Pocos días para Avila más tristes que aquel lunes, 17 de Febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado á la niebla de la mañana.
En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, un cadalso; y las ráfagas del norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, polvorosa, glacial.
El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose á veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor á sus bravatas y juramentos.
Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros graves y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía á Avila entera. El más altivo de sus caballeros iba á ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla.
Corrió la voz de que, á las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Albóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión á los nobles, y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Guando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas á uno y otro lado del portalón y en torno de la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba á distinguir sino sus rapados mentones, por debajo de las capillas echadas al rostro; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de los franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se reunían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa prez de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían.
Más de una hora pasó Ramiro codeándose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas.
Por fin un portero sacó del zaguán de la Albóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco á la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos.
Ramiro, miraba hacia uno y otro lado por ver si se encontraba con algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fué á rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba á su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.
Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra.
Ramiro experimentó un rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por un negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar á aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y parecióle oir de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería á perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba á morir!
El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de muerte.
«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra su majestad real. Manda muera por ello.»
Ramiro caminaba á la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro.
Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban á Santa Catalina, á los Santos Mártires y á la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban á la puerta de San Juan, y su oración temblaba á la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía.
Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Incóse, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías.
Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse á los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó á decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces á Bracamente que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyóle decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchóse una voz entera que repuso:
—No me sigáis predicando, que no diré más.
Seguidamente, don Diego se puso de pie y sus ojos fueron atraídos por el madero contra el cual había de ser descabezado; su rostro cobró una blancura terrible, pero se sobrepuso al instante, y, levantando la frente, miró por última vez la ciudad, el cielo, la luz preciosa de la vida. Todos creyeron que iba á pronunciar algunas palabras, y oyóse un vasto rumor reclamando silencio. Ramiro, por su parte, buscó atraer su mirada, para dirigirle un último saludo; pero aquel espíritu ya estaba lejos de la tierra y se anticipaba á la muerte.
Por fin, cual si hubiera distinguido algún signo de lo alto, don Diego encaminóse á recibir la negra venda en los ojos, y, sentándose en la almohada, cogió por detrás el madero con sus propias manos, ajustó la cabeza, y alzando la barba ofreció el pescuezo al espantoso cuchillo.
Ramiro observó adrede la pálida testa muerta de súbito y que, asida de los cabellos, fué mostrada hacia los cuatro lados de la plaza, en nombre del Rey. Entonces, con un gesto amplio, magnífico, para que todos le vieran, quitóse la gorra, exclamando:
—¡Dios reciba tu alma, gran caballero!
Dos alguaciles escucharon la frase. Uno de ellos quiso prenderle allí mismo; pero el otro le contuvo, Ramiro se retiró.
Al pasar frente á la iglesia de San Juan, un lacayo entrególe un billete lacrado. Don Diego de Valderrábano le comunicaba que, á las seis de la tarde, se reunirían en su casa varios amigos, á fin de pedir permiso al Corregidor para enterrar ellos mismos el cuerpo de Bracamonte; y en muy graves palabras le invitaba á acompañarles en la demanda.
Aquella misma noche algunos caballeros enlutados atravesaban la ciudad á la luz de las hachas, llevando sobre los hombros un largo ataúd que fueron á depositar en la capilla de Mosen Rubí. Valderrábano, al dejar la iglesia, apoyóse en el hombro de Ramiro y lloró tiernamente.
Enrique Larreta
La gloria de Don Ramiro
Una vida en tiempos de Felipe Segundo
En 1908, tras cuatro años de intensa labor, se publicó La gloria de don Ramiro, reconstrucción histórica y literaria de la España del siglo XVI. La traducción francesa de la novela, editada en 1910, que convirtió a Larreta en una suerte de best seller internacional, uno de los mayores éxitos editoriales de comienzos del siglo XX, un ejemplo de texto que recreaba con gran exactitud el ambiente, personajes y lenguaje del siglo XVI y la ciudad de Ávila.
Unamuno ve en esta novela «un generoso y feliz esfuerzo por penetrar en el alma de la España del siglo XVI y por lo tanto en el alma de la España de todos los tiempos y lugares».
La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en buenos hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios milagros de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, los genoveses (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano, temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes.
Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla.
En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1908, a partir de la cual se ha realizado esta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario