Se habían sentado junto a la ventana, fumando. Tras los cristales de aquella rica casa de mercaderes, requisada por el tribunal, se veía caer la nieve.

XXVII
El 25 de febrero, dos días después de haber regresado de Singuin, Kochevoi partió para Vechenskaia a fin de informarse de la fecha en que había de realizarse la reunión de la célula del comité. Junto con Ivan Alexeievich, Emelyan, Davidka y Kochevoi habían decidido formalizar su ingreso en el partido.
Michka tenía consigo la última partida de armas entregadas por los cosacos, una ametralladora, encontrada en el patio de la escuela, y una carta de Stockman dirigida al presidente del comité revolucionario del distrito. Durante el camino vio gran abundancia de liebres. Durante la guerra se habían multiplicado de tal manera —y se les habían unido tantas liebres nómadas—, que a cada momento saltaban ante el viajero. Entre los movedizos penachos de la hierba descubríanse de vez en cuando sus guaridas. Amedrentada por el chirriar del trineo, una liebre gris de blanco vientre saltaba a un lado y, dejando ver un instante la cola orlada de negro, se lanzaba a la carrera por los campos. Emelyan, que guiaba los caballos, soltaba las riendas y gritaba como un loco:
—¡Dispara contra ésa! ¡Mátala!
Michka saltaba del trineo y, rodilla en tierra, vaciaba un cargador contra aquella pelota gris; después miraba las salpicaduras de nieve que las balas hacían saltar en derredor y el animal apresuraba la carrera, sacudiendo más allá de la bardana la cubierta de nieve, hasta desaparecer en el bosque.
En el comité revolucionario reinaba un verdadero pandemónium. La gente, preocupada, corría de un sitio a otro; llegaban correos a caballo, las calles estaban desiertas. Michka, como no conocía el motivo de todo aquel ir y venir, quedó sorprendido por tanta agitación. El vicepresidente se metió distraído en el bolsillo la carta de Stockman y, a la pregunta de si había respuesta, farfulló rabiosamente:
—¡Déjame en paz! ¡Vete al infierno! ¡No tengo tiempo de ocuparme de vosotros!
En la plaza se movían de un lado a otro los soldados rojos. Cruzó humeante una cocina de campaña, que difundió por doquier el olor de laurel y de carne.
Kochevoi se acercó al Tribunal Revolucionario, a ver a los jóvenes que conocía y a fumar un cigarrillo con ellos. Les preguntó:
—¿Qué demonios ocurre aquí?
De mala gana le respondió Gromov, uno de los jueces instructores para las causas del distrito.
—Hay algo en Kazanskaia que va mal. No se sabe si es que los blancos han abierto una brecha en el frente o si es que los cosacos se han sublevado. Ayer hubo un combate. La comunicación telefónica está interrumpida.
—Deberíais enviar allí un correo a caballo.
—Lo hemos hecho, pero no ha regresado. Hoy, en cambio, una Compañía nuestra se dirigió a Elenskaia: también allí sucede algo.
Se habían sentado junto a la ventana, fumando. Tras los cristales de aquella rica casa de mercaderes, requisada por el tribunal, se veía caer la nieve. De improviso llegó un eco lejano de disparos, en las afueras de la aldea, en la dirección de Chiornaia. Michka palideció y dejó caer el cigarrillo. Quienes estaban en la casa se lanzaron afuera, al patio. Allí, el ruido de los disparos atronaba. Después, los disparos aislados que continuamente se cruzaban multiplicándose más y más, fueron sumergidos por una descarga cerrada. Las balas, con terrible silbido, fueron a incrustarse en las puertas, en las paredes de las cocheras. En el patio, un soldado rojo cayó herido. Gromov, estrujando y ocultando en su bolsillo algunos documentos, corrió hacia la plaza. Cerca del comité revolucionario estaban formados los restos de la Compañía de guardia. El comandante, con una corta chaqueta de piel, corría tras las filas. Condujo la columna al trote a lo largo de la cuesta, hacia el Don. Se produjo una ola de pánico. La gente corría por la plaza. Con la cabeza erguida pasó al galope un caballo ensillado, sin jinete.
