A veces, la acumulación de términos denigrantes e imputaciones absurdas es tan exagerada que raya en lo grotesco y parece un remedo o caricatura

El episodio y, sobre todo, las reacciones de la prensa italiana al mismo, te habían hecho temer de inmediato su posible repercusión en España. Tus inquietudes, expresadas por teléfono a Monique y a un par de amigos barceloneses al producirse los hechos, no tardaron en verse confirmadas. El 22 de febrero, la totalidad de los medios informativos de la Península publicaban un despacho de la agencia Efe referente al suceso que lo ligaba insidiosamente a un atentado terrorista de la FAI contra el consulado español en Ginebra y la celebración de un «acto de propaganda antiespañola» presidido por Waldo Frank y Álvarez del Vayo en el teatro Barbizon Plaza de Nueva York. Mientras algunos periódicos exponían esa triple agresión de forma más o menos discreta, Arriba, órgano oficial del Movimiento, anunciaba en primera plana: «CNT-FAI, Álvarez del Vayo, Waldo Frank, Goytisolo: nueva fórmula del cóctel Molotov contra España» y el titular de Pueblo rezaba en tres columnas: «J. G. intenta proyectar un documental falso e injurioso sobre España y un grupo de espectadores protesta y lanza bombas de humo». El texto de Efe subrayaba la índole comunista del «mitin» de Milán, te atribuía de modo indirecto la autoría del documental incriminatorio, pretendía que los petardos fueron lanzados por italianos patriotas, honestos y dignos. «La prensa comunista —concluía— se muestra indignada por el incidente y denuncia la desaparición de la película durante la refriega, llegando a afirmar que todo ello fue provocado por agentes del Consulado español». Por las mismas fechas, un artículo de fondo de El Español, obra probable de su director Juan Aparicio, salía al paso de su indigna labor «difamadora» en Europa y una inefable crónica del corresponsal en Roma del Diario de Barcelona, «La última pirueta de J. G.», te acusaba de haber intervenido públicamente, «con prudentes remilgos y calculada táctica, no para discutir políticamente al régimen de España sino para calumniar a [tu] propia Patria»; después de tildarte de «gánster de la cámara fotográfica o cinematográfica», su autor arremetía contra el «cóctel agrio de palabras, imágenes y canciones de marca soviética, que ofendían a España con el objeto de presentar el libro de un español que [vivía] ricamente en el extranjero coreado por los partidos comunistas».
Pero aquel insólito aluvión de improperios y denuncias impresos era sólo un comienzo. El 28 de febrero, José Agustín informó por teléfono de que la película robada en Milán había sido proyectada la víspera por Televisión Española, acompañada de una respuesta contundente de José Antonio Torreblanca en la que te calificaba de impostor, mercenario y otras lindezas. En realidad, según pudiste averiguar en seguida, se trataba de una versión truncada y amañada de aquélla, con una banda sonora y comentarios que a trechos divergían del original. Como la copia exhibida deformaba gravemente el contenido e intenciones del filme, enviaste cartas certificadas a Efe y a los responsables del organismo televisivo, invocando el derecho de rectificación que te asistía. Pero tus protestas, esta vez, permanecieron inéditas. La divulgación por TVE de la película de Esteva Grewe y Brunatto iba a levantar la veda de una jauría estridente de cazadores en torno a una presa muda. La relectura actual de los recortes de prensa que conservas y a partir de los cuales compusiste el soliloquio de las Voces en tu primera novela adulta, incita a la sonrisa; un cuarto de siglo atrás, te produjo una mezcla de anonadamiento, tristeza e incredulidad. A veces, la acumulación de términos denigrantes e imputaciones absurdas es tan exagerada que raya en lo grotesco y parece un remedo o caricatura («En esa serie de actos de agresión contra la Península Ibérica resalta la participación como «compañero de viaje de un joven gigoló llamado J. G., con residencia habitual en París»); otras, el estilo enfático y un tanto familiar a tu oreja del articulista, te trae a la memoria su deliberada inserción o parodia en el corpus de Señas de identidad («Con más años de residencia en Francia que en España, con más costumbres francesas que españolas, incluso en el amancebamiento (…) sirve lo que le piden. Fabricar estampas de suburbios es sumamente fácil. Unos extras, disfrazados de guardias pueden «apalear a un obrero». Desnudar a un chiquillo, embadurnarle de carbón y sentarlo sobre un montón de estiércol, está al alcance de cualquier desaprensivo. Pero quien hace eso revela tal catadura moral que mejor es no mencionarlo, aunque nos bastaran dos sustantivos y una preposición»). La palma de oro de tan desdichada justa se la lleva quizás el director de La Vanguardia, Manuel Aznar, con su editorial del 16-3-1961 «Feltrinelli o el festival de los agravios», un verdadero monumento de demagogia, hipocresía y grandilocuencia que, a falta de poder figurar en la eventual edición de una «Historia particular de la infamia», recibió también la merecida recompensa de su inclusión en tu libro. Pero la lista de ejemplos es larga y para no abusar de los lectores, la interrumpirás aquí.
