado como vampiro, es decir, como un conde Drácula cualquiera.
A la gente parece interesarle, en los años setenta, el tema de las brujas. Yo he dado últimamente un par de conferencias sobre demonología y demonomagia, y ahora me piden otra sobre brujas, gallegas y no gallegas, en un Colegio Mayor femenino de la Universidad de Santiago. Pero volviendo a Asmodeo, no se ha sabido nada de él desde el asunto de Loudun. Cuando en el siglo pasado un cabalista alemán Reizenstein, logró charlar en unas ruinas con Zophiel, «el espía de Dios», éste le dio noticias de algunos demonios, v. g. que Mammon era el embajador del Infierno en Inglaterra, y que Nergal era el jefe de la policía secreta de Satanás, y que Sammael, «el más joven y más viril de los setenta y dos príncipes infernales, amante que fue de Eva y de Lilith», y al parecer padre de Caín, trabaja, como asegura James B. Cabell, en Los amados hijos del diablo, como crítico de arte. Pero de Asmoedo no quiso decir nada. Don Vicente Risco suponía que había sido embajador de Satán en Hollywood allá por los años treinta.

Álvaro Cunqueiro
El laberinto habitado
(Edición de María Liñeira de los artículos publicados en la revista Destino)

Se recogen aquí gran parte de los artículos publicados por Álvaro Cunqueiro en la revista catalana Destino entre 1961 y 1976. Aunque su colaboración comenzó en 1938, se reúnen en este volumen sólo aquellos artículos que no han visto la luz en formato de libro. En total, se presentan casi trescientos artículos, clasificados en las siguientes secciones: «En la ruta de la seda», un itinerario que transcurre entre Venecia, Córdoba y China; «Florilegio» recoge publicaciones de tema literario, de Sherlock Holmes al caballero de Olmedo; «Onírica», un conjunto de textos mágicos donde habitan brujas, demonios y unicornios; «Retratos de hermosas», con cinco visiones femeninas, desde la bailarina Cléo de Mérode a la reina de Saba; en «Del lejano país» surge el mundo gallego, con sus tópicos revisitados (lobos, curanderos) y el Camino de Santiago; unas «funestas lentejas» o una «teoría e iluminaciones del aguardiente» son ejemplos, en «De lo coquinario y vinícola», del Cunqueiro gastrónomo; «De santos y otras gentes», un recorrido por las vidas de santos y otros personajes singulares; «El variado mundo», artículos de la década de 1970 donde se analiza la actualidad; por último, «En tiempo de adviento» recorre las tierras gallegas en busca de las tradiciones paganas y religiosas de la Navidad.

