«Prohibida la entrada a perros y chinos», en ese orden, decía el cartel que vi —hace más años de los que me toca recordar— desde una ventana del hotel perfectamente británico donde me alojaba en Shanghai.

Personajes
«Prohibida la entrada a perros y chinos», en ese orden, decía el cartel que vi —hace más años de los que me toca recordar— desde una ventana del hotel perfectamente británico donde me alojaba en Shanghai. Es una marca del dominio y la humillación coloniales que las autoridades comunistas decidieron conservar en una plaza llena, desde temprano, de practicantes de tai-chi con el Mar de China al fondo. La urbe, apenas una aldea de pescadores hasta la mitad del siglo X, era un laberinto de callejas y frente a cada casa subía desde los anafres con carbón el vapor que cuece arroces. Una mañana me perdí en ese dédalo y me rescató un holandés anciano que deambulaba como yo, pero conocía Shanghai al dedillo: había vivido largos años allí, al frente de una compañía extranjera que fue expropiada cuando Mao triunfó, y residía en la ciudad seis meses cada año. Sobrevivía, me dijo, porque contemplaba cada día la actividad del puerto.
Me guió hasta el hotel y lo invité a tomar una copa. Se dedicó al mao-tai, un aguardiente de sorgo que trepa rápidamente a la cabeza. No a la de él, vistas las repeticiones. Era un hombre fornido, alto, vigoroso, y confesaba 86 años de edad. Me habló de personajes equívocos que de un modo o de otro había conocido en el Shanghai de la guerra sinojaponesa que Tokio inició al invadir Manchuria en 1937. La población de la época era muy variada: además de ingleses, franceses, estadounidenses y japoneses, que ocupaban sendas concesiones internacionales que las potencias del caso se habían repartido, abundaban los rusos blancos y los otros, los rojos, que se espiaban mutuamente en la «Pequeña Moscú» de la avenida Joffre. No era escasa la colonia teutona, con claro predominio de judíos refugiados aunque no faltaban nazis que editaban un periódico en alemán. Y, desde luego, había gángsters, proxenetas, narcotraficantes, agentes de inteligencia de los países europeos en guerra y aun de la muy estadounidense OSS (Office of Strategic Services). Ese mundo variopinto, afirmaba el holandés, no cohibía la presencia gris y rutinaria de numerosos extranjeros enfrascados en sus negocios, indiferentes a la guerra civil china y la invasión japonesa, ni la de funcionarios y jefes policiales corruptos —chinos y no— en ese paso principal del tráfico internacional de drogas.
La voz del holandés comenzó a destilar una nostalgia espesa. Por ella pasó el «capitán» Pick, ruso blanco, ex cantante de ópera, jefe de una banda de asaltantes, asesino competente y espía alquilado a ratos. También el «doctor» Hermann Eber, un dealer al que le encantaba imitar a Hitler. Y la «princesa» Sumaire, tal vez hija del Marajá de Partiala, que tenía tantas que ni podía contarlas. Y el «Manco» Sutton y el «Dos Pistolas» Cohen, traficantes de armas al igual que el «Pata de Palo» Kearney, quien advertía que en rigor él era medio estadounidense: le habían amputado las dos piernas. Ahí dejé de tomar nota. La nostalgia es una cosa y otra cosa es otra cosa. Pero Secret War in Shanghai, de Bernard Wasserstein, confirma que ese mundo, esos personajes y otros de índole parecida tuvieron vida, pasión y muerte reales.
Wasserstein consultó informes consulares, archivos de la policía municipal de Shanghai recientemente desclasificados, memorias de la época, una masa enorme de documentos de distintos países europeos, de Israel y Estados Unidos. Señala que el avance de las tropas niponas no frenó la afluencia a China de aventureros en busca de fortuna: no necesitaban visa y se autodoctoraban sin cursar universidad alguna. A fines de 1937 los japoneses toman el norte de Shanghai. Ingleses y estadounidenses no defienden sus concesiones; el cónsul francés Raymond de Margerie, leal servidor del régimen pronazi de Pétain, negocia. En 1941 Japón bombardea Pearl Harbor y en 1943 interna en campos de concentración a los «enemigos extranjeros» que vivían en Shanghai. Se abren espacios para colaboradores y traidores.
Muchos eran medio chinos, tal vez resentidos por el racismo chino, pero también pululaban criminales y pájaros de pelaje diverso. El doctor Albert von Morioni, por ejemplo, médico, dueño de un burdel y chantajista. O el barón Auxion de Ruffe, intermediario entre franceses, japoneses y la mafia local, entusiasta partidario de Vichy, lo cual no le evitó ser asesinado. O Marquita Wong, amante del locutor Hubert Moy, chino-estadounidense y pro japonés. Cabría agregar el comodoro «Mary» Milton Miles, director de operaciones de OSS en China, íntimo de Tai Li, más conocido como «el Himmler chino», jefe de los servicios secretos de Chiang Kai-shek. Y el representante de De Gaulle en China, el general Pechkoff, hijo adoptivo de Máximo Gorki al que Tai Li consideraba por eso peligroso aunque era anticomunista y comenzaba su día leyendo Imitación de Cristo.
Es mi deber ahora disculparme con el holandés o seguramente con su sombra. Bebió un último mao-tai con la mirada vaya a saber en qué horizonte. Elogié su energía y me dijo que no, que estaba irremediablemente viejo. Le pregunté qué era la vejez para un hombre como él. Me contestó que era la diferencia creciente entre la cantidad de tentaciones y la cantidad de tentativas.
8 de febrero de 2001

Juan Gelman
Miradas
De poetas, escritores y artistas

Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.

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