—Entra, tráeme felicidad, viejo David, el de la cintura de joven; excúsame de mirar el calendario en tus ojos; yo viajo en la minúscula hoja de calendario que lleva fecha del 31 de mayo de 1942; no destruyas mi barca; compadécete de mí, querido, no destruyas la barquita de papel hecha con una hoja de calendario y no me hundas en el océano de los dieciséis años. ¿Te acuerdas? La victoria hay que ganarla, no la regalan: ¡ay de aquellos que no comen del sacramento del búfalo!; tú sabes también que los sacramentos tienen la terrible propiedad de no estar sometidos al desgaste del tiempo; y tenían hambre y no hubo multiplicación de panes para ellos, ni multiplicación de peces: el sacramento del cordero no calmaba su hambre, el del búfalo les brindaba abundante alimento; no habían aprendido a calcular: mil millones de marcos por un caramelo, un caballo por una manzana y luego no había tres pfennig para un panecillo; y siempre con orden, con decencia, honor, fidelidad; vacunados con el sacramento del búfalo son inmortales; déjalo ya, David, ¿para qué arrastrar consigo el tiempo?; ten compasión, apaga en tus ojos el calendario; la historia la hacen los demás; tienes el café Kroner asegurado, algún día te harán un monumento, uno pequeñito de bronce en el que aparecerás con el rollo de dibujos en la mano; pequeño, delgaducho, sonriente, algo así entre un joven rabino y un bohemio, con ese aire indefinido que da el origen campesino; tú mismo has visto adonde va a parar la sensatez política… ¿quieres robarme la insensatez política? Desde la ventana de tu estudio me gritaste: no te atormentes, yo te querré y te ahorraré esas terribles cosas de que te han hablado tus compañeras de colegio, esas cosas que dicen que suceden en las noches de boda; no creas las murmuraciones de esas necias; nosotros nos reiremos cuando llegue el momento, seguro, yo te lo prometo; pero todavía tienes que esperar un par de semanas, a lo sumo un mes, hasta que yo compre el ramo de flores, alquile el coche y llegue a la puerta de tu casa. Viajaremos, conoceremos el mundo, tú me darás hijos, cinco, seis, siete; estos hijos me darán nietos, cinco veces, seis veces, siete veces siete; tú no notarás nunca que yo trabajo, yo te ahorraré el sudor de mi frente, la seriedad de los músculos y del uniforme; las cosas me resultan fáciles, he aprendido a hacerlas, he estudiado un poco, he pagado el sudor por adelantado; no soy un artista; no te hagas ilusiones; no podré ofrecerte demonios falsos ni verdaderos y aquello de lo cual te han contado tus amigos historias de miedo, no lo haremos en la alcoba, sino al aire libre: verás al cielo encima de ti, hojas y briznas de hierba te caerán sobre el rostro, quiero que saborees el aroma de una tarde de otoño y no tengas la impresión de participar por obligación en un desagradable ejercicio gimnástico; quiero que sientas el olor de la hierba otoñal; nos echaremos sobre la arena, allá abajo en la orilla del río, entre las rosas silvestres, un poco más arriba de la huella que dejó la riada; cañas, tapones, cajas de crema de zapatos, un grano de rosario que perdió la mujer de un marinero y, en una botella de limonada, una carta; en el aire el humo amargo de las chimeneas de los barcos; chirriar de cadenas de anclas; y no lo convertiremos en seriedad sangrienta, por muy serio y sangriento que sea en realidad.
Heinrich Böll
Billar a las nueve y media
Billar a las nueve y media es la historia de tres generaciones de arquitectos alemanes de Colonia. Heinrich, Robert y Joseph Fähmel. El primero, Heinrich, es el fundador de la dinastía, un arquitecto de origen humilde que se trasladó desde el campo a una gran ciudad a finales del siglo XIX para forjarse un nombre y un futuro. Robert es su hijo, un experto en estática y cálculo de estructuras que nunca ha construído un edificio. En último lugar y con mucho menos peso argumental aparece también el hijo de Robert, Joseph Fähmel, que acaba de comenzar a ejercer la profesión reconstruyendo la Abadía de Sankt Anton, la primera obra importante de su abuelo, destruida durante la II Guerra Mundial.