Kochevoi, aturdido, no conseguía después acordarse de cómo diablos se encontró en la plaza. Vio a Fomin —con el capote de cosaco echado sobre los hombros— que saltaba también fuera, como un sombrío huracán, de detrás de la iglesia. A la cola de su robusto caballo iba atada una ametralladora. Las pequeñas ruedas no tenía tiempo para girar y la ametralladora, zarandeada por el caballo lanzado al más salvaje galope, era arrastrada, volcada de costado. Fomin, doblado sobre el arzón, desapareció en las proximidades de la colina, dejando tras de sí una nubecilla plateada de nieve.
El primer pensamiento que atravesó la mente de Kochevoi fue: «¡Pronto, a los caballos!» Inclinándose, volaba a través de las encrucijadas, sin detenerse un segundo a tomar aliento. Le parecía que el corazón iba a estallarle cuando por fin llegó a la casa en que estaba alojado. Emelyan se hallaba junto a los caballos, pero sus manos temblorosas por el miedo no lograban mantener firmes las bridas.
—¿Qué diablos ocurre, Mijail? ¿Qué es esto? —balbucía mientras le rechinaban los dientes.
Cuando logró enganchar los caballos no encontró las bridas; halladas éstas, se dio cuenta de que de la collera del caballo izquierdo se habían soltado las correas.
El patio de la casa en que se habían detenido daba a la estepa. Michka contemplaba continuamente el bosquecillo de pinos, pero nada aparecía en él, ni las filas de infantería, ni los nutridos grupos de caballería. En algún sitio resonaban disparos; las calles estaban desiertas; todo era monótono y normal. Y al mismo tiempo sucedía un trastorno espantoso: la revuelta reclamaba sus derechos.
Mientras Emelyan se afanaba junto a los caballos, Michka no apartaba sus ojos de la estepa. Tras la capilla, en el lugar en que, en diciembre, había ardido la estación de radio, vio salir a un hombre envuelto en un abrigo negro. Corría con todas sus fuerzas, inclinándose adelante y apretando las manos contra el pecho. Por el abrigo, Michka reconoció al juez instructor Gromov. Tuvo tiempo también para ver aparecer en un abrir y cerrar de ojos la silueta de un jinete tras el seto. También lo reconoció. Era un joven cosaco de la aldea de Vechenskaia, Chernikin, partidario acérrimo de los blancos. Separado de Chernikin unos ciento cincuenta metros, Gromov, sin dejar de correr, sacó del bolsillo la pistola. Resonó un disparo; después, otro. Gromov, que había saltado sobre una leve colina de arena, disparaba sin interrupción. Chernikin saltó del caballo a la carrera; reteniendo las riendas, descolgó el fusil y se echó junto a un montón de nieve. Tras el primer disparo, Gromov se movió de costado, agarrándose con la mano izquierda a los arbustos. Después de haber dado la vuelta a la pequeña colina, cayó con el rostro sobre la nieve. «¡Lo ha matado!», pensó Michka, y lo sacudió un frío estremecimiento. Chernikin era un excelente tirador y con su carabina austríaca, recuerdo de la guerra contra los alemanes, acertaba cualquier blanco a la distancia que fuera. Detenido junto al trineo, tras haber salido del portalón, Michka vio a Chernikin que, acercándose al galope a la colina, asestaba sablazos al abrigo negro, caído de través sobre la nieve.
Era peligroso pasar a la otra orilla del Don hacia Baski. Sobre la cinta blanca del río, caballos y hombres hubieran ofrecido un blanco excelente.
Veíanse ya esparcidos por el suelo los cuerpos de los conductores de los carros, segados por las balas. Por ello Emelyan hizo virar al trineo y, a través del lago, se dirigió al bosque. Sobre el lago se extendía una capa de nieve a punto de disolverse; bajo los cascos de los caballos volaban salpicaduras de agua y nieve, y el trineo dejaba profundos surcos. Galoparon en loca carrera hasta el pueblo. Pero cuando llegaron al paso del Don, Emelyan tiró de las riendas y, volviendo a Michka su cara abrasada por el viento, le dijo:
—¿Qué debemos hacer? ¿Y si ocurriera también aquí un alboroto semejante?
