A veces, la acumulación de términos denigrantes e imputaciones absurdas es tan exagerada que raya en lo grotesco y parece un remedo o caricatura

El episodio y, sobre todo, las reacciones de la prensa italiana al mismo, te habían hecho temer de inmediato su posible repercusión en España. Tus inquietudes, expresadas por teléfono a Monique y a un par de amigos barceloneses al producirse los hechos, no tardaron en verse confirmadas. El 22 de febrero, la totalidad de los medios informativos de la Península publicaban un despacho de la agencia Efe referente al suceso que lo ligaba insidiosamente a un atentado terrorista de la FAI contra el consulado español en Ginebra y la celebración de un «acto de propaganda antiespañola» presidido por Waldo Frank y Álvarez del Vayo en el teatro Barbizon Plaza de Nueva York. Mientras algunos periódicos exponían esa triple agresión de forma más o menos discreta, Arriba, órgano oficial del Movimiento, anunciaba en primera plana: «CNT-FAI, Álvarez del Vayo, Waldo Frank, Goytisolo: nueva fórmula del cóctel Molotov contra España» y el titular de Pueblo rezaba en tres columnas: «J. G. intenta proyectar un documental falso e injurioso sobre España y un grupo de espectadores protesta y lanza bombas de humo». El texto de Efe subrayaba la índole comunista del «mitin» de Milán, te atribuía de modo indirecto la autoría del documental incriminatorio, pretendía que los petardos fueron lanzados por italianos patriotas, honestos y dignos. «La prensa comunista —concluía— se muestra indignada por el incidente y denuncia la desaparición de la película durante la refriega, llegando a afirmar que todo ello fue provocado por agentes del Consulado español». Por las mismas fechas, un artículo de fondo de El Español, obra probable de su director Juan Aparicio, salía al paso de su indigna labor «difamadora» en Europa y una inefable crónica del corresponsal en Roma del Diario de Barcelona, «La última pirueta de J. G.», te acusaba de haber intervenido públicamente, «con prudentes remilgos y calculada táctica, no para discutir políticamente al régimen de España sino para calumniar a [tu] propia Patria»; después de tildarte de «gánster de la cámara fotográfica o cinematográfica», su autor arremetía contra el «cóctel agrio de palabras, imágenes y canciones de marca soviética, que ofendían a España con el objeto de presentar el libro de un español que [vivía] ricamente en el extranjero coreado por los partidos comunistas».
Pero aquel insólito aluvión de improperios y denuncias impresos era sólo un comienzo. El 28 de febrero, José Agustín informó por teléfono de que la película robada en Milán había sido proyectada la víspera por Televisión Española, acompañada de una respuesta contundente de José Antonio Torreblanca en la que te calificaba de impostor, mercenario y otras lindezas. En realidad, según pudiste averiguar en seguida, se trataba de una versión truncada y amañada de aquélla, con una banda sonora y comentarios que a trechos divergían del original. Como la copia exhibida deformaba gravemente el contenido e intenciones del filme, enviaste cartas certificadas a Efe y a los responsables del organismo televisivo, invocando el derecho de rectificación que te asistía. Pero tus protestas, esta vez, permanecieron inéditas. La divulgación por TVE de la película de Esteva Grewe y Brunatto iba a levantar la veda de una jauría estridente de cazadores en torno a una presa muda. La relectura actual de los recortes de prensa que conservas y a partir de los cuales compusiste el soliloquio de las Voces en tu primera novela adulta, incita a la sonrisa; un cuarto de siglo atrás, te produjo una mezcla de anonadamiento, tristeza e incredulidad. A veces, la acumulación de términos denigrantes e imputaciones absurdas es tan exagerada que raya en lo grotesco y parece un remedo o caricatura («En esa serie de actos de agresión contra la Península Ibérica resalta la participación como «compañero de viaje de un joven gigoló llamado J. G., con residencia habitual en París»); otras, el estilo enfático y un tanto familiar a tu oreja del articulista, te trae a la memoria su deliberada inserción o parodia en el corpus de Señas de identidad («Con más años de residencia en Francia que en España, con más costumbres francesas que españolas, incluso en el amancebamiento (…) sirve lo que le piden. Fabricar estampas de suburbios es sumamente fácil. Unos extras, disfrazados de guardias pueden «apalear a un obrero». Desnudar a un chiquillo, embadurnarle de carbón y sentarlo sobre un montón de estiércol, está al alcance de cualquier desaprensivo. Pero quien hace eso revela tal catadura moral que mejor es no mencionarlo, aunque nos bastaran dos sustantivos y una preposición»). La palma de oro de tan desdichada justa se la lleva quizás el director de La Vanguardia, Manuel Aznar, con su editorial del 16-3-1961 «Feltrinelli o el festival de los agravios», un verdadero monumento de demagogia, hipocresía y grandilocuencia que, a falta de poder figurar en la eventual edición de una «Historia particular de la infamia», recibió también la merecida recompensa de su inclusión en tu libro. Pero la lista de ejemplos es larga y para no abusar de los lectores, la interrumpirás aquí.
Ese sordo rencor anidado en la entraña, «toda hiel sempiterna del español terrible», hermosamente evocado por Cernuda lo descubriste entonces. Las injurias vertidas aquellos días y sus consecuencias domésticas —visitas y cartas consternadas de tu padre a los directores de los medios informativos, empeñado quijotescamente en salvar el buen nombre de la familia— te dejarán en la boca un regusto amargo pero te conferirán de rechazo una suerte de inmunidad, transformándote en ese quitinoso ejemplar de escritor que eres hoy, insensible y coriáceo a la perdurable reiteración de denuestos, salivazos y pullas. Si va a decir verdad, la reacción a lo acaecido en Milán prefiguraba de modo simbólico tus relaciones con el fuero secular de la tribu: cuanto vendría luego —escándalo, mala leche, ostracismo— tendría para ti el aire cansino de un déja vu. Lo advertido decenios o siglos antes por otros francotiradores y díscolos, se verificaba puntualmente contigo: quienes en España atacan un día desde la derecha lo hacen más tarde desde la izquierda aguardando la ocasión de hacerlo otra vez desde la derecha —y los atacados son siempre los mismos—. Ello te mostraba tempranamente —y sería un descubrimiento de importancia capital— que sólo la persona u obra muertas son dignas entre vosotros de lauros y recompensas. Las que se mantienen vivas molestan y concitan esa forma indirecta de loa que adopta la cara falaz del insulto. Los ascos y aspavientos que suscitarás en lo futuro se limitarán a repetir, a veces literalmente, expresiones y giros acuñados lustros atrás sin hacerte mella; leyéndolos al revés, como aconseja melancólicamente el Poeta, formas superiores de elogio descifrará en ellos tu orgullo. El aprendizaje de los usos y leyes de la tribu no se completará sino años más tarde; pero la lección recibida entonces será una admonición o advertencia cuya impronta no se borrará jamás.