Ese sordo rencor anidado en la entraña, «toda hiel sempiterna del español terrible», hermosamente evocado por Cernuda lo descubriste entonces. Las injurias vertidas aquellos días y sus consecuencias domésticas —visitas y cartas consternadas de tu padre a los directores de los medios informativos, empeñado quijotescamente en salvar el buen nombre de la familia— te dejarán en la boca un regusto amargo pero te conferirán de rechazo una suerte de inmunidad, transformándote en ese quitinoso ejemplar de escritor que eres hoy, insensible y coriáceo a la perdurable reiteración de denuestos, salivazos y pullas. Si va a decir verdad, la reacción a lo acaecido en Milán prefiguraba de modo simbólico tus relaciones con el fuero secular de la tribu: cuanto vendría luego —escándalo, mala leche, ostracismo— tendría para ti el aire cansino de un déja vu. Lo advertido decenios o siglos antes por otros francotiradores y díscolos, se verificaba puntualmente contigo: quienes en España atacan un día desde la derecha lo hacen más tarde desde la izquierda aguardando la ocasión de hacerlo otra vez desde la derecha —y los atacados son siempre los mismos—. Ello te mostraba tempranamente —y sería un descubrimiento de importancia capital— que sólo la persona u obra muertas son dignas entre vosotros de lauros y recompensas. Las que se mantienen vivas molestan y concitan esa forma indirecta de loa que adopta la cara falaz del insulto. Los ascos y aspavientos que suscitarás en lo futuro se limitarán a repetir, a veces literalmente, expresiones y giros acuñados lustros atrás sin hacerte mella; leyéndolos al revés, como aconseja melancólicamente el Poeta, formas superiores de elogio descifrará en ellos tu orgullo. El aprendizaje de los usos y leyes de la tribu no se completará sino años más tarde; pero la lección recibida entonces será una admonición o advertencia cuya impronta no se borrará jamás.
Mientras la prensa franquista se hacía lenguas de la probidad informativa de Televisión Española al ofrecer a la curiosidad de tus paisanos un documento cinematográfico «preparado para engañar a incautos» —pero guardándose muy bien de explicar cómo tu supuesto engendro había llegado a sus manos— las preguntas formuladas por los periódicos italianos quedaron sin respuesta. La intervención de las autoridades hispanas en el hecho no ofrecía duda; con todo, el enigma habría permanecido envuelto en la bruma si la jactanciosa indiscreción de uno de sus protagonistas no te hubiera suministrado tardía e involuntariamente la clave. En otoño de 1965, durante tu primera, fecunda e impregnadora estadía en Tánger, Eduardo Haro Tecglen —que había mudado su residencia a esta ciudad, al ser nombrado director del desaparecido diario España— te revelaría que en el curso de una cena a la que asistió el cónsul general en Tetuán, éste se había vanagloriado ante los demás comensales de su bizarra actuación en el asunto; conforme a su testimonio, los autores de la agresión al acto del Teatrino del Corso le habrían confiado la copia del filme y, de acuerdo a las instrucciones recibidas de Madrid, él se encargó de hacerla llegar a buen puerto por medio de la valija diplomática. Tan meritorio comportamiento le había valido una calurosa felicitación de sus superiores, y el ex vicecónsul español en Milán vibraba todavía de entusiasmo al rememorar las divertidas y emocionantes secuencias de su folletín yemsbondesco…
Aunque su triste papel en una trama policíaca cuyas salpicaduras contribuyeron a amargar los últimos años de tu padre justificaría sobradamente la exposición de su nombre y apellidos en la picota, el abrupto disparo con el que acabó sus días en Argentina te mueve a la piedad. Servidor fiel de un sistema del que fue instrumento y hechura, se erigió trágicamente a la postre en su propio e implacable juez. El sagrado terror que te inspira el suicidio te fuerza al respeto: concédele el silencio, y déjale en paz.