La mirada de Michka expresaba angustia. Se volvió hacia la aldea. Por la carretera más próxima al Don pasaron al galope dos hombres. A Kochevoi le pareció que eran milicianos.
—Vamos al pueblo… ¿dónde vamos a ir, si no? —dijo en tono decidido.
Emelyan aguijoneó de mala gana los caballos. Atravesaron el Don. Subieron la pendiente. Antip Brechovitch y dos cosacos ancianos corrían a su encuentro, descendiendo de la parte alta del pueblo.
—¡Ah, Michka! —Emelyan, habiendo visto el fusil en las manos de Antip, tiró de las riendas e hizo virar bruscamente a los caballos.
—¡Alto!
Un disparo. Emelyan, sin abandonar las riendas, se desplomó. Los caballos, lanzados al galope, fueron a dar contra un seto. Kochevoi saltó del trineo. Lanzándose a la carrera hacia él, Antip tropezó, resbaló a causa de los zuecos, detúvose y apuntó el fusil. Mientras caía contra el seto, Michka vio en las manos de uno de los viejos cosacos un bieldo de tres púas.
—¡Mátalo!
Alcanzado en la espalda, Kochevoi cayó de bruces sin un grito, cubriéndose los ojos con las manos. Un hombre se inclinó sobre él y lo golpeó salvajemente con el bieldo.
—¡Levántate, así reviente tu madre!
A Kochevoi le pareció un sueño lo que ocurrió después. Antip, sollozando, se echaba sobre él y lo agarraba por el pecho.
—¡Has hecho morir a mi padre…! ¡Dejadme, dejadme que el corazón se desahogue y se vengue en él!
Trataron de contenerle. Se reunió un pequeño grupo. Una voz ronca decía, tratando de calmarlo:
—¡Dejad a ese muchacho! ¿Es que no lleváis la cruz al cuello? ¡Antip, déjalo en paz! No vas a devolver la vida a tu padre, sino que perderás un alma cristiana… ¡Vete, aléjate, muchacho!
Allá, en el almacén, están repartiendo azúcar… ¡Corred!
Michka recobró el sentido por la tarde, todavía junto al seto. Sentía un agudo ardor en el costado herido por el bieldo. Las púas habían penetrado a través del abrigo de piel y la guerrera y se habían clavado, no muy profundamente, en la carne. Las heridas le dolían y la sangre se había coagulado. Michka se puso en pie y prestó atención. Oíase en la aldea rumor de pasos; al parecer, patrullas de rebeldes. De vez en cuando resonaban disparos. Los perros ladraban. Michka se encaminó a lo largo del Don siguiendo el sendero del ganado. Fue a desembocar a una altura y se arrastró hacia delante, sobre los setos, palpando la dura costra de la nieve, resbalando y cayendo. No reconocía el lugar y avanzaba a la buena de Dios. El frío sacudía su cuerpo con estremecimientos y tenía las manos heladas. Fue precisamente el frío lo que empujó a Kochevoi a un portal. Michka abrió la portezuela, cerrada con ramas, y penetró en el patio del ganado. A la izquierda vio una caseta. Entró, pero oyó pasos y toses.
Alguien iba a la caseta, arrastrando las botas de fieltro. «Ahora me matan», pensó Kochevoi, pero con indiferencia, como si no se tratase de él. La silueta de un hombre quedó encuadrada en el vano oscuro de la puerta.
—¿Quién va ahí?
La voz era débil, con un matiz de temor. Michka se movió levemente tras un saliente de la pared.
—¿Quién es? —preguntó de nuevo la voz, más fuerte y con tono inquieto.
Michka reconoció entonces a Stefan Astakhov y salió de la caseta.