Mientras la prensa franquista se hacía lenguas de la probidad informativa de Televisión Española al ofrecer a la curiosidad de tus paisanos un documento cinematográfico «preparado para engañar a incautos» —pero guardándose muy bien de explicar cómo tu supuesto engendro había llegado a sus manos— las preguntas formuladas por los periódicos italianos quedaron sin respuesta. La intervención de las autoridades hispanas en el hecho no ofrecía duda; con todo, el enigma habría permanecido envuelto en la bruma si la jactanciosa indiscreción de uno de sus protagonistas no te hubiera suministrado tardía e involuntariamente la clave. En otoño de 1965, durante tu primera, fecunda e impregnadora estadía en Tánger, Eduardo Haro Tecglen —que había mudado su residencia a esta ciudad, al ser nombrado director del desaparecido diario España— te revelaría que en el curso de una cena a la que asistió el cónsul general en Tetuán, éste se había vanagloriado ante los demás comensales de su bizarra actuación en el asunto; conforme a su testimonio, los autores de la agresión al acto del Teatrino del Corso le habrían confiado la copia del filme y, de acuerdo a las instrucciones recibidas de Madrid, él se encargó de hacerla llegar a buen puerto por medio de la valija diplomática. Tan meritorio comportamiento le había valido una calurosa felicitación de sus superiores, y el ex vicecónsul español en Milán vibraba todavía de entusiasmo al rememorar las divertidas y emocionantes secuencias de su folletín yemsbondesco…
Aunque su triste papel en una trama policíaca cuyas salpicaduras contribuyeron a amargar los últimos años de tu padre justificaría sobradamente la exposición de su nombre y apellidos en la picota, el abrupto disparo con el que acabó sus días en Argentina te mueve a la piedad. Servidor fiel de un sistema del que fue instrumento y hechura, se erigió trágicamente a la postre en su propio e implacable juez. El sagrado terror que te inspira el suicidio te fuerza al respeto: concédele el silencio, y déjale en paz.
El objetivo de aquella campaña desaforada parecía claro: al transformar el acto cultural antifranquista de Milán en un mitin rojo y vincular mi intervención en él con actividades terroristas propiciadas por «el marxismo internacional», las autoridades pretendían amedrentarme e imponerme un exilio forzado. Mi status ambiguo de disidente, viajes testimoniales a la Península, simpatías filocomunistas y conexiones con la prensa francesa habían acabado por sulfurar a los jerarcas del Régimen, enfrentados a la disyuntiva de detenerme o seguir tolerando una conducta cuyo ejemplo podía cundir y propagarse a otros escritores y artistas. Abrumándome con un alud de injurias y amenazas veladas, intentaban cerrarme las puertas, hacer de mí un desterrado remoto e inofensivo. Convencido de ello, adopté una táctica similar a la de los aficionados al póquer: engañar al adversario con una falsa apariencia de fuerza, persuadiéndole de que al regresar para ser detenido le estaba tendiendo una trampa. Mientras, durante la detención de Luis el año anterior, había viajado a España arropado con la presencia de personalidades tutelares, resolví hacerlo esta vez a cuerpo, con el simulado descuido o inconsciencia de quien se mete alegremente en la leonera. En vista de que mis escritos de rectificación no obtenían respuesta, había recurrido como otras veces a los buenos y desinteresados oficios de mi primo el notario Juan Berchmans Vallet: con la flema y ecuanimidad que le caracterizan, éste me aconsejó el nombre de un abogado de su confianza, ajeno por completo a la política, y que asesorado con él, pusiera una querella por injurias al omnímodo Director General de Prensa. La empresa parecía absurda y mis posibilidades de llevar el asunto a los tribunales eran a todas luces escasas; con todo, al envidar de aquella manera desviaba la atención del enemigo de mi objetivo principal: volver impunemente a España. El 21 de abril, una semana antes del viaje de Monique a los Encuentros literarios de Formentor, tomé el avión para Madrid y fui acogido por mi primo en el aeropuerto de Barajas. Los trámites de entrada con la policía se desenvolvieron sin incidentes. La misma noche, Juan Berchmans Vallet había agenciado una cita con el abogado a fin de planear una estrategia certera antes de mi anunciada visita al Ministerio. Recuerdo muy bien nuestra llegada matinal a éste y el vasto mural del vestíbulo con las figuras de la anunciación a María por el Arcángel. Si, como señaló en su día Umberto Eco, la cantidad de información que transmite una unidad comunicativa depende de su probabilidad y, cuanto menor sea ésta, mayor será el contenido informativo de aquélla, el Ministerio de Información franquista no podía haber escogido a sabiendas un símbolo mejor: el rubio, rollizo y salutífero enviado del Señor transmitiendo a la ruborizada Virgen la improbable unidad comunicativa y, por tanto, sustanciosísima información acerca de los inesperados beneficios de la visita de una paloma que, por lo gorda, blanca y lustrosa mantiene en el piadoso contemplador del fresco una excusable confusión entre el Holy Ghost invocado por la opulenta Mahalia Jackson y el anuncio en colores de Avecrem, no se despintaría de mi memoria pese a la agitación del momento y afloraría a mi escritura en las páginas de Don Julián.

