Sin embargo, tres hombres protestaban en nombre de las letras, esa eterna república que no tiene Césares ni reconoce Napoleones. Estos hombres eran Lemercier, Ducis y Châteaubriand.

Bonaparte volvió a Milán, donde encontró la ciudad iluminada y poseída del mayor alborozo. Masséna, a quien no había visto desde la campaña de Egipto, le esperaba y obtuvo el mando del ejército de Italia en premio de su heroica defensa de Génova.
El primer cónsul volvió a París en medio de las aclamaciones de los pueblos. Su entrada en la capital se efectuó de noche; pero cuando al día siguiente los parisienses supieron su regreso, se dirigieron en masa a las Tullerías con tantos gritos y entusiasmo, que el joven vencedor de Marengo se vio obligado a salir al balcón y saludar a las masas congregadas.
Pocos días después, una dolorosa noticia vino a consternar la alegría nacional: Kleber había caído en El Cairo bajo el puñal de Soliman-al-Alebi, el mismo día en que Desaix caía en las llanuras de Marengo bajo las balas de los austriacos.
El convenio firmado por Berthier y el general Melas en la noche que siguió a la batalla, condujo a un armisticio concluido el 5 de julio, roto el 5 de septiembre y renovado después de ganarse la batalla de Hohenlinden.
Durante este tiempo, las conspiraciones seguían su curso. Ceracchi, Arena, Topineau-le-Brún y Demerville, habían sido detenidos en la Ópera, donde se acercaban al primer cónsul para asesinarle. La máquina infernal había estallado en la calle de Saint-Nicaise, a veinticinco pasos detrás de su coche. Por si esto fuera poco, Luis XVIII escribía a Bonaparte una carta tras otra para que le devolviese su trono.
Por último, el 9 de febrero de 1801 se firmó el tratado de Luneville, que reforzaba todas la cláusulas del tratado de Campo-Formio; cedía de nuevo a Francia los estados situados en la orilla izquierda del Rin, señalando el Adige como límite de las posesiones austriacas, obligaba al emperador de Austria a reconocer las repúblicas cisalpina, bátava y helvética y, por último, cedía la Toscana a Francia.
La República estaba en paz con el mundo entero, excepto con Inglaterra, su antigua y eterna enemiga. Bonaparte quiso intimidarla con una gran demostración. En Bolonia se formó un campamento de doscientos mil hombres y en todos los puertos del norte de Francia se reunió un inmenso número de buques chatos, destinados a transportar este ejército. Inglaterra se atemorizó ante el poder militar francés y el 25 de marzo de 1802 se firmó el tratado de Amiens.
Entretanto, el primer cónsul avanzaba insensiblemente hacia el trono y Bonaparte se iba convirtiendo poco a poco en Napoleón. El 15 de julio de 1801 firmaba un concordato con el Papa; el 21 de enero de 1802 aceptaba el título de presidente de la república cisalpina; el 2 de agosto siguiente era nombrado cónsul perpetuo y el 21 de marzo de 1804 mandaba fusilar al duque de Enghien en los fosos de Vincennes.
Concedido este último testimonio a la Revolución, se planteó a los franceses la siguiente cuestión:
«¿Debe ser Napoleón Bonaparte emperador de los franceses?».
Cinco millones de firmas contestaron afirmativamente y Napoleón subió al trono de Luis XVI.
Sin embargo, tres hombres protestaban en nombre de las letras, esa eterna república que no tiene Césares ni reconoce Napoleones.
Estos hombres eran Lemercier, Ducis y Châteaubriand.

Alexandre Dumas
Napoleón

La historia de Napoleón ha dado lugar a una producción bibliográfica oceánica que ha invadido la literatura y la mitología más allá del campo específico de la historia. Verdaderamente, lo mismo entonces que después, el Emperador es un personaje que ha hecho soñar y ha inspirado a numerosos escritores y novelistas. Uno de ello es Alexandre Dumas, el autor de Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo, cuyo padre fue general del propio Emperador, como fue el caso también de Victor Hugo. Con su biografía sobre Napoleón, escrita de forma esquemática, Dumas, anticipándose al regreso a Francia de las cenizas del Emperador en 1840, supo captar mejor que nadie la cresta de la ola del entusiasmo napoleónico para, de una forma breve, sencilla y fácil de leer, escribir en el momento justo el libro apropiado.

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