Cuando regresó con el remedio, lord Glenallan se encontraba mucho mejor. La nueva e inesperada luz que el señor Oldbuck había arrojado sobre la triste historia de su familia le había abrumado sobremanera.
—Entonces, señor Oldbuck, ¿usted piensa (pues usted es capaz de pensar, no como yo) que es posible, es decir, que no es imposible que mi hijo siga vivo?
—Pienso —argumentó el anticuario— que es imposible que pudiese sufrir alguna agresión violenta por parte de su hermano. Se le conocía por ser un hombre alegre y de costumbres disipadas, no por ser cruel o privado de honor; tampoco es posible que, de haber pensado algún plan siniestro, se hubiese hecho cargo de custodiar al recién nacido, como le demostraré a continuación.
Diciendo esto, el señor Oldbuck abrió un cajón del armario de su ancestro Aldobrand y sacó un fajo de papeles atados con un lazo negro con la etiqueta «Investigaciones, etc., llevadas a cabo por Jonathan Oldbuck, J. P., el 18 de febrero de 17…». Un poco más abajo estaba escrito en letra pequeña «¡Eheu, Eveline!». Las lágrimas se agolparon en los ojos del conde mientras trataba, en vano, de deshacer el nudo que aseguraba estos documentos.
—El señor conde —dijo el señor Oldbuck— no debería leer eso de momento. En el estado de conmoción en que se encuentra y teniendo tantos cometidos por delante, no debería agotar sus fuerzas. Me figuro que los bienes de su hermano le pertenecen ahora a usted, por lo que le resultará sencillo tantear a sus criados y subordinados y enterarse del paradero del niño, si es que, con fortuna, sigue con vida.
—Poca es la esperanza que tengo de conseguirlo —dijo el conde suspirando profundamente—. ¿Por qué motivo mi hermano no me dijo nada?
—No, mi señor, ¿por qué motivo tenía que comunicarle a usted la existencia de un ser del cual usted habría supuesto que era hijo de…?
—En efecto, existe una razón obvia y piadosa que explica su silencio. Si algo hubiera podido sumar más dolor al horrendo sueño que ha envenenado mi existencia de principio a fin, habría sido conocer la existencia de un niño fruto de la miseria.
—Entonces —prosiguió el anticuario—, aunque sería precipitado concluir, después de más de veinte años, que su hijo debe seguir vivo, ya que no fue destruido en su infancia, pienso que tendría que poner de inmediato en marcha sus investigaciones.
—Así lo haré —respondió lord Glenallan, aferrándose con ahínco al hilo de esperanza que le había sido arrojado, el primero que había tenido en muchos años—. Escribiré a un fiel mayordomo de mi padre que después lo fue de mi hermano. Pero, señor Oldbuck, debe saber que yo no soy el heredero de mi hermano.
—¡No me diga! Lo lamento, mi señor, pues los bienes son cuantiosos y las ruinas del viejo castillo del municipio de Neville constituyen las más soberbias reliquias de la arquitectura anglonormanda en esta parte del país; son sin duda una posesión tremendamente codiciada. Pensaba que su padre no tenía más hijos ni familiares cercanos.
—Y no los tiene, señor Oldbuck —confirmó lord Glenallan—, pero mi hermano abrazó una visión política y una forma de religión ajenas a las que siempre se habían adoptado en nuestra casa. Nuestros temperamentos siguieron cursos muy distintos y, en lo que respecta a mi infeliz madre, opinaba que mi hermano no le prestaba la devoción suficiente. En resumidas cuentas, se produjo una disputa familiar y, mi hermano, cuyos bienes estaban a su libre disposición, se aprovechó del poder que le había sido concedido para elegir a un desconocido como heredero. Se trata de un hecho que para mí nunca tuvo la menor consecuencia, pues, si las posesiones mundanas hubiesen podido aliviar mi desgracia, yo ya tenía bastantes y de sobra. Pero ahora es posible que lo lamente si llegase a ser óbice para nuestras investigaciones, y creo que así será, pues en caso de tener un hijo legítimo de mi sangre y habiendo fallecido mi hermano sin descendencia, las posesiones de mi padre habrían de pasar a mi hijo. Por tanto, no es muy probable que este heredero de mi hermano, sea quien sea, nos brinde su ayuda para realizar un descubrimiento que podría ir en su propio detrimento.