Juan Goytisolo
En los reinos de Taifa

EN LOS REINOS DE TAIFA prosigue y amplía la rigurosa indagación estética y moral abierta por Juan Goytisolo en Coto vedado. Con un rigor de estilo y una tensión expresiva constantes, Juan Goytisolo opera, sobre un campo más próximo en el tiempo y más dilatado en el espacio —desde África del Norte hasta París, Italia o la Unión Soviética, en el vórtice inquieto de los años 60—, una exploración en las contradicciones y la verdad última del propio ser y en el rostro de la época, que no desconoce la imperiosa necesidad de encararse, ante todo, con el verdadero rostro de la propia identidad personal. Así, de igual modo que la veracidad ética del texto es garantía de su vigencia estética, la lúcida y franca valentía con que el autor asume hasta sus últimas consecuencias la necesidad de ser veraz ante sí mismo en su vida privada constituye la otra faz, ineludible, de la voluntad de ruptura que, en pos de lo auténtico, da sentido a una obra literaria entera, de la que es En los reinos de Taifa uno de los más acabados y ejemplares exponentes.

Edmond Dantès. Bonapartista acérrimo: tomó parte activa en el regreso de la isla de Elba. Tener en el mayor secreto y bajo estricta vigilancia.

El inglés encontró fácilmente la ficha relativa al abate Faria; pero parece que la historia que le había contado el señor de Boville le había interesado vivamente, puesto que después continuó hojeando hasta que llegó a los documentos relativos a Edmond Dantès. Allí, encontró cada cosa en su sitio: denuncia, interrogatorio, petición de Morrel, apostilla del señor de Villefort. Dobló cuidadosamente la denuncia, se la metió en el bolsillo, leyó el interrogatorio, leyó la petición que tenía la fecha el 10 de abril de 1815, en la que Morrel, siguiendo el consejo del sustituto, exageraba, con excelente intención, ya que Napoleón reinaba en aquel momento, los servicios que Dantès había prestado a la causa imperial, servicios que el certificado de Villefort hacía incontestables. Entonces comprendió todo. Esa alusión a Napoleón, guardada por Villefort, se había convertido bajo la segunda Restauración en un arma terrible en las manos del fiscal del rey. Así que no se asombró, al hojear el registro, de esa nota que habían puesto como apostilla al lado de su nombre:
Edmond Dantès. Bonapartista acérrimo: tomó parte activa en el regreso de la isla de Elba. Tener en el mayor secreto y bajo estricta vigilancia.
Debajo de esas líneas, con otro tipo de letra, había escrito: «Vista la nota de arriba, nada que hacer».
Solamente que, al comparar la caligrafía de la escritura de la nota que seguía a su nombre con la del certificado situado al pie de la demanda de Morrel, adquirió la certeza de que la nota era de la misma grafía que el certificado, es decir, que había sido trazada de puño y letra por Villefort.
En cuanto a la nota añadida a la anterior, el inglés comprendió que había debido ser consignada por algún inspector que habría tenido un interés pasajero por la situación de Dantès, pero que, al ver los informes que acabamos de citar, le había puesto en la imposibilidad de que ese interés tuviera las consecuencias deseadas por el preso.
Como hemos dicho, el inspector, por discreción y para no incomodar al alumno del abate Faria en sus investigaciones, se había alejado y leía Le Drapeau Blanc.
Así que no vio al inglés plegar y guardar en su bolso la denuncia escrita por Danglars bajo el cenador de la Reserve, y que tenía el matasellos de Correos de Marsella, 27 de febrero, recogida a las seis de la tarde.
Pero, hay que decirlo, aunque lo hubiera visto, daba muy poca importancia a ese papel y demasiada a sus doscientos mil francos, como para oponerse a lo que hacía el inglés, por muy incorrecto que fuera.
—Gracias —dijo este cerrando ruidosamente el libro de registro—. Ya tengo lo que necesito; ahora me toca a mí cumplir mi promesa. Hágame una simple transferencia de su crédito; reconozca en esa transferencia que ha recibido la suma que voy a pagarle.
Y cedió su sitio en la mesa al señor de Boville, que se sentó sin cumplidos y se apresuró a escribir la cesión indicada, mientras el inglés contaba los billetes de banco sobre el reborde del libro de registro.

Alexandre Dumas
El conde de Montecristo

El conde de Montecristo, es, en principio, la historia de una venganza. Edmond Dantès es un joven marino que, en el día de su compromiso con la bella Mercedes, es víctima de un complot y encarcelado en el castillo de If, de donde no deberá salir jamás. Gracias al abate Faria, a quien conoce en la prisión, adquiere una educación y averigua la existencia de un maravilloso tesoro escondido en la isla de Montecristo. Fingiendo su muerte, logra escapar de la fortaleza y se enrola con unos piratas en busca de una fabulosa fortuna. Su siguiente objetivo, convertido ya en un rico y poderoso noble, será llevar a cabo la más despiadada venganza nunca imaginada.
Se trata de una sólida novela de aventuras, con una rica y compleja trama y multitud de personajes, a través de los que Dumas se adentra en las pasiones más profundas del ser humano, en su codicia y en sus ansias de poder, pero en la que también se habla de amor, lealtad y justicia.