LUNES, 28 DE MAYO DE 1945

LUNES, 28 DE MAYO DE 1945
De nuevo en la lavandería. Hoy estaban nuestros Ivanes pasados de rosca. Nos pellizcaban, nos besuqueaban y repetían su cantinela en alemán: «Tocino, huevos, dormir a la casa», y para que se les comprenda mejor ponen su cabeza sobre el antebrazo como un angelito de Rafael.
Tocino, huevos, los podríamos necesitar. Sin embargo, la deliciosa oferta no encontró ningún cliente. Las violaciones a plena luz del día en este solar completamente abierto, con tanto gentío, deberían ser poco menos que imposibles. Por todas partes hay actividad, en ningún lugar encontrarían los muchachos un rincón tranquilo. Por ello el «dormir a la casa»… a todos les gustaría que alguna chica obsequiosa y necesitada de tocino les invitara a su casa. Con toda seguridad hay suficientes de ésas entre nosotras aquí en la fábrica, pero el miedo actúa como un freno.
Volvimos a lavar blusas, camisas y pañuelos. Uno resultó ser un pañito de mesita de noche, un pequeño rectángulo ribeteado en rojo con el rótulo bordado en punto de cruz: «Felices sueños». Por primera vez lavaba pañuelos llenos de mocos de desconocidos. ¿Asco del moco enemigo? Sí, más que de los calzoncillos. Tuve que vencer las náuseas.
Mis compañeras lavanderas no sintieron al parecer nada parecido, seguían lavando con obstinación. Ahora ya las conozco bastante bien. La pequeña Gerti, de diecinueve años, tierna y reflexiva, confesaba a media voz todas sus penas de amor. Por un amigo que la abandonó, por otro que cayó… Dirigí la conversación hacia los últimos días de abril. Al final acabó confesando con las pestañas bajas que tres rusos la habían sacado del refugio y, primero uno tras otro y luego todos revueltos, la habían violado en un sofá de una planta baja, que no sabía a quién pertenecía. Esos jóvenes resultaron ser muy guasones una vez consumado el acto. Revolvieron en los armarios de la cocina y sólo encontraron —algo típico en los armarios de cocina alemanes en esos días— mermelada y achicoria. La mermelada se la echaron a cucharadas a la pequeña Gerti en el pelo entre grandes carcajadas, y luego le vertieron generosamente encima la achicoria.
Me quedé mirando fijamente a la pequeña mientras contaba, avergonzada y en voz baja, esta historia inclinada sobre su plancha para lavar la ropa. Intenté imaginarme aquellas escenas espeluznantes. Jamás, jamás podría un escritor inventar algo semejante.
En torno a nosotras hubo todo el día órdenes y más órdenes: «¡Davai, pustai, rabotta, skaree!». ¡Vamos, arriba, al tajo, más rápido! De pronto todos tienen una prisa tremenda. Quizás se van a largar en breve de aquí.
Un problema para nosotras, las lavanderas, es ir a hacer nuestras necesidades. Utilizamos un sitio repugnante en el que apenas se puede entrar. El primer día probamos sólo con agua sucia. Pero las cañerías están embozadas. Lo malo es que los rusos nos espían. Ahora lo hacemos así: dos de nosotras hacen guardia —una a cada extremo del pasillo— cuando la tercera tiene que visitar ese lugar. Nos llevamos siempre el jabón y los cepillos con nosotras porque esas cosas desaparecen enseguida.
Poco después del mediodía nos sentamos al sol durante una hora sobre nuestros cajones volcados del revés. Comimos la sopa grasienta y dormitamos un rato. Y luego vuelta a lavar y lavar. Sudorosas regresamos a casa a eso de las siete. Pudimos volver a escaparnos disimuladamente por la portezuela lateral.
En casa un lavado corporal gratificante, ropa limpia, noche tranquila. Tengo que pararme a pensar. Qué grande es nuestra miseria espiritual. Esperamos una palabra dirigida al corazón, que nos hable y nos devuelva a la vida. Nuestros corazones se han vaciado, tenemos hambre de sustento, de lo que la Iglesia católica llama «maná, alimento del alma». Si libro el domingo que viene y vuelve a haber misa, me gustaría ir a una iglesia a ver si las personas encuentran allí ese alimento del alma. La gente de nuestra condición, la que no pertenece a ninguna Iglesia, se atormenta en la soledad y en las tinieblas. El fututo pende, plomizo, sobre nosotros. Yo me resisto, intento mantener encendida la llama en mi interior. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Qué hacer con mi vida? Estoy desesperadamente sola como para intentar dar una respuesta.

Anónima
Una mujer en Berlín
Anotaciones de diario escritas entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945


Para enterarse de lo que en realidad ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, hay que preguntárselo a las mujeres. Y es que, entre las ruinas, los hombres demostraron ser el «sexo más débil». Así lo ve la autora de este libro, que vivió el final de la guerra en Berlín. Sus observaciones aparecieron publicadas por primera vez en Norteamérica en 1954, gracias a Kurt W. Marek, crítico y periodista, a quien la autora confió el manuscrito. Anagrama recoge, además del epílogo de Marek, una introducción de Hans Magnus Enzensberger. En este documento único no se ilustra lo singular sino lo que les tocó vivir a millones de mujeres: primero la supervivencia entre los escombros, sin agua, sin gas, sin electricidad, acuciadas por el hambre, el miedo y el asco, y, posteriormente, tras la batalla de Berlín, por la venganza de los vencedores.