—Stefan, soy yo, Kochevoi. ¡Sálvame, por amor de Dios! No digas a nadie que estoy aquí… ¡Ayúdame!
—¡Vaya! ¡Mira quién es…! —Stefan, todavía convaleciente del tifus, hablaba con voz débil. Su boca, alargada en el rostro delgadísimo, se abrió en una sonrisa larga e indecisa—. Bien, puedes pasar aquí la noche; pero al amanecer, vete… ¿Cómo diablos has llegado aquí?
Michka, sin responder, le estrechó la mano; después, se dejó caer en un montón de escoria. Al día siguiente, en cuanto cayó la noche, empujado por la desesperación, se fue a su casa y golpeó en la ventana. Su madre le abrió la puerta del zaguán y se puso a llorar. Sus manos aferraban a Michka, lo acariciaban y su cabeza se posaba sobre el pecho del hijo.
—¡Vete, por amor de Cristo, vete, Michenka! Esta mañana han venido los cosacos a buscarte. Lo revolvieron todo. Antip Brech me ha golpeado con la fusta. «Tú escondiste a tu hijo… Fuimos unos idiotas al no liquidarlo inmediatamente.»
Michka ya no tenía la más remota idea de dónde pudieran encontrarse los suyos, ni sabía nada de cuanto estaba sucediendo en el pueblo. Por la breve información de su madre supo que se habían sublevado todas las aldeas y poblaciones de la orilla del Don; que Stockman, Ivan Alexeievich, Davidka y los milicianos habían logrado huir a caballo y que Filka y Timoteo habían sido asesinados en la plaza el día anterior.
—Vete, porque si te cogen aquí…
La madre lloraba, pero su voz, llena de angustia, era firme. Por primera vez después de varios años, también lloraba Michka; era un llanto de niño, sonoro. Ensilló después la flaca yegua que había cabalgado en otro tiempo, como pastor, y la condujo a la era. Seguíanle su madre y el potrillo. La madre ayudó a Michka a cabalgar y le hizo la señal de la cruz. La yegua se puso en movimiento de mala gana y relinchó por dos veces, llamando a su potrillo. Y por dos veces le pareció a Michka que su corazón se hundía en el vacío. Alcanzó sin novedad la colina y desde allí se dirigió, ya al trote, en dirección a Ust-Medvyeditsa. La noche era oscura, propicia para la huida. La yegua relinchaba frecuentemente, como si temiera perder a su potro. Kochevoi apretaba los dientes y golpeaba al animal entre las orejas con el extremo de las bridas; después se detenía con el temor de haber oído, detrás o delante, el piafar de caballos, con el terror de que el relincho de su yegua hubiese despertado la atención de alguien. Pero en derredor reinaba un silencio de muerte. El único rumor que Kochevoi percibía era el chupar del potrillo que, aprovechando las paradas, se acercaba a la ubre oscura de la madre, apretando bien las patas delanteras en la nieve, y el lomo de la yegua se estremecía a sus imperiosos empujones.

Mijaíl Shólojov
El Don apacible

El Don apacible fué escrita en cuatro volúmenes entre 1928 y 1940 y por la que se le otorgó en 1941 el premio Stalin y el premio Nobel de Literatura en 1965.
Esta monumental novela épica relata la intervención rusa en la I Guerra Mundial, la Revolución bolchevique, y la guerra civil rusa (1918-1921), desde el punto de vista de los cosacos del río Don, en un posición ambivalente entre las ansias de paz y de mejora de las condiciones de vida que hace a algunos apoyar a los comunistas, y una mayoría opuestos a la colectivización de sus tierras y productos, contraria a sus costumbres y tradiciones. Pero es también un novela de personajes y de costumbres, una novela histórica y que retrata lo cotidiano.
Comparada con «Guerra y paz», nunca antes una novela había sido capaz de fluir tan magistralmente por personajes, ideas, costumbres, sentimientos, como lo hace Sholojov con la grandeza del amor y la desesperación de la guerra.

No hay comentarios:

Blogs y Webs