El padre construía y restauraba abadías, monasterios y demás obras de obras de arte de hormigón y ladrillo. Su hijo, el protagonista de este relato, es también arquitecto, aunque experto en estática y estructuras, pero al estallar la segunda guerra mundial, va a la guerra como oficial del ejercito. Su misión, aprovechando sus conocimientos, es volar construcciones. Cuando la guerra está perdida, aprovechando la incompetencia de su comandante volará las obras de arte que su padre alzo dentro de la propia Alemania. ¿Por qué? Se le revuelven las tripas cuando escucha que los aliados han bombardeado, han matado a dos mil personas, pero lo más relevante es que la abadía de San nosequién ha sido derruida. No soporta que se le dé más valor al arte que a las personas.
Su hijo no sabe nada de esto, no quieren contarle, metáfora de la Alemania salida de la guerra que prefiere no saber lo que hicieron sus antecesores. Puede que mejor sea no saber para seguir adelante. Pero de querer saber, mejor saberlo todo, no versiones simplificadas. Mirar de frente al pasado fue siempre la obsesión de Böll.
En Billar a las nueve y media se ofrece una visión aceradamente crítica de esa Alemania del siglo XX que, en aras de la gloria militar y de la prosperidad material, simbólicamente designadas en la novela como el «sacramento del búfalo», ha sacrificado y escarnecido tantas veces los principios de la moral y el respeto a la libertad de los hombres, simbolizados en el «sacramento del cordero».
Heinrich Böll
Billar a las nueve y media
Billar a las nueve y media es la historia de tres generaciones de arquitectos alemanes de Colonia. Heinrich, Robert y Joseph Fähmel. El primero, Heinrich, es el fundador de la dinastía, un arquitecto de origen humilde que se trasladó desde el campo a una gran ciudad a finales del siglo XIX para forjarse un nombre y un futuro. Robert es su hijo, un experto en estática y cálculo de estructuras que nunca ha construído un edificio. En último lugar y con mucho menos peso argumental aparece también el hijo de Robert, Joseph Fähmel, que acaba de comenzar a ejercer la profesión reconstruyendo la Abadía de Sankt Anton, la primera obra importante de su abuelo, destruida durante la II Guerra Mundial.
El padre construía y restauraba abadías, monasterios y demás obras de obras de arte de hormigón y ladrillo. Su hijo, el protagonista de este relato, es también arquitecto, aunque experto en estática y estructuras, pero al estallar la segunda guerra mundial, va a la guerra como oficial del ejercito. Su misión, aprovechando sus conocimientos, es volar construcciones. Cuando la guerra está perdida, aprovechando la incompetencia de su comandante volará las obras de arte que su padre alzo dentro de la propia Alemania. ¿Por qué? Se le revuelven las tripas cuando escucha que los aliados han bombardeado, han matado a dos mil personas, pero lo más relevante es que la abadía de San nosequién ha sido derruida. No soporta que se le dé más valor al arte que a las personas.
Su hijo no sabe nada de esto, no quieren contarle, metáfora de la Alemania salida de la guerra que prefiere no saber lo que hicieron sus antecesores. Puede que mejor sea no saber para seguir adelante. Pero de querer saber, mejor saberlo todo, no versiones simplificadas. Mirar de frente al pasado fue siempre la obsesión de Böll.
En Billar a las nueve y media se ofrece una visión aceradamente crítica de esa Alemania del siglo XX que, en aras de la gloria militar y de la prosperidad material, simbólicamente designadas en la novela como el «sacramento del búfalo», ha sacrificado y escarnecido tantas veces los principios de la moral y el respeto a la libertad de los hombres, simbolizados en el «sacramento del cordero».