Laura Hernández vio la luna y no le gustó para nada. Tenía un tono amarillento y le faltaba un pequeño trozo para estar llena. “Una luna mocha”, pensó.
Para otra persona, ésa podía ser una observación cualquiera, pero Laura ha tenido que acostumbrarse al extraño poder de predecir lo que va a suceder.
Vivir con un don alarmista resulta demandante. De niña, Laura padeció por su clarividencia, y no ha sido fácil que sus familiares y amigos se habitúen a las dramáticas noticias que comunica de golpe.
En una ocasión, vio que un polvillo descendía del techo y le gritó a su marido que salieran del cuarto. Segundos después, el plafón se desplomó sobre la cama.
Una noche abrió los ojos y vio a un ex novio al lado de la cama. “¿Qué haces aquí?”, preguntó al intruso. La imagen desapareció. Al día siguiente supo que él había muerto.
Las intensas relaciones magnéticas que Laura Hernández tiene con los demás pueden ser inquietantes. La gente que la conoce en verdad, no duda de sus vaticinios. En una ocasión, le aconsejó a su hermana que viajara a Mérida de inmediato para ver a su esposo, que había ido ahí a hacerse unos análisis médicos. La hermana no dudó en obedecerla: llegó justo a tiempo para oír las últimas palabras de su marido.
En la madrugada del 27 de febrero, Laura no se preparó para dormir. Había visto la luna. Amarilla. Hinchada. Rodeada de un halo vaporoso. Una luna casi completa, que se definía por el trozo que le faltaba.
Lo complejo de recibir mensajes paranormales es que llegan sin ser descifrados. Acostumbrada a las alusiones sutiles de la literatura, Laura advierte claves y sobreentendidos en los libros que lee con aguda atención. Las señales de alarma son otra cosa: sabe que algo importante o dramático va a suceder, pero no conoce las circunstancias ni puede anticipar todos los efectos que percibe. Un cosquilleo que incomoda sin causa aparente, un medidor que se activa sin disponer de una escala. Como oír un mensaje en un idioma desconocido, donde el acento transmite emociones, pero el significado de las palabras se escapa.
El 26 de febrero Laura empacó su ropa, tarea que debe haberle llevado su tiempo, pues fue la persona más arreglada del Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil. Nunca la vimos con las mismas prendas y ni el más obsesivo de nosotros pudo descubrirle una arruga.
Después de empacar, se sentó en la cama, con la postura tensa y elegante que en otro cuerpo podría parecer altiva y en ella es su natural manera de estar cómoda. Laura Hernández desvió la vista a la ventana, y esperó a que algo sucediera.
Supe que ella tenía facultades paranormales unos días después, cuando ya había pasado el terremoto. Los mexicanos que participamos en el Congreso nos reunimos en el lobby del Hotel San Francisco a hacer una lista de pasajeros prioritarios. No sabíamos cuándo podríamos volver, pero nuestras urgencias eran distintas.
Ninguno de nosotros se encontraba en la situación de quienes se habían quedado en Concepción y otras zonas cercanas al epicentro, donde no había luz ni agua corriente, y donde se había impuesto el toque de queda para evitar el caos y el pillaje. Estábamos en un buen hotel. Sin embargo, las paredes cuarteadas y las continuas réplicas nos recordaban que el peligro no había pasado. Muchos sufrieron ataques de pánico y se negaron a volver a sus cuartos. El vestíbulo se convirtió en un campamento donde los sofás y el suelo se repartían con un criterio de supervivencia, similar al de los vagabundos que viven en los parques.
En nuestro grupo, había gente con niños de brazos, personas en tratamiento médico, madres que debían regresar a México a atender a sus hijos. El aeropuerto había sufrido severos daños y los vuelos comerciales estaban suspendidos. En caso de que consiguiéramos algún modo de regresar, debíamos saber quiénes necesitaban salir primero.
Fijamos diez pasajeros prioritarios, y sorteamos los demás puestos.
Cuando metí la mano en la canasta para escoger mi papeleta, Laura Hernández me vio a los ojos y dijo:
—Te va a salir el doce.
—Eso es imposible —dijo alguien— el doce ya salió.
Tomé el papel y tuve miedo de abrirlo. Bajé la mirada. ¡Era el doce! La persona que escribió las papeletas había repetido dos veces el mismo número. Me acerqué a Laura, con quien no había hablado hasta ese momento. ¿Cómo sabía que mi número era ése?
—Soy psíquica —respondió con naturalidad.
Le pregunté qué había sentido antes del terremoto.
Entonces me explicó la impresión que le había causado la luna.
Juan Villoro
8.8: El miedo en el espejo
Una crónica del terremoto en Chile
En la que sin duda es su crónica más emocionante, Juan Villoro cuenta cómo estuvo en condiciones de comparar la intensidad de dos de los terremotos más terribles que ha sufrido América Latina: el de 1985 en la ciudad de México y el de 2010 en Santiago de Chile. Convencido de que estos desastres deben contarse con las más representativas de las voces implicadas, Villoro tomó los relatos de sus compañeros de temblor y construyó un concierto de impresiones en el que no faltan el suspenso o el absurdo. Además de una arrebatadora narración coral sobre las distintas estrategias para sobrevivir al espanto, 8.8: El miedo en el espejo recurre al ensayo, al relato y al testimonio de otros escritores que, como Kleist, han narrado terremotos verdaderos o ficticios a fin de descubrir la dimensión literaria de una realidad movediza.
Al otorgarle a Juan Villoro el Premio Internacional de Periodismo Rey de España a principios de 2010, el jurado destacó no sólo la calidad de la escritura, o la clarividencia en la elección del tema, sino las múltiples perspectivas plásticas, musicales, literarias, políticas y sociológicas “desde las que el autor ha analizado una realidad tan poliédrica”. Saltando del espanto al humor de los testigos, el presente libro de Villoro renueva estas virtudes a la vez que busca averiguar cómo reacciona el ser humano cuando más teme por su vida.
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