Cuando tenía que transferir sus obligaciones al otro médico, siempre sentía separarse de los enfermos que no había terminado de curar.

Los enfermos que esperaban ser operados para que les extirparan los tumores, y que no cabían en el piso inferior, eran instalados en la primera planta, junto a los «de rayos», a los que se trataba con radioterapia o con procedimientos químicos. Por esta razón, en el piso superior había cada mañana dos consultas médicas: la de los radioterapeutas, que examinaban a sus pacientes, y la de los cirujanos, que atendían a los suyos.
Pero el 4 de febrero era viernes, día de operaciones, y los cirujanos no hacían su ronda de visitas a la sala. La doctora Vera Kornílievna Gángart, médico radioterapeuta, tras una breve reunión de cinco minutos con los demás médicos, tampoco realizó inmediatamente su revisión; tan sólo se asomó a la sala de hombres y echó un vistazo desde el umbral.
La doctora Gángart no era alta, aunque sí bien proporcionada. Parecía esbelta, por su talle marcadamente estrecho. Su cabello, recogido en la nuca en un moño pasado de moda, era de una tonalidad más clara que el negro y más oscura que el rubio; de esos que se describen con la ambigua expresión de castaños, cuando debiera decirse rubios oscuros.
Ajmadzhán advirtió su presencia y la saludó risueño con una inclinación de cabeza. Kostoglótov tuvo tiempo de alzar la vista del grueso libro y desde lejos le dedicó otra inclinación. Ella sonrió a ambos y levantó un dedo, como se amonesta a los niños, para que en su ausencia se mantuvieran tranquilos. Se apartó inmediatamente del vano de la puerta y se fue.
Hoy debía recorrer las salas acompañada de Liudmila Afanásievna Dontsova, jefa del departamento de radioterapia. Pero a Liudmila Afanásievna la había llamado Nizamutdín Bajrámovich, el médico jefe, que la retenía.
Únicamente en los días de revisión —una vez a la semana— sacrificaba Dontsova las sesiones de diagnóstico por rayos X. Habitualmente, las dos primeras horas de la mañana, que estimaba las mejores porque la vista es más aguda y el entendimiento está más despejado, las pasaba sentada ante la pantalla, acompañada del médico interno de tumo. Para ella, esta era la parte más complicada de su trabajo; a lo largo de más de veinte años de práctica pudo comprender cuán caro se pagaban los errores, en el diagnóstico en particular. Tenía en su departamento a tres jóvenes doctoras. Para que adquirieran una experiencia similar y ninguna quedara rezagada en el tema de diagnósticos, Dontsova había establecido un tumo rotatorio. Cada una de ellas trabajaba tres meses en el departamento del dispensario, tres en el departamento de diagnóstico radiológico y otros tres como médico interno en la clínica.
La doctora Gángart trabajaba ahora en el tercer turno. En él, lo esencial, lo más comprometido y menos investigado era velar porque la dosis de irradiación fuera la correcta. No existía una fórmula para calcular la intensidad y dosificación de las irradiaciones: las más letales para cada tumor y las más inocuas para el resto del organismo. No había tal fórmula, pero sí cierta experiencia, cierta intuición y la posibilidad de calcularlo por el estado del paciente. La radioterapia constituía en sí una operación, pero hecha con rayos, a ciegas y de duración más prolongada. Era imposible no herir o destruir células sanas.
El resto de las obligaciones del médico no exigían más que un quehacer metódico: ordenar a su debido tiempo los análisis, comprobarlos y efectuar las anotaciones en los 30 historiales clínicos del pabellón. A ningún médico le gustaba rellenar los gráficos, pero Vera Komílievna se había reconciliado con ellos porque durante esos tres meses había tenido sus pacientes, y no un pálido entretejido de colores y sombras en la pantalla: eran personas vivas y familiares que confiaban en ella y esperaban su voz y su mirada. Cuando tenía que transferir sus obligaciones al otro médico, siempre sentía separarse de los enfermos que no había terminado de curar.

Aleksandr Solzhenitsyn
Pabellón de cáncer

Es curioso que, en un período como el que ahora vivimos, amenazados por todo tipo de plagas, una novela como esta, escrita en un tiempo hoy olvidado, en circunstancias tan distintas y con el pretexto de otra enfermedad mortal, suscite situaciones y reflexiones de tan acuciante actualidad. Porque lo que trasciende fundamentalmente hoy de Pabellón de Cáncer es una verdad muy simple y, en principio, conocida por todos: la de que todos somos iguales ante la muerte. Iguales son incluso el joven Kostoglótov, un deportado con gran capacidad crítica, en el que no cuesta reconocer al propio autor, y el funcionario Rusánov, miembro del partido y delator implacable de los «enemigos del régimen». En torno a ellos, todos los demás personajes, grotescos y tiernos, confinados entre cuatro paredes en circunstancias extremas, encarnan la evidencia de que el odio, el amor, el resentimiento, la envidia o las relaciones de poder y sumisión siempre tendrán, mientras haya vida, su razón de ser.

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