1 de febrero de 1453
Hoy, y tras muchas noches de insomnio, fui al foro de Constantino el Grande.
Las ruedas de las carretas han convertido en polvo las losas de mármol del pavimento. La corrosión se ha cebado en las construcciones; casas de madera, podridas por el tiempo y los elementos, se adosan como nidos de golondrinas a los amarillentos muros de mármol.
Trepé por la desvencijada escalera que conduce en espiral hasta lo alto de la columna. Estaba exhausto por la falta de sueño y el ayuno, y me costaba respirar. De pronto sentí vértigo y tuve que detenerme varias veces para apoyarme contra el muro. La decrépita escalera es sumamente peligrosa. Cuando, por fin, llegué arriba, contemplé Constantinopla a mis pies.
Antaño, esta columna estaba rematada por una estatua ecuestre del Emperador. Bañado por el sol, lanzaba sobre el Mármara destellos dorados que iban a perderse en la costa de Asia, al tiempo que apuntaba hacia el este con su espada tendida…
Doscientos cincuenta años atrás, los cruzados latinos habían derribado la estatua cuando tomaron Constantinopla. Su férula no duró más de una generación, lo que apenas si equivale a un día en la milenaria historia de esta ciudad. Luego, el pilar fue utilizado como lugar de ejecución. Finalmente, un santo monje buscó allí refugio hasta que tuvieron que bajar, mediante cuerdas, su cuerpo apergaminado por el sol del verano y resquebrajado por el frío viento del invierno. Predicaba la cólera de Dios y relataba sus visiones a los grupos que se reunían en la plaza. Sus roncos aullidos, sus imprecaciones y sus bendiciones eran ahogados por el viento; pero a lo largo de una generación constituyó uno de los espectáculos de la ciudad.
Ahora en la cima del pilar no había nada. Nada en absoluto.
Sus piedras habían comenzado a desprenderse. El presente había alcanzado al orgulloso pasado, como un inevitable crepúsculo remata un día esplendoroso. Bajo la presión de mi pie, se desprendió una piedra de una esquina. Más tarde oí el opaco sonido que producía al chocar contra el pavimento. La plaza estaba desierta.
Para mi ciudad también había llegado el crepúsculo. El brillo del pórfido y el resplandor del sol ya se habían desvanecido. Se había diluido la santidad y, con ella, la melodía de los coros celestiales. Todo cuanto quedaba era la muerte en el corazón. Frialdad, indiferencia, la avaricia del comercio y la intriga de la política. Mi ciudad era un cuerpo que exhalaba su último aliento. El espíritu estaba confinado en la enrarecida atmósfera de los monasterios y se ocultaba en las bibliotecas, en los amarillentos códices cuyas páginas volvían ancianos decrépitos.
El negro palio de la muerte se extendía sobre mi ciudad; las sombras de la noche se cernían desde Oriente.
Desde lo profundo de mi corazón brotó un grito incontenible:
—¡Enciéndete de nuevo, ciudad mía! ¡Enciende por última vez la sagrada llama en el umbral de la noche! Los milenios han petrificado tu alma… ¡Exprime la piedra y haz brotar de ella las últimas gotas del óleo santo! ¡Revístete con la púrpura y cíñete la corona de espinas para de ese modo ser digna de ti misma!
A mis pies y en la lejanía, los navíos de Occidente permanecían fondeados en el muelle. En el Mármara, inquietas olas se perseguían unas a otras, y bandadas de pájaros revoloteaban sobre las redes de los pescadores. Entre las verdes cúpulas de las iglesias, una masa gris de casas se desparramaba de ladera en ladera. Y las murallas, los invencibles bastiones, serpenteaban de orilla a orilla abarcando a mi ciudad en su abrazo protector.
No, no me arrojé desde el pilar a las piedras del foro. Me resigné a mi propia medida humana. Me resigné a seguir esclavo del tiempo y del espacio. ¿Cómo podría poseer algo un esclavo? Yo no lo querría aunque pudiera. Mi conocimiento es limitado, mis palabras insuficientes; la incertidumbre es mi única certeza. Sobre ella no abrigo la menor duda.