Laura Hernández vio la luna y no le gustó para nada. Tenía un tono amarillento y le faltaba un pequeño trozo para estar llena. “Una luna mocha”, pensó.

Laura Hernández vio la luna y no le gustó para nada. Tenía un tono amarillento y le faltaba un pequeño trozo para estar llena. “Una luna mocha”, pensó.
Para otra persona, ésa podía ser una observación cualquiera, pero Laura ha tenido que acostumbrarse al extraño poder de predecir lo que va a suceder.
Vivir con un don alarmista resulta demandante. De niña, Laura padeció por su clarividencia, y no ha sido fácil que sus familiares y amigos se habitúen a las dramáticas noticias que comunica de golpe.
En una ocasión, vio que un polvillo descendía del techo y le gritó a su marido que salieran del cuarto. Segundos después, el plafón se desplomó sobre la cama.
Una noche abrió los ojos y vio a un ex novio al lado de la cama. “¿Qué haces aquí?”, preguntó al intruso. La imagen desapareció. Al día siguiente supo que él había muerto.
Las intensas relaciones magnéticas que Laura Hernández tiene con los demás pueden ser inquietantes. La gente que la conoce en verdad, no duda de sus vaticinios. En una ocasión, le aconsejó a su hermana que viajara a Mérida de inmediato para ver a su esposo, que había ido ahí a hacerse unos análisis médicos. La hermana no dudó en obedecerla: llegó justo a tiempo para oír las últimas palabras de su marido.
En la madrugada del 27 de febrero, Laura no se preparó para dormir. Había visto la luna. Amarilla. Hinchada. Rodeada de un halo vaporoso. Una luna casi completa, que se definía por el trozo que le faltaba.
Lo complejo de recibir mensajes paranormales es que llegan sin ser descifrados. Acostumbrada a las alusiones sutiles de la literatura, Laura advierte claves y sobreentendidos en los libros que lee con aguda atención. Las señales de alarma son otra cosa: sabe que algo importante o dramático va a suceder, pero no conoce las circunstancias ni puede anticipar todos los efectos que percibe. Un cosquilleo que incomoda sin causa aparente, un medidor que se activa sin disponer de una escala. Como oír un mensaje en un idioma desconocido, donde el acento transmite emociones, pero el significado de las palabras se escapa.
El 26 de febrero Laura empacó su ropa, tarea que debe haberle llevado su tiempo, pues fue la persona más arreglada del Congreso Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil. Nunca la vimos con las mismas prendas y ni el más obsesivo de nosotros pudo descubrirle una arruga.
Después de empacar, se sentó en la cama, con la postura tensa y elegante que en otro cuerpo podría parecer altiva y en ella es su natural manera de estar cómoda. Laura Hernández desvió la vista a la ventana, y esperó a que algo sucediera.
Supe que ella tenía facultades paranormales unos días después, cuando ya había pasado el terremoto. Los mexicanos que participamos en el Congreso nos reunimos en el lobby del Hotel San Francisco a hacer una lista de pasajeros prioritarios. No sabíamos cuándo podríamos volver, pero nuestras urgencias eran distintas.
Ninguno de nosotros se encontraba en la situación de quienes se habían quedado en Concepción y otras zonas cercanas al epicentro, donde no había luz ni agua corriente, y donde se había impuesto el toque de queda para evitar el caos y el pillaje. Estábamos en un buen hotel. Sin embargo, las paredes cuarteadas y las continuas réplicas nos recordaban que el peligro no había pasado. Muchos sufrieron ataques de pánico y se negaron a volver a sus cuartos. El vestíbulo se convirtió en un campamento donde los sofás y el suelo se repartían con un criterio de supervivencia, similar al de los vagabundos que viven en los parques.
En nuestro grupo, había gente con niños de brazos, personas en tratamiento médico, madres que debían regresar a México a atender a sus hijos. El aeropuerto había sufrido severos daños y los vuelos comerciales estaban suspendidos. En caso de que consiguiéramos algún modo de regresar, debíamos saber quiénes necesitaban salir primero.
Fijamos diez pasajeros prioritarios, y sorteamos los demás puestos.
Cuando metí la mano en la canasta para escoger mi papeleta, Laura Hernández me vio a los ojos y dijo:
—Te va a salir el doce.
—Eso es imposible —dijo alguien— el doce ya salió.
Tomé el papel y tuve miedo de abrirlo. Bajé la mirada. ¡Era el doce! La persona que escribió las papeletas había repetido dos veces el mismo número. Me acerqué a Laura, con quien no había hablado hasta ese momento. ¿Cómo sabía que mi número era ése?
—Soy psíquica —respondió con naturalidad.
Le pregunté qué había sentido antes del terremoto.
Entonces me explicó la impresión que le había causado la luna.

Juan Villoro
8.8: El miedo en el espejo
Una crónica del terremoto en Chile

En la que sin duda es su crónica más emocionante, Juan Villoro cuenta cómo estuvo en condiciones de comparar la intensidad de dos de los terremotos más terribles que ha sufrido América Latina: el de 1985 en la ciudad de México y el de 2010 en Santiago de Chile. Convencido de que estos desastres deben contarse con las más representativas de las voces implicadas, Villoro tomó los relatos de sus compañeros de temblor y construyó un concierto de impresiones en el que no faltan el suspenso o el absurdo. Además de una arrebatadora narración coral sobre las distintas estrategias para sobrevivir al espanto, 8.8: El miedo en el espejo recurre al ensayo, al relato y al testimonio de otros escritores que, como Kleist, han narrado terremotos verdaderos o ficticios a fin de descubrir la dimensión literaria de una realidad movediza.
Al otorgarle a Juan Villoro el Premio Internacional de Periodismo Rey de España a principios de 2010, el jurado destacó no sólo la calidad de la escritura, o la clarividencia en la elección del tema, sino las múltiples perspectivas plásticas, musicales, literarias, políticas y sociológicas “desde las que el autor ha analizado una realidad tan poliédrica”. Saltando del espanto al humor de los testigos, el presente libro de Villoro renueva estas virtudes a la vez que busca averiguar cómo reacciona el ser humano cuando más teme por su vida.