Margarita, está linda la mar

1950.
Hace correr el rumor de que se encuentra enfermo de muerte. Su médico personal, el coronel (GN) Heriberto Guardado, se encarga de confirmar la especie en los corrillos sociales. Por fin, es electo otra vez presidente (1950-1956), tras negociar un pacto político con el general Emiliano Chamorro, su tradicional adversario conservador:
Una sala calurosa en Managua. Dos mecedoras de mimbre.
Somoza: (Se da aire con un abanico de paja). General, ¿le puedo solicitar un favor?
Chamorro: (Suspicaz, los ojos escondidos entre el enjambre de pliegues de los párpados). Diga.
Somoza: Estamos a punto de firmar este pacto… (vacila). Yo tengo un hijo, Luis…
Chamorro: (Con cortesía). ¿El ingeniero? Lo conozco.
Somoza: (Apenado). Se pone el título de ingeniero agrónomo sin merecerlo; pero aquí no hay leyes que castiguen las mentiras. (Ríe, socarrón). No trabaja en nada. Yo quiero que usted me permita que él pueda ser diputado, que se distraiga en algo. ¿Por qué no quitamos esa prohibición para los hijos del presidente? (Se calla, y aguarda, el pañuelo de lino, perfumado de Eau de Vétiver cerca de la boca).
Chamorro: (Medita, los ojos siempre escondidos bajo los párpados). Eso… le abriría a su muchacho las puertas. De entre los diputados se escoge al sucesor en caso de que el presidente falte por alguna causa…
Somoza: ¿Luis? ¿Luis, mi sucesor? ¡Permítame que me ría, general! (Se ríe con ganas). Si no tiene ambiciones en la vida. Por eso me le dicen Luis El Bueno. Si le estuviera pidiendo algo para el otro, Anastasio… a ése sí hay que ponerle cuidado…
Chamorro: (Medita aún más: voy a hacerle una concesión a un cadáver. El cáncer no lo va dejar correr largo). Sea, pues. Pero como un favor personal, no como un favor político.
Somoza: (Se levanta a medias de la silla de mimbre, y le extiende ambas manos). Mil gracias, general. No sabe cuánto se lo agradezco.
(¡Vean qué favor!, el orfebre Segismundo golpea la mesa con la palma de la mano. ¡De ese pacto nació la dinastía! Si Dillinger muere, ya está listo el hijo. Y le dice Erwin: eso será quién sabe cuándo, porque el 21, aquí al otro lado, en el Teatro González, el viejo Tacho queda ungido para seis años más, y así per secula seculorum. Hasta que salga alguien que se eche los huevos al hombro, dice el orfebre Segismundo. Y dice el Capitán Prío: todavía no ha nacido ese alguien; y con chaleco salvavidas tejido en acero, menos. Sí, dice Rigoberto mirando contra la luz la cucharita que se acaba de sacar de la boca: no ha nacido).
1951.
Dueño de fábricas textiles, de hielo, de bebidas gaseosas, de calzado, desmotadoras de algodón, beneficios de café, ingenios de azúcar, plantas salineras. Establece el 27 de mayo, cumpleaños de la Primera Dama, como Día del Ejército (a fin de contentarla porque había descubierto la existencia de José [El Carretero], dice el Capitán Prío: le armó una tremolina tremenda, en el propio despacho presidencial, delante del embajador del Perú, que llegaba a anunciarle el regalo de unos caballos de parte de Odría).
1954.
Rebelión de oficiales de la Guardia Nacional en el mes de abril. Todos los cabecillas son torturados, castrados y asesinados. Luis (El Bueno) y Anastasio (El Malo) dirigen los interrogatorios con la cooperación diligente de José (El Carretero). Construye un puerto, Puerto Somoza. Funda una línea mercante, Mamenic Line, para exportar ganado al Perú; una línea aérea, Lanica. Domina el negocio de la carne, los cueros y el cebo a través de sus propios mataderos de carne vacuna. También entra en la crianza, engorde y destace de cerdos. Establece el 1 de febrero, cumpleaños suyo, como Día del padre. José (El Carretero) empieza a aparecer en Novedades, en las fotos de familia.
1955.
Inaugura su propia estatua ecuestre frente al Estadio Somoza.