—Y es muy probable que el mayordomo que ha mencionado esté también a su servicio —apuntó el anticuario.
—Es más que probable y, tratándose de un protestante, no sé hasta qué punto es seguro confiar en él…
—Debo esperar, mi señor —dijo Oldbuck con gravedad—, que un protestante pueda ser tan de fiar como un católico. Mi interés por la fe protestante es doble, mi señor. Un antepasado mío, Aldobrand Oldenbuck, estuvo a cargo de la impresión de las célebres Confesiones de Augsburgo, como podrá apreciar en la edición original que guardo en esta casa.
—No albergo la menor duda de lo que dice, señor Oldbuck —respondió el conde—, ni deseo hablar de fanatismos e intolerancias; pero es probable que el mayordomo favorezca al protestante antes que al católico, en el supuesto, claro, de que mi hijo haya sido educado en la fe de su padre y de que siga, Dios mediante, con vida.
—Debemos analizar detenidamente este punto —dijo Oldbuck— antes de dar ningún paso. Tengo un amigo escritor en York con quien he tenido una larga correspondencia sobre el cuerno sajón que se conserva en la catedral de su ciudad. Nos hemos carteado a lo largo de seis años y de momento solo hemos podido descifrar la primera línea de la inscripción. Le escribiré ahora mismo a este caballero, el doctor Dryasdust, y le pediré que se interese por la identidad del heredero de su hermano, por el señor que contrató para sus asuntos y por cualquier otra información que pudiera ser de ayuda para sus investigaciones. Entretanto, el señor conde puede buscar la prueba del matrimonio, espero que sea posible recuperarla.
—Claro que sí —respondió el conde—; los testigos, que fueron alejados inicialmente de sus pesquisas, siguen aún con vida. Mi preceptor, que celebró el matrimonio, fue apremiado a vivir en Francia y posteriormente regresó a su país como emigrante, víctima del fervor de su fidelidad, legitimidad y religión.
Walter Scott
El anticuario
Una espléndida mañana de verano a finales del siglo XVIII, mientras Europa se bate en guerra y en las islas Británicas se teme una invasión de las tropas revolucionarias francesas, dos viajeros coinciden en Edimburgo en la parada de la diligencia con destino a Fairport, en la costa oriental de Escocia. Uno de ellos es el señor de Monkbarns, cuya pasión son la arqueología y los libros antiguos: está convencido de que en sus posesiones se oculta un campamento romano. El otro es un joven apuesto y callado que solo dice llamarse Lovel y viajar tanto por negocios como por placer. Una vez en Fairport, la identidad y los propósitos del joven no solo serán la comidilla de la población sino que conducirán a arrebatados y peligrosos lances. En El anticuario (1816), una de las obras maestras de Walter Scott —en nueva traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas—, la imaginación romántica despliega espectacularmente todos sus personajes, paisajes y conflictos: desde imprevistas subidas de marea en una playa al borde de un acantilado hasta duelos en las ruinas de un monasterio, pasando por tesoros enterrados, cultos secretos y apariciones fantasmales. La galería de figuras es, por lo demás, impresionante: mendigos por vocación, condes lánguidos con un espantosa culpa en su pasado, capitanes pendencieros, baronets en la ruina, nigromantes alemanes y una muchacha enamorada que cree que es su «deber» no casarse por debajo de su condición. Es ésta una novela, sin embargo, en la que no es romántico todo lo que lo parece, y en la que el humor y la lucidez brillan con genialidad.
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