Se habían sentado junto a la ventana, fumando. Tras los cristales de aquella rica casa de mercaderes, requisada por el tribunal, se veía caer la nieve.

XXVII
El 25 de febrero, dos días después de haber regresado de Singuin, Kochevoi partió para Vechenskaia a fin de informarse de la fecha en que había de realizarse la reunión de la célula del comité. Junto con Ivan Alexeievich, Emelyan, Davidka y Kochevoi habían decidido formalizar su ingreso en el partido.
Michka tenía consigo la última partida de armas entregadas por los cosacos, una ametralladora, encontrada en el patio de la escuela, y una carta de Stockman dirigida al presidente del comité revolucionario del distrito. Durante el camino vio gran abundancia de liebres. Durante la guerra se habían multiplicado de tal manera —y se les habían unido tantas liebres nómadas—, que a cada momento saltaban ante el viajero. Entre los movedizos penachos de la hierba descubríanse de vez en cuando sus guaridas. Amedrentada por el chirriar del trineo, una liebre gris de blanco vientre saltaba a un lado y, dejando ver un instante la cola orlada de negro, se lanzaba a la carrera por los campos. Emelyan, que guiaba los caballos, soltaba las riendas y gritaba como un loco:
—¡Dispara contra ésa! ¡Mátala!
Michka saltaba del trineo y, rodilla en tierra, vaciaba un cargador contra aquella pelota gris; después miraba las salpicaduras de nieve que las balas hacían saltar en derredor y el animal apresuraba la carrera, sacudiendo más allá de la bardana la cubierta de nieve, hasta desaparecer en el bosque.
En el comité revolucionario reinaba un verdadero pandemónium. La gente, preocupada, corría de un sitio a otro; llegaban correos a caballo, las calles estaban desiertas. Michka, como no conocía el motivo de todo aquel ir y venir, quedó sorprendido por tanta agitación. El vicepresidente se metió distraído en el bolsillo la carta de Stockman y, a la pregunta de si había respuesta, farfulló rabiosamente:
—¡Déjame en paz! ¡Vete al infierno! ¡No tengo tiempo de ocuparme de vosotros!
En la plaza se movían de un lado a otro los soldados rojos. Cruzó humeante una cocina de campaña, que difundió por doquier el olor de laurel y de carne.
Kochevoi se acercó al Tribunal Revolucionario, a ver a los jóvenes que conocía y a fumar un cigarrillo con ellos. Les preguntó:
—¿Qué demonios ocurre aquí?
De mala gana le respondió Gromov, uno de los jueces instructores para las causas del distrito.
—Hay algo en Kazanskaia que va mal. No se sabe si es que los blancos han abierto una brecha en el frente o si es que los cosacos se han sublevado. Ayer hubo un combate. La comunicación telefónica está interrumpida.
—Deberíais enviar allí un correo a caballo.
—Lo hemos hecho, pero no ha regresado. Hoy, en cambio, una Compañía nuestra se dirigió a Elenskaia: también allí sucede algo.
Se habían sentado junto a la ventana, fumando. Tras los cristales de aquella rica casa de mercaderes, requisada por el tribunal, se veía caer la nieve. De improviso llegó un eco lejano de disparos, en las afueras de la aldea, en la dirección de Chiornaia. Michka palideció y dejó caer el cigarrillo. Quienes estaban en la casa se lanzaron afuera, al patio. Allí, el ruido de los disparos atronaba. Después, los disparos aislados que continuamente se cruzaban multiplicándose más y más, fueron sumergidos por una descarga cerrada. Las balas, con terrible silbido, fueron a incrustarse en las puertas, en las paredes de las cocheras. En el patio, un soldado rojo cayó herido. Gromov, estrujando y ocultando en su bolsillo algunos documentos, corrió hacia la plaza. Cerca del comité revolucionario estaban formados los restos de la Compañía de guardia. El comandante, con una corta chaqueta de piel, corría tras las filas. Condujo la columna al trote a lo largo de la cuesta, hacia el Don. Se produjo una ola de pánico. La gente corría por la plaza. Con la cabeza erguida pasó al galope un caballo ensillado, sin jinete.
Kochevoi, aturdido, no conseguía después acordarse de cómo diablos se encontró en la plaza. Vio a Fomin —con el capote de cosaco echado sobre los hombros— que saltaba también fuera, como un sombrío huracán, de detrás de la iglesia. A la cola de su robusto caballo iba atada una ametralladora. Las pequeñas ruedas no tenía tiempo para girar y la ametralladora, zarandeada por el caballo lanzado al más salvaje galope, era arrastrada, volcada de costado. Fomin, doblado sobre el arzón, desapareció en las proximidades de la colina, dejando tras de sí una nubecilla plateada de nieve.
El primer pensamiento que atravesó la mente de Kochevoi fue: «¡Pronto, a los caballos!» Inclinándose, volaba a través de las encrucijadas, sin detenerse un segundo a tomar aliento. Le parecía que el corazón iba a estallarle cuando por fin llegó a la casa en que estaba alojado. Emelyan se hallaba junto a los caballos, pero sus manos temblorosas por el miedo no lograban mantener firmes las bridas.
—¿Qué diablos ocurre, Mijail? ¿Qué es esto? —balbucía mientras le rechinaban los dientes.
Cuando logró enganchar los caballos no encontró las bridas; halladas éstas, se dio cuenta de que de la collera del caballo izquierdo se habían soltado las correas.
El patio de la casa en que se habían detenido daba a la estepa. Michka contemplaba continuamente el bosquecillo de pinos, pero nada aparecía en él, ni las filas de infantería, ni los nutridos grupos de caballería. En algún sitio resonaban disparos; las calles estaban desiertas; todo era monótono y normal. Y al mismo tiempo sucedía un trastorno espantoso: la revuelta reclamaba sus derechos.
Mientras Emelyan se afanaba junto a los caballos, Michka no apartaba sus ojos de la estepa. Tras la capilla, en el lugar en que, en diciembre, había ardido la estación de radio, vio salir a un hombre envuelto en un abrigo negro. Corría con todas sus fuerzas, inclinándose adelante y apretando las manos contra el pecho. Por el abrigo, Michka reconoció al juez instructor Gromov. Tuvo tiempo también para ver aparecer en un abrir y cerrar de ojos la silueta de un jinete tras el seto. También lo reconoció. Era un joven cosaco de la aldea de Vechenskaia, Chernikin, partidario acérrimo de los blancos. Separado de Chernikin unos ciento cincuenta metros, Gromov, sin dejar de correr, sacó del bolsillo la pistola. Resonó un disparo; después, otro. Gromov, que había saltado sobre una leve colina de arena, disparaba sin interrupción. Chernikin saltó del caballo a la carrera; reteniendo las riendas, descolgó el fusil y se echó junto a un montón de nieve. Tras el primer disparo, Gromov se movió de costado, agarrándose con la mano izquierda a los arbustos. Después de haber dado la vuelta a la pequeña colina, cayó con el rostro sobre la nieve. «¡Lo ha matado!», pensó Michka, y lo sacudió un frío estremecimiento. Chernikin era un excelente tirador y con su carabina austríaca, recuerdo de la guerra contra los alemanes, acertaba cualquier blanco a la distancia que fuera. Detenido junto al trineo, tras haber salido del portalón, Michka vio a Chernikin que, acercándose al galope a la colina, asestaba sablazos al abrigo negro, caído de través sobre la nieve.
Era peligroso pasar a la otra orilla del Don hacia Baski. Sobre la cinta blanca del río, caballos y hombres hubieran ofrecido un blanco excelente.
Veíanse ya esparcidos por el suelo los cuerpos de los conductores de los carros, segados por las balas. Por ello Emelyan hizo virar al trineo y, a través del lago, se dirigió al bosque. Sobre el lago se extendía una capa de nieve a punto de disolverse; bajo los cascos de los caballos volaban salpicaduras de agua y nieve, y el trineo dejaba profundos surcos. Galoparon en loca carrera hasta el pueblo. Pero cuando llegaron al paso del Don, Emelyan tiró de las riendas y, volviendo a Michka su cara abrasada por el viento, le dijo:
—¿Qué debemos hacer? ¿Y si ocurriera también aquí un alboroto semejante?
La mirada de Michka expresaba angustia. Se volvió hacia la aldea. Por la carretera más próxima al Don pasaron al galope dos hombres. A Kochevoi le pareció que eran milicianos.
—Vamos al pueblo… ¿dónde vamos a ir, si no? —dijo en tono decidido.
Emelyan aguijoneó de mala gana los caballos. Atravesaron el Don. Subieron la pendiente. Antip Brechovitch y dos cosacos ancianos corrían a su encuentro, descendiendo de la parte alta del pueblo.
—¡Ah, Michka! —Emelyan, habiendo visto el fusil en las manos de Antip, tiró de las riendas e hizo virar bruscamente a los caballos.
—¡Alto!
Un disparo. Emelyan, sin abandonar las riendas, se desplomó. Los caballos, lanzados al galope, fueron a dar contra un seto. Kochevoi saltó del trineo. Lanzándose a la carrera hacia él, Antip tropezó, resbaló a causa de los zuecos, detúvose y apuntó el fusil. Mientras caía contra el seto, Michka vio en las manos de uno de los viejos cosacos un bieldo de tres púas.
—¡Mátalo!
Alcanzado en la espalda, Kochevoi cayó de bruces sin un grito, cubriéndose los ojos con las manos. Un hombre se inclinó sobre él y lo golpeó salvajemente con el bieldo.
—¡Levántate, así reviente tu madre!
A Kochevoi le pareció un sueño lo que ocurrió después. Antip, sollozando, se echaba sobre él y lo agarraba por el pecho.
—¡Has hecho morir a mi padre…! ¡Dejadme, dejadme que el corazón se desahogue y se vengue en él!
Trataron de contenerle. Se reunió un pequeño grupo. Una voz ronca decía, tratando de calmarlo:
—¡Dejad a ese muchacho! ¿Es que no lleváis la cruz al cuello? ¡Antip, déjalo en paz! No vas a devolver la vida a tu padre, sino que perderás un alma cristiana… ¡Vete, aléjate, muchacho!
Allá, en el almacén, están repartiendo azúcar… ¡Corred!
Michka recobró el sentido por la tarde, todavía junto al seto. Sentía un agudo ardor en el costado herido por el bieldo. Las púas habían penetrado a través del abrigo de piel y la guerrera y se habían clavado, no muy profundamente, en la carne. Las heridas le dolían y la sangre se había coagulado. Michka se puso en pie y prestó atención. Oíase en la aldea rumor de pasos; al parecer, patrullas de rebeldes. De vez en cuando resonaban disparos. Los perros ladraban. Michka se encaminó a lo largo del Don siguiendo el sendero del ganado. Fue a desembocar a una altura y se arrastró hacia delante, sobre los setos, palpando la dura costra de la nieve, resbalando y cayendo. No reconocía el lugar y avanzaba a la buena de Dios. El frío sacudía su cuerpo con estremecimientos y tenía las manos heladas. Fue precisamente el frío lo que empujó a Kochevoi a un portal. Michka abrió la portezuela, cerrada con ramas, y penetró en el patio del ganado. A la izquierda vio una caseta. Entró, pero oyó pasos y toses.
Alguien iba a la caseta, arrastrando las botas de fieltro. «Ahora me matan», pensó Kochevoi, pero con indiferencia, como si no se tratase de él. La silueta de un hombre quedó encuadrada en el vano oscuro de la puerta.
—¿Quién va ahí?
La voz era débil, con un matiz de temor. Michka se movió levemente tras un saliente de la pared.
—¿Quién es? —preguntó de nuevo la voz, más fuerte y con tono inquieto.
Michka reconoció entonces a Stefan Astakhov y salió de la caseta.
—Stefan, soy yo, Kochevoi. ¡Sálvame, por amor de Dios! No digas a nadie que estoy aquí… ¡Ayúdame!
—¡Vaya! ¡Mira quién es…! —Stefan, todavía convaleciente del tifus, hablaba con voz débil. Su boca, alargada en el rostro delgadísimo, se abrió en una sonrisa larga e indecisa—. Bien, puedes pasar aquí la noche; pero al amanecer, vete… ¿Cómo diablos has llegado aquí?
Michka, sin responder, le estrechó la mano; después, se dejó caer en un montón de escoria. Al día siguiente, en cuanto cayó la noche, empujado por la desesperación, se fue a su casa y golpeó en la ventana. Su madre le abrió la puerta del zaguán y se puso a llorar. Sus manos aferraban a Michka, lo acariciaban y su cabeza se posaba sobre el pecho del hijo.
—¡Vete, por amor de Cristo, vete, Michenka! Esta mañana han venido los cosacos a buscarte. Lo revolvieron todo. Antip Brech me ha golpeado con la fusta. «Tú escondiste a tu hijo… Fuimos unos idiotas al no liquidarlo inmediatamente.»
Michka ya no tenía la más remota idea de dónde pudieran encontrarse los suyos, ni sabía nada de cuanto estaba sucediendo en el pueblo. Por la breve información de su madre supo que se habían sublevado todas las aldeas y poblaciones de la orilla del Don; que Stockman, Ivan Alexeievich, Davidka y los milicianos habían logrado huir a caballo y que Filka y Timoteo habían sido asesinados en la plaza el día anterior.
—Vete, porque si te cogen aquí…
La madre lloraba, pero su voz, llena de angustia, era firme. Por primera vez después de varios años, también lloraba Michka; era un llanto de niño, sonoro. Ensilló después la flaca yegua que había cabalgado en otro tiempo, como pastor, y la condujo a la era. Seguíanle su madre y el potrillo. La madre ayudó a Michka a cabalgar y le hizo la señal de la cruz. La yegua se puso en movimiento de mala gana y relinchó por dos veces, llamando a su potrillo. Y por dos veces le pareció a Michka que su corazón se hundía en el vacío. Alcanzó sin novedad la colina y desde allí se dirigió, ya al trote, en dirección a Ust-Medvyeditsa. La noche era oscura, propicia para la huida. La yegua relinchaba frecuentemente, como si temiera perder a su potro. Kochevoi apretaba los dientes y golpeaba al animal entre las orejas con el extremo de las bridas; después se detenía con el temor de haber oído, detrás o delante, el piafar de caballos, con el terror de que el relincho de su yegua hubiese despertado la atención de alguien. Pero en derredor reinaba un silencio de muerte. El único rumor que Kochevoi percibía era el chupar del potrillo que, aprovechando las paradas, se acercaba a la ubre oscura de la madre, apretando bien las patas delanteras en la nieve, y el lomo de la yegua se estremecía a sus imperiosos empujones.