Sergio Ramírez
Margarita, está linda la mar


1907. León, Nicaragua. Durante un homenaje que le rinde su ciudad natal, Rubén Darío escribe en el abanico de una niña uno de sus más hermosos poemas: «Margarita, está linda la mar…».
1956. En un café de León una tertulia se reúne desde hace años, dedicada, entre otras cosas, a la rigurosa reconstrucción de la leyenda del poeta. Pero también a conspirar. Anastasio Somoza visita la ciudad en compañía de su esposa, doña Salvadorita. Está previsto un banquete de pompa y boato. Habrá un atentado contra la vida del tirano, y aquella niña del abanico, medio siglo más tarde, no será ajena a los hechos.
Sergio Ramírez logra, en Margarita, está linda la mar, que toda la historia de su país quepa en una cumplida metáfora de realidad y leyenda. En un lenguaje cuya brillantez subyuga al lector, con ráfagas de humor e ironía que asombran por su precisión poética, la acción va tramando caminos de medio siglo entre los dos niveles del relato, creando un continuo temporal entre el pasado y el presente que parece pertenecer a los mejores territorios del mito. Y dentro de este ámbito literario, con mucha más realidad que los hechos concretos, el autor nos hace conocer personajes de impecable identidad, originales, tiernos, necesarios, inscritos en la mejor tradición de las grandes personalidades de la literatura latinoamericana.
Una novela perfecta, rebosante de nobleza. Una obra excepcional.


Escribí un poema sobre personas en un tren: ebriedad y miedo

Sábado, 26 de mayo de 1906
Leí Gresset: Verde-Verde y La cuaresma improvisada así como el primer acto de El mal hombre antes del desayuno. Escribí un poema sobre personas en un tren: ebriedad y miedo, basado en el hecho de que el jueves, cuando volvíamos de Pedrouços, caímos en un tren abarrotado de borrachos. Había estado imaginando qué harían si de repente hubiera un accidente, y había llegado súbitamente a la certeza de que su alegría se transformaría en miedo, y así, escribí el poema como expresión de una dolorosa verdad. Clases. Volví directo a casa; un día caliente y terrible. Acabé de leer Malvado; leí el primer capítulo de Enigma, de Haeckel. Empecé una carta para el prior de Los Mártires.

Fernando Pessoa
Diarios

Al salir de México descubrió que su figura intelectual no tenía las dimensiones que él le atribuía

Los años de desencanto, de frustraciones y rencores, los posteriores a la derrota electoral de 1929, cuentan determinantemente en la gestación y el contenido del relato que poco después emprendería de su vida. Al salir de México descubrió que su figura intelectual no tenía las dimensiones que él le atribuía, engañado por la soberbia convicción de su grandeza, la ciega devoción que le rendían sus discípulos y colaboradores más cercanos y, también, por el elogio de algunos intelectuales extranjeros invitados a México durante su gestión ministerial. Su fuerte no era el diálogo, no lo había sido nunca. Uno de los pocos amigos de juventud que osó tratarlo en el momento de sus grandes triunfos con la familiaridad de años atrás, cuando las legendarias reuniones del Ateneo de la Juventud, fue Alfonso Reyes, quien en un breve periodo de correspondencia especialmente activa, se permitió aconsejarle: «… entretanto estoy en conversación contigo; estoy releyendo cosas tuyas, pues quiero empaparme de un golpe en todo lo que has publicado, antes de continuar con los estudios indostánicos. Debo hacerte dos advertencias que mi experiencia de lector me dicta: primera, procura ser más claro en la definición de tus ideas filosóficas, a veces sólo hablas a medias. Ponte por encima de ti mismo: léete objetivamente, no te dejes arrastrar ni envolver por el curso de tus sentimientos. Para escribir hay que pensar con la mano también, no sólo con la cabeza y el corazón; segunda, pon en orden sucesivo tus ideas: no incrustes la una en la otra. Hay párrafos tuyos que son confusos a fuerza de tratar cosas totalmente distintas, y que ni siquiera parecen estar escritos en serio. Uno es el orden vital de las ideas, el orden en que ellas se engendran en cada mente (y ése sólo le interesa al psicólogo para sus experiencias), y otro el orden literario de las ideas: el que debe usarse, como un lenguaje o común denominador, cuando lo que queremos es comunicarlas a los demás». A partir de esos consejos directos y cordiales comunicados en una carta del 25 de mayo de 1921, la correspondencia baja de temperatura, hasta reducirse por muchos años a un intercambio de tarjetas formalmente amistosas.
En España, ya en el exilio, visita a José Ortega y Gasset, quien lo recibe en su despacho acompañado de algunos discípulos cercanos. Poco antes de morir, Vasconcelos expresó su decepción ante el encuentro: «No me hizo buena impresión ni yo a él». No podía haber diálogo: el instrumental filosófico del mexicano, un compuesto de vitalismo, energía irracionalista, Bergson, hinduísmo, Schopenhauer, refutaciones a Nietzsche, mesianismo, exaltación dionisiaca, concepciones todas ellas decimonónicas, extraídas a veces de tratados de segunda clase, de ninguna manera se conciliaba con el discurso filosófico que Ortega se había propuesto introducir en España a través de la Revista de Occidente. En Buenos Aires, una de sus otrora plazas fuertes, fue considerado por los escritores modernos como figura del todo prescindible, personaje pintoresco, atrabiliario y obsoleto. Sus viejos amigos liberales y socialistas ya no le interesaban y el grupo de Sur, donde se movían como peces en el agua sus compañeros del Ateneo, Reyes y Henríquez Ureña, representaba para él esa casta de literatos «preocupados por las quisquillas del estilo», a quienes detestaba. Comenzó a recorrer el mundo como un fantasma, y ese sentimiento tiñe vivamente la carga emocional y conceptual que reproducen las memorias.

Sergio Pitol
El arte de la fuga
Trilogía de la memoria (Sergio Pitol) - 1


En El arte de la fuga, como en la música, los temas son retomados y respondidos, reemprendidos y modificados, no por distintas voces en este caso, sino en distintos tonos que se contrastan y conviven armónicamente: así pasamos del recuerdo de infancia al diario de escritura, del retrato a la crítica literaria, del cuento a la crónica. Capaz de todos los temas y tonos, en este libro Pitol es un lector maravilloso y un narrador de primer orden. Con una nueva libertad, goza de relatarnos lo que piensa y de pensar cómo relata él y cómo relatan otros, a más de establecer un interesantísimo registro de su evolución como escritor, en la que participan la cercanía de otros escritores, la lectura y la traducción de grandes obras, el viaje y la estancia en distintos países, y los ingratos avatares del nuestro.

Clara Erbecedo fue una mujer guapa y extraña

Clara Erbecedo fue una mujer guapa y extraña, ahora hay que hablar ya en pretérito, por aquí casi todas las mujeres son guapas y todas extrañas, los seres humanos son muy raros, mi tía Marianita fue siempre muy rara en su vulgaridad, y Raúl Barreiro, el novio que le dijo a Betty Boop que tirara al niño recién nacido por el retrete, también, tiras dos o tres veces de la cadena y no se entera nadie, vamos, no se entera ni Dios, todo el mundo es extraño, esto no debe ser dudado por nadie por raro que fuere, por extraño y desdibujado que fuere, Clara Erbecedo murió el mismo día que Gitanillo de Triana, el 24 de mayo de hace ya veinticinco años, Gitanillo se mató en accidente de automóvil, iba con su yerno Héctor Álvarez, novillero venezolano, que se mató también, venían de Villa Paz, la finca de Luis Miguel Dominguín, Clara Erbecedo murió de cáncer de útero, le picó la víbora de la espigaruela y no pudo resistirlo, el cáncer es igual que el accidente de carretera. Su hijo Jacobo publicó la esquela en los dos periódicos de La Coruña. Doña Ermitas Erbecedo Fernández, Clara, viuda de López Carreira, falleció en su casa de San Pedro de Nos el día 24 del actual, a los sesenta y tres años de edad, después de recibir los Santos Sacramentos y la bendición de Su Santidad. Sus hijos, Santiago y Vicenta; hijos políticos, Eva Santana Araújo y Enrique Canelas Pose; nietos, Diego, Francisco, Marta, Claudia, Rebeca, Rodolfo y Benjamín Carlos; hermanos, Florián (sacerdote) y Heliodoro (ausente); sobrinos y demás familia, y sus fieles servidores Rómula Restande Iglesias y Evaristo Cruces Silva, ruegan a sus amistades, etc., dos meses después se llega a la Luna, pero todo sigue igual, Bertrand Russell afirma que se ha expandido el ámbito de la estupidez humana, ya se dijo. Esto de los nombres es en ocasiones confuso porque la gente no se llama siempre como se llama sino como quisiera llamarse, lo único que se explica en la esquela mortuoria es que a Ermitas le llamaban Clara, también conviene precisar la correspondencia onomástica que se expresa a continuación: Ermitas, Lucía, además de Clara; Santiago, Jacobo; Vicenta, Mary Carmen; Diego, Pichi; Francisco, Paquito y Fran; Marta, Matty; Claudia, Betty Boop, y Rebeca, Becky, a los hijos de Mary Carmen se los llamó siempre por sus nombres, lo más en diminutivo, Rodolfito y Benjaminín, si la gente leyera con más atención no harían falta estas enojosas repeticiones.

