Castillos en Negreira
Faro de Vigo, 31 de enero de 1954.
Íbamos siguiendo las aguas del Tambre, por el gusto de verlas, y fantaseando de los tamaricos y de Trastamara, de los celtas y de los condes. Blanqueaba la helada en los cómaros, en los prados y en los labradíos, pero ya todo el valle de Barcala era una enorme redoma de cristal llena de luz. Una y otra robleda parecen todavía resistirse a dar a la tierra materna las secas hojas, como dueños los robles de una cruda y poderosa senectud. Se veía pasar la luz, del sol a la sombra, como una seda impalpable, y en cualquiera de estas colinas que conforman el valle, ya que la luz es un río, como el viento o el Tambre, se podrían levantar molinos de luz: sumergir las manos en el río de la luz y retirarlas, lleno el cuenco de polvo luminoso, y esconderlo hasta la hora de la tiniebla nocturna, y alimentar entonces las extrañas lámparas que alumbran los países de nuestros sueños, tal imaginaba, en un hermosísimo poema, Luisa de Vilmorin. Y al recordar a Luisa de Vilmorin —esos poemas suyos en los que el corazón reclama ángeles custodios, sean puertas para el alba, oscuros espejos para el rostro o los oficiales de la guardia blanca para los pensamientos que sorprenden la noche—, digo, sin pensar que, vagabunda neblina, al levantar la mañana los he visto.
Les chevaux blancs de ce matin
s'endorment bleus dans la prairie.
Pero ¿son caballos marinos, o es la sirena materna y antigua de los Mariños de Lobeira que se esconde en las estancias almenadas del Cotón? O quizá sea el dulce tremolar de la marina celestial en el sueño de la barca de San Amaro. Suponed que San Amaro era de Negreira, y Tambre abajo se fue al mar, y por la orilla de Noya lo encontró y lo navegó hasta sus fuentes —nada hay probado contra la idea de algunos geógrafos árabes de que los mares tienen fuentes como los ríos, además de los ríos—, y pasando al otro lado de «las doradas lagunas de la tarde» se encontró en la playa del Paraíso, donde cantan los ángeles y les responden las enormes y coloreadas caracolas… Al llegar al Cotón le preguntaré a San Amaro si es más hermosa y serena la claridad de la marina aquélla, o si esta luminosa mañana fría es la memoria suya de la lejana navegación. Por veces hay más luz en lo soñado que en lo vivido, y la parte más real de la memoria se hace con sueños… Todas estas vaguedades iba yo deletreando desde que pasé la Ponte Maceira, mientras contemplaba la tierra y la mañana, cuando me vi en Negreira y en el bureo de la feria, que era tercer domingo de mes. De donde yo soy natural, somos gallegos de acento oscuro y el habla morosa, y siempre me es novedad oír gallegos de acento claro y el habla vivaz, y el párrafo largo y flexible, y el gesto compañero, múltiple y expresivo. En el trato, por lo que vi, por ahí nos vamos de confiados. ¡Cómo le gusta dramatizar —tramar— el trato al gallego! Me pasaría todo este día escuchando, si no fuese que tengo que verle, al sol del mediodía, las torres al Cotón y las almenas al pazo de Chancela.
Yo conocía, por un dibujo del último año del pasado siglo, las cuatro torres redondas del Cotón, y los arcos de su galería: tal está el Cotón en el dibujo como un castillo, con aire militar, y en una miranda guardando el país de Barcala, me recordaba los castillos que venían pintados en una historia de la chouanería, que leí de rapaz. Yo estaba por los chouans, naturalmente, y los legítimos reyes, y todo me era soñar caballos en el desamparo de la noche, bajo la lluvia, y vizcondesas de ojos claros, y en el corazón como un sagrado temor… Pero aquí, en el Cotón, los paladines fueron otros, sangres iracundas y rebeldes, Mariños y Trastamaras, los unos con la parte de la sirena en la sangre, los otros con la soberbia bastarda, célebre desde Shakespeare: «Soy hijo», dirá el bastardo Plantagenet, «de la lujuria y el amor loco, que no de la rutina y del insomnio». (Bastardo vale por fils de bast, hijo de la enjalma o manta del macho sobre la que dormían los arrieros en las posadas). Pero todas estas telarañas no me impidieron ver el Cotón ni la gentileza del pazo de Chancela, como ni tamaricos, ni la sirena de los Mariño, ni los ásperos Trastamara me impidieron ver la mañana por la orilla del Tambre, la Puente Maceira y el país de Barcala, severo y serio como su nombre… Ya vuelve a helar en la sombra, pero al sol permanece todavía un vidrio dorado. Desde el valle de Barcala vamos a Xallas, «d’uces nutriz», a saludar los cuervos pondalianos. En el Cotón habíamos saludado a los mirlos, a los que de seguro, por el tiempo del verano, San Amaro les enseña tonadas que oyó, en las robledas del Paraíso, a los mirlos celestiales.
Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia
Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.
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