REPRODUCCIÓN DE LAS NOTAS TAQUIGRÁFICAS TOMADAS EN EL CURSO DE LA NOVENA DECLARACIÓN PRESTADA POR JAVIER MIRANDA LUGARTE EL 6 DE FEBRERO DE 1927 ANTE EL JUEZ F. W. DAVIDSON DEL TRIBUNAL DEL ESTADO DE NUEVA YORK POR MEDIACIÓN DEL INTÉRPRETE JURADO GUZMÁN HERNÁNDEZ DE NWICK
(Folios 143 y siguientes del expediente)
(JUEZ DAVIDSON)» Señor Miranda, celebro que se halle repuesto de la dolencia que le ha impedido asistir a las sesiones del tribunal estos últimos días.
(MIRANDA)» Muchas gracias, señoría.
(J. D.)» ¿Se halla FE
en condiciones de proseguir su declaración?
(M.)» Sí.
(J. D.)» ¿Podría informarnos de la índole de la enfermedad que acaba de padecer?
(M.)» Agotamiento nervioso.
(J. D.)» Tal vez desee pedir un aplazamiento sine die.
(M.)» No.
(J. D.)» Le recuerdo que comparece ante este tribunal por propia voluntad y que puede negarse a seguir prestando declaración en cualquier instante.
(M.)» Ya lo sé.
(J. D.)» Por otra parte, quiero hacer constar que es intención de este tribunal, en virtud de las atribuciones que le han conferido el pueblo y la Constitución de los Estados Unidos de América, esclarecer los hechos sometidos a su juicio y que la aparente dureza que ha mostrado en ciertas ocasiones responde pura y exclusivamente al deseo de llevar a cabo con rapidez y eficacia su cometido.
(M.)» Ya lo sé.
(J. D.)» En tal caso, podemos seguir adelante con el interrogatorio. Solo me resta recordar al declarante que se halla todavía bajo juramento.
(M.)» Ya lo sé.
La mente humana tiene un curioso y temible poder. A medida que rememoro momentos del pasado, experimento las sensaciones que otrora experimentara, con tal verismo que mi cuerpo reproduce movimientos, estados y trastornos de otro tiempo. Lloro y río como si los motivos que hace años provocaron aquella risa y aquel llanto volvieran a existir con la misma intensidad. Y nada más lejos de lo cierto, pues soy tristemente consciente de que casi todos los que antaño me hicieron sufrir y gozar han quedado atrás, lejos por el tiempo y la distancia. Y muchos (demasiados, Dios mío) descansan bajo la tierra. Esta depresión nerviosa que me aqueja (y que los médicos atribuyen erróneamente a la fatiga de las sesiones ante el juez) no es sino la reproducción fotográfica (mimética, podríamos decir) de aquellos tristes meses de 1918.
Una brillante mañana de junio Nemesio Cabra Gómez oyó descorrerse los baldones que clausuraban la puerta de su celda. Un loquero de barba negra y bata blanca que sostenía un cabo de manguera en la mano le hizo señas de que se levantase y saliera. El loquero echó a andar y se detuvo a pocos pasos.
—Tú delante —ordenó— y sin trapacerías, o te arreo.
Y blandía el cabo de manguera que producía un silbido de culebra. Caminaron por los tortuosos corredores. Al pasar frente a las cristaleras que daban al jardín, Nemesio Cabra Gómez sintió la quemadura del sol y le deslumbró la luz y se pegó al vidrio a contemplar el cielo y el jardín donde otro internado taponaba hormigueros. El loquero le dio con la porra.
—Vamos, tú, ¿qué te pasa?
—Llevo meses en aquel cajón.
—Pues no hagas tonterías o volverás a él.
Aquella fue la primera noticia que tuvo de que iban a soltarle. Se lo confirmó el doctor Flors. Le dijo que los médicos habían dictaminado su curación y que podía reintegrarse a la vida normal, pero que procurara evitar el alcohol y los excitantes, que no discutiera, que durmiera cuantas horas le pidiera el cuerpo y que visitase a un colega (cuyo nombre y dirección apuntó en una tarjeta) cada vez que se sintiera mal o, en cualquier caso, cada tres meses, hasta que fuera dado de alta definitivamente.
Como la ropa con que había ingresado en la casa de salud estaba del todo inservible y atentaba contra el pudor, el doctor Flors le proveyó de una blusa, unos pantalones, un par de zapatos y un tabardo donados por unas damas de caridad. Hicieron un hatillo con las prendas y le condujeron a la puerta principal.
Una vez libre, se refugió en un bosquecillo y se cambió de ropa. Las prendas que le habían proporcionado eran usadas y de tamaños diversos. La blusa le venía muy holgada y el pantalón, demasiado corto, no pudo abrochárselo. Lo ató con una guita. Los zapatos resultaban estrechos y no llevaba calcetines. El tabardo, en cambio, le pareció excelente, aunque inútil en aquella época del año. Guardó la documentación y los pocos objetos personales que poseía en los bolsillos de su nueva indumentaria y arrojó los harapos tras un matorral. Muy contento regresó al camino y anduvo durante mucho rato hasta que topó con los raíles de un tren de vía estrecha o carrilet y los siguió en busca de la estación. Hallada esta, esperó la llegada del carrilet, se subió y se metió en el retrete para no pagar billete, pues carecía de dinero.
Una vez en Barcelona, y cuando todos los pasajeros habían abandonado los vagones, se deslizó al andén, cruzó la verja de salida confundido entre un grupo numeroso y se quedó mirando la calle con los ojos húmedos por la emoción de ser dueño de sus actos.
Eduardo Mendoza
La verdad sobre el Caso Savolta
En un período de neutralidad política (Barcelona 1917-1919), una empresa fabricante de armas abocada al desastre económico por los conflictos laborales, es el telón de fondo del relato de Javier Miranda, protagonista y narrador de los hechos. El industrial catalán Savolta, dueño de ese negocio que vendió armas a los aliados durante la Primera Guerra Mundial, es asesinado. El humor, la ironía, la riqueza de los matices y de las experiencias, la parodia y la sátira, el pastiche de la subliteratura popular, la recuperación de la tradición narrativa desde la novela bizantina, la picaresca y los libros de caballerías hasta el moderno relato detectivesco, convierten esta novela en una tragicomedia inteligente y divertida, que situó a Eduardo Mendoza entre los narradores españoles más destacados de las últimas décadas.
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