Camilo José Cela
La cruz de San Andrés
Premio Planeta 1994

A través de una larga, estremecedora y minuciosa confesión, que ella denomina «la crónica de un derrumbamiento», Matilde Verdú, la protagonista de La cruz de San Andrés, nos hace un relato puntual de su vida.
Sexo, frustración, locura y muerte se entrelazan íntima y amorosamente hasta componer un retablo magnífico y sobrecogedor, que incluye desde los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana hasta los sucesos más dramáticos que jalonan su existencia.
La cruz de San Andrés se convierte así, de la mano de inteligente y experta de Camilo José Cela —cuya maestría habitual le ha valido el Premio Nobel de Literatura—, en una lúcida y penetrante reflexión moral sobre la condición humana y los avatares que la acechan, en la que no falta el contrapunto sorprendente de un humor teñido de piedad y de ternura; estamos ante una obra maestra de la literatura española contemporánea, una de las lecturas más apasionantes de los últimos tiempos.
Esta novela ha obtenido el Premio Planeta 1994.

Y Martín, por más que lo diga a gritos, a mí no me parece sudamericano. ¡Maldita sea!

23 de mayo
Me he vuelto a acostar con un hombre sin desearlo. Por darle algo que en el fondo sólo desearía darle a Martín. No, no es ninfomanía. Esto empezó entregándole mi virginidad a un dominicano que me agredía por lo que mi país le había hecho al suyo. Y desde entonces me he sentido siempre indefensa ante los hombres que vienen de regiones que son víctimas de mi país. Me defiendo perfectamente de un francés pero no puedo hacer absolutamente nada ante un peruano, por ejemplo. Y Martín, por más que lo diga a gritos, a mí no me parece sudamericano. ¡Maldita sea!

Alfredo Bryce Echenique
La vida exagerada de Martín Romaña
Cuaderno de navegación en un sillón Voltaire


La vida exagerada de Martín Romaña es, probablemente, la novela mayor y la más característica del talante biográfico y narrativo de Alfredo Bryce Echenique. Si por lo primero estamos ante una biografía inclusiva, que hace un balance irónico de la década de los años 60 desde su centro mitológico, el París de la rebelión juvenil del mayo del 68, por lo segundo estamos ante un relato circular, elocuente y digresivo, que hace la oralidad idiomática, de su lengua peruana, la alegoría migratoria de una saga tan desmitificadora como humorística.
Martin Romaña es un peruano que una década después de haber emigrado a París con la intención de convertirse en escritor, empieza a redactar su «cuaderno azul de navegación» en el cual, además de contar su experiencia parisina de Mayo del 68, rescata los recuerdos de Inés, su esposa que lo abandona por su inseguridad, timidez e indecisión.
Algunos temas abordados son su trágico desembarco proveniente del Perú en Dunkerque, en donde pierde toda su biblioteca a causa de un accidente, pasando por su admiración por César Vallejo y Ernest Hemingway, su desencanto de París, su participación irrelevante en un grupo procomunista durante Mayo del 68, la novela que nunca escribió, hasta un caso de hemorroides y el encuentro mágico con ese ser, verdadero bálsamo de su tristeza, que será Octavia de Cádiz, y por la cual redactará el Cuaderno rojo de fatídica navegación.
Es una obra del post boom al dirigir la narrativa hacia el individuo, al revisar la sentimentalidad de los personajes, y al abandonar los discursos épicos y esencialistas sobre América Latina.


Pero ¿dónde está el dinero? ¿Dónde están los cañones?

