—Quiero decirte que todo lo que tú haces aquí está vigilado. De manera que cuídate.

Siguió caminando, como si necesitara juntar fuerzas para lo que me iba a decir. A esta hora pasaba poca gente por el hotel. El mar, de un intenso color azul, agitado por innumerables crestas de espuma, saltaba en surtidores poderosos sobre el malecón y barría la calle. Yo sentía una inquietud extraña, opresiva, como si mi vida, que había transcurrido siempre, a pesar de los desórdenes, dentro de límites seguros, perdiera de pronto su base sólida.
—Quiero decirte que todo lo que tú haces aquí está vigilado. De manera que cuídate.
De nuevo caminamos en silencio.
—¿Crees tú que mis contactos con Padilla y todo ese grupo son un problema? ¿Las críticas que se hacen en las conversaciones? ¿Todo eso?
—No —dijo mi amigo—: No creo.
—¿Cuál sería el problema, entonces?
—Todo lo que pueda implicar una actividad política. ¿Comprendes? Todo lo que sea política.
Es probable que todavía hubiera tiempo de rehacer el camino, pero la verdad es que sólo comprendí a medias, o que no estaba en condiciones de comprender. Después, atando cabos, operación mental que aprendí a realizar con gran frecuencia y rapidez en aquel destino diplomático, reparé en que S. M. había mencionado dos o tres veces en el almuerzo a uno de los altos jefes del gobierno, amigo personal suyo. Había dicho que esa persona le había hablado de mí en alguna oportunidad.
—Te tiene estima, ¿sabes?
¿Se trataba, entonces, de un mensaje? ¿Se referían ellos, al hablar de actividad política, a mis informes al Ministerio de Relaciones chileno? ¿Querían neutralizar esa fuente de información directa y objetiva al gobierno de Allende en que se había transformado la embajada de Chile? El día de mi llegada, Fidel había anunciado que el mínimo indispensable de la zafra en curso, a fin de poder cumplir con los compromisos financieros más urgentes, era de siete millones de toneladas. Después de recoger antecedentes por todos lados, en especial entre mis colegas diplomáticos, había informado a mi gobierno a comienzos de enero que la zafra, en mi opinión, llegaría muy difícilmente a los seis millones. A mediados de enero Fidel rebajaba la meta anunciada en su discurso del 7 de diciembre a sólo seis millones de toneladas y media. Pasaban las semanas y la norma diaria no se cumplía. El gobierno fustigaba el ausentismo; discutía la ley de vagos, que significaba en la práctica imponer el trabajo obligatorio en toda la isla. La alternativa habría sido crear estímulos materiales; forzar a la población a trabajar a través de los mecanismos del mercado; pero en Cuba, según la teoría de Fidel, se avanzaría simultáneamente por la senda del socialismo y del comunismo. Volver a los estímulos materiales era restablecer la enajenación capitalista. En consecuencia, el desarrollo económico llegaba a un callejón sin salida: o se abandonaba el sistema de estímulos morales, que distinguía la revolución cubana de todas las demás, encarnando el modelo más puro y más avanzado de socialismo, o el trabajo voluntario se convertía, en virtud de la ironía implacable de los hechos, en trabajo forzado.
¿Quería insinuarme el gobierno, a través de S. M., que guardara silencio, en espera de que el joven del MAPU ya designado por Chile, aprobado por el Senado, que no había insistido en su rechazo al primer candidato mapucista, y «estudiado» por los cubanos con resultados tranquilizadores, llegara a reemplazarme?
Pienso que también mi amigo S. M. deseaba evitarme un enredo, cosa que aparentemente le convenía a todo el mundo, pero es muy probable que el alto personaje que me «tenía estima» actuara en forma deliberada: yo cesaba toda acción política; es decir, suspendía mis informes al gobierno chileno sobre la situación política y económica cubana, crudos en exceso para lectores no necesariamente maduros, por bien colocados que estuviesen en las jerarquías de la Unidad Popular; y ellos hacían la vista gorda frente a mis amistades privadas y a mis devaneos.
Si de algo sirviera la experiencia ajena, habría comprendido el mensaje, pero había que vivir en carne propia y hasta sus consecuencias últimas las complejidades de una situación así para adquirir la experiencia. Reflexioné y llegue a la conclusión de que ninguna de mis actividades podía considerarse política. Mi vida diplomática era puramente formal; las verdaderas relaciones de Cuba en Chile se manejaban por intermedio de la embajada cubana en Santiago. Mi presencia en la isla, además de temporal, tenía un carácter exclusivamente simbólico. Mis conversaciones con los escritores pertenecían a la chismografía privada; carecían de significación. Debí pensar, por el contrario, que todo, cada frase, cada encuentro, cada broma, cada desplazamiento oficial o extraoficial, en el especialísimo caso del encargado de negocios del Chile de la Unidad Popular en la Cuba socialista, era política, pero aún me quedaba en mi aprendizaje mucho camino por recorrer.
Así nos acercábamos alegremente, bebiendo el ron y fumando los habanos del Diplomercado, en medio de las carcajadas teatrales de Heberto, de las exageradas exclamaciones de Pablo Armando, del monólogo monocorde y brillante, lleno de asociaciones inusitadas, de Lezama Lima, recitando versos y contando anécdotas de los años eufóricos, cuando los círculos pseudo-surrealistas de París y de toda Europa se instalaban en masa en el hotel Habana Libre, a la inevitable crisis. El viento silbaba afuera, envolviendo los frecuentes apagones de la luz eléctrica en cierto clima dramático, y las olas invernales arrasaban el malecón. En la oscuridad del Caribe avanzaba con velas desplegadas, rumbo al puerto de La Habana, el Esmeralda. Todo estaba listo para recibirlo. La entrada a puerto tendría lugar el lunes 22 de febrero, a las ocho de la mañana en punto. Mi esposa viajaría ese mismo día y hora a Chile, a fin de ocuparse de los niños y de preparar el viaje a París, a cuya embajada ya se me había destinado para que acompañara y colaborara con el embajador poeta Pablo Neruda.

Jorge Edwards
Persona non grata

Jorge Edwards fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos de primera fila que se distanció del proceso cubano.
En 1971 llegó a La Habana con la importante misión de reanudar las relaciones diplomáticas entre Cuba y Chile, donde acababa de asumir la presidencia Salvador Allende. Tras tres meses debió partir, prácticamente expulsado por el régimen castrista.
La experiencia quedó registrada en Persona non grata, su libro más exitoso y el que mayores dolores de cabeza le ha causado: desde amenazas físicas hasta acusaciones como la de Ariel Dorfman, quien lo tachó de «agente de la CIA».

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