El objetivo de aquella campaña desaforada parecía claro: al transformar el acto cultural antifranquista de Milán en un mitin rojo y vincular mi intervención en él con actividades terroristas propiciadas por «el marxismo internacional», las autoridades pretendían amedrentarme e imponerme un exilio forzado. Mi status ambiguo de disidente, viajes testimoniales a la Península, simpatías filocomunistas y conexiones con la prensa francesa habían acabado por sulfurar a los jerarcas del Régimen, enfrentados a la disyuntiva de detenerme o seguir tolerando una conducta cuyo ejemplo podía cundir y propagarse a otros escritores y artistas. Abrumándome con un alud de injurias y amenazas veladas, intentaban cerrarme las puertas, hacer de mí un desterrado remoto e inofensivo. Convencido de ello, adopté una táctica similar a la de los aficionados al póquer: engañar al adversario con una falsa apariencia de fuerza, persuadiéndole de que al regresar para ser detenido le estaba tendiendo una trampa. Mientras, durante la detención de Luis el año anterior, había viajado a España arropado con la presencia de personalidades tutelares, resolví hacerlo esta vez a cuerpo, con el simulado descuido o inconsciencia de quien se mete alegremente en la leonera. En vista de que mis escritos de rectificación no obtenían respuesta, había recurrido como otras veces a los buenos y desinteresados oficios de mi primo el notario Juan Berchmans Vallet: con la flema y ecuanimidad que le caracterizan, éste me aconsejó el nombre de un abogado de su confianza, ajeno por completo a la política, y que asesorado con él, pusiera una querella por injurias al omnímodo Director General de Prensa. La empresa parecía absurda y mis posibilidades de llevar el asunto a los tribunales eran a todas luces escasas; con todo, al envidar de aquella manera desviaba la atención del enemigo de mi objetivo principal: volver impunemente a España. El 21 de abril, una semana antes del viaje de Monique a los Encuentros literarios de Formentor, tomé el avión para Madrid y fui acogido por mi primo en el aeropuerto de Barajas. Los trámites de entrada con la policía se desenvolvieron sin incidentes. La misma noche, Juan Berchmans Vallet había agenciado una cita con el abogado a fin de planear una estrategia certera antes de mi anunciada visita al Ministerio. Recuerdo muy bien nuestra llegada matinal a éste y el vasto mural del vestíbulo con las figuras de la anunciación a María por el Arcángel. Si, como señaló en su día Umberto Eco, la cantidad de información que transmite una unidad comunicativa depende de su probabilidad y, cuanto menor sea ésta, mayor será el contenido informativo de aquélla, el Ministerio de Información franquista no podía haber escogido a sabiendas un símbolo mejor: el rubio, rollizo y salutífero enviado del Señor transmitiendo a la ruborizada Virgen la improbable unidad comunicativa y, por tanto, sustanciosísima información acerca de los inesperados beneficios de la visita de una paloma que, por lo gorda, blanca y lustrosa mantiene en el piadoso contemplador del fresco una excusable confusión entre el Holy Ghost invocado por la opulenta Mahalia Jackson y el anuncio en colores de Avecrem, no se despintaría de mi memoria pese a la agitación del momento y afloraría a mi escritura en las páginas de Don Julián.

Juan Goytisolo
En los reinos de Taifa

EN LOS REINOS DE TAIFA prosigue y amplía la rigurosa indagación estética y moral abierta por Juan Goytisolo en Coto vedado. Con un rigor de estilo y una tensión expresiva constantes, Juan Goytisolo opera, sobre un campo más próximo en el tiempo y más dilatado en el espacio —desde África del Norte hasta París, Italia o la Unión Soviética, en el vórtice inquieto de los años 60—, una exploración en las contradicciones y la verdad última del propio ser y en el rostro de la época, que no desconoce la imperiosa necesidad de encararse, ante todo, con el verdadero rostro de la propia identidad personal. Así, de igual modo que la veracidad ética del texto es garantía de su vigencia estética, la lúcida y franca valentía con que el autor asume hasta sus últimas consecuencias la necesidad de ser veraz ante sí mismo en su vida privada constituye la otra faz, ineludible, de la voluntad de ruptura que, en pos de lo auténtico, da sentido a una obra literaria entera, de la que es En los reinos de Taifa uno de los más acabados y ejemplares exponentes.

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