—Así, ¿que usted cree que Espartero tomará la plaza?
—Yo creo que sí.
Hablamos luego del valor que tenía el fuerte de San Pedro Mártir.
Lazamborda tampoco creía en él.
—Al principio —me dijo—, el barón de Rahden comenzó a fortificar el alto de San Pedro Mártir, en agosto del año anterior, y pensaba hacer un baluarte bueno; pero el barón prusiano, cuando fue herido en el sitio de Montalbán, pidió permiso a Cabrera para marcharse a su país a restablecerse de sus heridas y no volvió.
—¿Y no se ha seguido la fortificación?
—No. A Rahden le sustituyó mi jefe, el teniente coronel de cazadores don Juan José Alzaga, que vino con gran actividad a seguir los trabajos de fortificación de San Pedro Mártir. Pero ¿dónde está el dinero? ¿Dónde están los cañones?
—Así, ¿que esto vale poco?
—Nada.
Como a Lazamborda le gustaba hablar y tomar una copa, yo compré una botella de aguardiente y otra de ron, que se vendían muy caras; las llevé a mi cuarto y solíamos beber un trago al lado del fuego.
El día 22 de mayo hubo en Morella un ventarrón frío y la gente estuvo metida en casa, no se oyó cañoneo en las inmediaciones del pueblo. El 23 comenzaron los liberales a bombardear el fuerte de San Pedro Mártir. Se contó entre la gente que unas compañías carlistas del batallón de Valencia hicieron retroceder a los cristinos y se celebró esto como una gran victoria para animar el espíritu de los morellanos.
Le pregunté qué había de cierto en ello a Lazamborda y me contestó:
—¡Bah! Eso no significa nada.
El día 24 siguió el cañoneo desde la mañana y el gobernador Peret del Ríu hizo una salida con un regimiento de miñones. Vimos desde la muralla cómo avanzaban y retrocedían los soldados, pero no nos dimos cuenta de quién llevaba la mejor parte en la acción. Se vio que corrían por el campo los pelotones de caballería y brillaban los sables y las puntas de las lanzas al sol. El resultado del encuentro no pareció muy claro. Lo peor para los carlistas fue que algunos soldados del fuerte de San Pedro Mártir se pasaron a Espartero.
«El fuerte no tendrá más remedio que rendirse», me dijo Lazamborda.
El día 25 por la madrugada se oyó un terrible cañoneo hacia San Pedro Mártir y una gran algarabía en las primeras horas de la tarde.
El fuerte se había rendido. Espartero mandó a un oficial ex carlista de los convenidos en Vergara como parlamentario y este oficial fue quien persuadió a los del fuerte a que se rindieran.
Al saberlo, puse en el balcón central de la calle de la Virgen las dos toallas blancas y la chaqueta negra como señal y al día siguiente un comandante y dos tenientes se descolgaron por la muralla y se pasaron a los liberales.
Peret del Riu, Castilla y sus ayudantes recorrían las calles para animar el espíritu de la ciudad. Iban con ellos varios curas y frailes, entre ellos Llorens y Escorihuela.
Se ponían a perorar en las esquinas y en lo alto de las barricadas y llegaban a entusiasmar a los soldados.
Lazamborda indiferente decía: «¡Bah!, todo eso no sirve para nada».
Había comenzado el bombardeo del pueblo y del castillo. Venían por el aire las bombas, despacio; metían estas un ruido como el graznido de un cuervo. La gente las llamaba las grullas.

Pío Baroja
Los confidentes audaces
Memorias de un hombre de acción - 19
 

Poco antes de acabar la primavera de 1930, Baroja llevó a cabo un viaje en auto por tierras del Bajo Aragón, del Maestrazgo y Valencia. De Alcañiz fue a Morella y desde Morella visitó pueblos como Cantavieja, Mirambel, etc. Después, por Segorbe bajó a la costa, siguiéndola llegó a Valencia, de Valencia a Játiva y de allí volvió a Madrid. Muy abundantes fueron las notas que tomó en este viaje y le sirvieron para escribir la trama novelesca de dos obras que en las «Memorias de un hombre de acción» reflejan la vida en la zona indicada durante los últimos tiempos de la primera guerra carlista, en la que fue, como es sabido, uno de los principales focos del carlismo, simbolizado por la figura de Cabrera. La primera de estas dos novelas es la llamada Los confidentes audaces y está dividida en dos partes. De ellas, la primera, ­«Aviraneta preso», ­­constituye por sí un relato bastante autónomo. La segunda, «El número 101», refleja más el viaje aludido y da una visión magnífica de Morella, sus habitantes y sus alrededores al momento en que era uno de los bastiones de la causa carlista. También retratos de sus principales cabecillas.
 


Blogs y Webs