«¡Adiós, Ana Notaras! —dije desde lo más hondo de mi corazón—. ¡Adiós, amada mía! No sabéis quien soy, no lo sabréis nunca. Que vuestro padre gobierne Constantinopla como pachá del Sultán, si tal es su deseo. Todo me da igual. Constantino os despreció; pero acaso el Sultán Mohamed quiera reparar el desaire y conduciros al lecho nupcial para ganar a vuestro padre. Aquél tiene muchas esposas y a buen seguro que entre ellas habrá un lugar para vos, bella dama griega».
Inundada de paz mi alma, tras muchas noches en vela, y después de haber vencido la gran tentación, mi corazón se saturó de la plenitud de Dios, desapareciendo así toda su amargura. Mis miembros perdieron sensibilidad, mi corazón aflojó su ritmo. De acuerdo con la enseñanza, incliné la cabeza y cerré los ojos.
«¡Adiós, amada mía! —proclamé en silencio—, si es que nunca más hemos de volver a vernos. No hay otra igual a ti. Tú eres la hermana de mi sangre, la única estrella de mi felicidad. Te bendigo por haberte encontrado. Bendigo tus ojos mortales, tu cuerpo mortal. Todo en ti lo bendigo».
Con los ojos cerrados contemplaba lo más profundo de mi ser. Las fronteras del tiempo y del espacio se disolvieron; mi pulso se debilitó y el frío penetró en mi cuerpo.
Al aflojarse mis dedos, una piedrecilla que sostenía entre ellos cayó a mis pies. El sonido de la piedra contra la piedra me despertó de mi abstracción. Mi éxtasis apenas si duró el tiempo que esa piedra tardó en caer.
Tal vez fuera porque yo estaba cambiando. Acaso la virtud me abandonó. Quizás en aquel instante habría podido sanar al enfermo o devolver la vida al moribundo. Convencerse a sí mismo es dudar. La duda y la certidumbre son consustanciales al hombre. Pero yo no dudaba; me sentía próximo a los ángeles. Había vuelto la espalda a mi libertad para dejarme apresar por los grilletes del tiempo y del espacio. Y ahora mi esclavitud no era una carga, sino un don.
Mika Waltari
El ángel sombrío
El sitio de Constantinopla
Una de las mejores novelas históricas pensada para ofrecer al lector una panorámica de la historia de las civilizaciones, que combina realidad y ficción a través de las páginas que escribieron algunos de los mejores escritores de los últimos tiempos.
A principios de 1453, se inicia el asedio de la ciudad de Constantinopla por parte de las tropas turcas. Atrapada entre dos mundos, frontera entre Oriente y Occidente, la ciudad se debate por encontrar su propia Historia, ante un Destino que avanza inexorable.
12 de diciembre de 1452, Giovanni Angelos, de cuarenta años, quien «había conocido mucho y vivido varias vidas», es testigo excepcional de la firma del tratado por el que se cumple un viejo sueño acariciado durante siglos: la unión de la Iglesia occidental y la oriental, el acatamiento de la Iglesia ortodoxa al Papa. Pero ese tratado no es sino una maniobra más del Emperador por intentar conseguir refuerzos con los que defender la ciudad de Constantinopla, frontera entre dos mundos. Escrita en forma de memorias, la novela recrea los cinco meses de asedio que sufrió Constantinopla antes de ser conquistada por las tropas turcas. Demostrando un excepcional nivel de dramatismo narrativo, Mika Waltari ha conseguido escribir un texto que cumple sobradamente los objetivos de una novela histórica pero, también, los de toda gran novela escrita con pasión.
El ángel sombrío es el desesperado testimonio de un tiempo de crisis, de miedo, de anhelos, de traiciones, pactos y alianzas que superan y devoran cruelmente a aquellos que los diseñaron, y que acaban estallando en una terrible batalla, en el asalto final, orgía de sangre, fuego y destrucción, como una derrota más ante el Destino.
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