Mijaíl Shólojov
El Don apacible

El Don apacible fué escrita en cuatro volúmenes entre 1928 y 1940 y por la que se le otorgó en 1941 el premio Stalin y el premio Nobel de Literatura en 1965.
Esta monumental novela épica relata la intervención rusa en la I Guerra Mundial, la Revolución bolchevique, y la guerra civil rusa (1918-1921), desde el punto de vista de los cosacos del río Don, en un posición ambivalente entre las ansias de paz y de mejora de las condiciones de vida que hace a algunos apoyar a los comunistas, y una mayoría opuestos a la colectivización de sus tierras y productos, contraria a sus costumbres y tradiciones. Pero es también un novela de personajes y de costumbres, una novela histórica y que retrata lo cotidiano.
Comparada con «Guerra y paz», nunca antes una novela había sido capaz de fluir tan magistralmente por personajes, ideas, costumbres, sentimientos, como lo hace Sholojov con la grandeza del amor y la desesperación de la guerra.

Faltaba, ya lo he dicho, un ingrediente que no se suple: el calor popular.

Aquel 24 de febrero de 1530 debió haber sido uno de los grandes días de la historia de Bolonia, y aunque lo fue del punto de vista de la crónica oficial, no lo fue plenamente para quienes lo vivimos y sobre todo para quienes no nos dejamos embaucar con oropeles. Faltaba, ya lo he dicho, un ingrediente que no se suple: el calor popular. Y luego, tal vez por dificultades que en Roma se hubieran salvado, se advertía, debajo de la hinchazón de la pompa, cierta ordinariez municipal de los materiales, cierta precariedad de bambalina que se desarmará durante la noche, concluido el espectáculo, arrancando papeles y rompiendo cartones. Pero se echó mano de cuanto se obtuvo, para que la coronación de la Majestad Cesárea pudiera contarse, a los infinitos súbditos lejanos, en forma satisfactoria y hasta deslumbrante, con muchos nombres sonoros, mucha ropa buena y ceremonias prolijas cuyo ritual arcaísmo proclamaba, a la faz del orbe, la continuidad hereditaria del derecho divino que regía la sucesión.
Cuando salí con mis acompañantes me dirigí, de acuerdo con lo que se preestableciera, al palacio papal e imperial. Convergía allí, simultáneamente, una multitud de prelados, príncipes y caballeros de todas las naciones, ricamente vestidos. La fantasía del indumento inventaba locuras, si bien daba muestras de encauzar el furor anárquico de la centuria anterior. Calzas y calzones, gregüescos imponentes, mangas acuchilladas y acolchadas, esclavinas, agujetas, cintillos, capuchones, bufandas de marta cebellina, cinturones, jactanciosas bragaduras, corazas extravagantes, sombreros fabulosos y un follaje de plumachos revueltos, transformaban a los hombres en animales quiméricos, en gorgonas y grifos y en esos monstruos que los cartógrafos creaban para decorar los desiertos de África y de Asia. Si en los pasados días había sido arduo avanzar entre el gentío, la dificultad se multiplicó hasta lo imposible la mañana de San Mateo en que el emperador cumplía treinta años. El color deliraba en la anchura de la plaza, con los soldados de Borgoña, de terciopelo azul, amarillo y blanco; los servidores cardenalicios, de morado y negro; las sobrecubiertas y sayos de brocado, con bordados escudos; los rasos, los damascos, el oro y la plata, los penachos, las gualdrapas, los estandartes en los que tremolaba el águila de Carlos y la roja cruz de la Liga; las ballestas, las lanzas emperifolladas de flores, los pífanos, los tambores y sus cintas; los emblemas que pendían de las ventanas que atascaban los curiosos. Aturdía el estrépito. No callaban ni las trompetas ni los atabales, en aquel Juicio Final que hubiera transportado al Bosco, hirviente de alabarderos, de arcabuceros, de piqueros, de arqueros, de Ballesteros, de camareros, de caballerizos, de estudiantes, de monjes y de pueblo también, que se apiñaba donde conseguía un hueco libre o donde no lo conseguía, y sobre el cual llovían golpes a los que replicaba con palabras soeces. Por suerte no hacía calor. En un ángulo de la plaza asaban un buey entero, relleno de cabritos, de puercos, de conejos y de aves; y la gula medieval, la gula más antigua todavía, del tiempo de los Césares insaciables, contribuía a la diversión con su bestial prestigio, encarnada en el inmenso vacuno que rotaba en el fulgor de las brasas, y cerca de cuya mole repleta manaban sin cesar, por las bocas de dos leones abiertas en una pared, sendas fuentes de vino blanco, mientras que otra, de tinto, saltaba del pecho de un águila de piedra, y desde las alturas del palacio arrojaban sobre la ávida muchedumbre tortas, frutas, panes, confituras y nueces, que caían, en el apuro, mezcladas con piezas de las vajillas. Sí, se hizo lo posible porque la algarabía fuera extrema, sin exagerar el gasto. A la par que avanzábamos, con riesgo de que yo perdiera mi corona la mañana en que Carlos Quinto ceñía la suya, vimos, en la misma plaza, al verdadero héroe de la fiesta, el gigantesco Antonio de Leiva, que venía de dar guerra a los venecianos y vivía pidiendo más guerra, a pesar de la gota que le tullía los miembros y le ligaba con paños el dolor de las manos y los pies. Sus soldados lo habían conducido en hombros y allá arriba, encaramado, torcido por el sufrimiento, el gran capitán contemplaba, sobre un fondo de banderas, el choque de los cortejos multicolores que luchaban por alcanzar los muros del palacio. Nosotros formábamos uno de esos mil séquitos distintos. Con el mío llegué por fin a la meta, torcida la media corona y las pieles casi arrancadas, transpirando no obstante la temperatura. Nos separamos en la puerta, pues mi hermano y mis primos debían precederme en los lugares que nos habían asignado en San Petronio.
Había tanta gente adentro del palacio como afuera, sólo que la de adentro era de mejor calidad. Nobles y eclesiásticos subían y bajaban escaleras, se cruzaban en el cortile apresuradísimos, sin saludarse, restableciendo apenas el orden de sus ropas, añorando agujas, peines y baños, inquiriendo a troche y moche qué había que hacer, a dónde había que ir, apartándose porque creían que quien descendía las gradas era el propio emperador, cuando en realidad de trataba del marqués de Aguilar, o del comendador de Calatrava, o del duque de Nassau, centelleantes, o de Galeazzo Farnese, que bamboleaba la triunfal barriga, junto a su hijo Fabio, o de Pier Luigi, que me guiñó un ojo, o del duque de Baviera, que berreaba en alemán y en un latín denso de dudas. A la postre, el papa salió vestido de pontifical, seguido por cincuenta y tres obispos y arzobispos y los cardenales y magistrados de Roma y de Bolonia, en el llamear de báculos y mitras. Iniciaron la marcha hacia el templo, por el alto pasadizo famoso. Clemente VII iba en su silla gestatoria, balanceándose como si fuera en una barca sobre un mar de cabezas, de plumajes y de hojas de hiedra entrelazadas con los escudos en el maderamen. Mi abuelo se apoyó en el pasamanos, agobiado por la capa pluvial. Lo sostuvo el cardenal de Médicis. Bendecían a diestra y siniestra, como si cortaran con los guantes rojos el aire que rutilaba de pedrerías. Crujieron los andamios. Hacían crac, crac, crac, y el Sacro Colegio continuaba su desfile entre ese coro imprevisto. Mi abuelo se sonó la nariz; brilló el lino en sus manos. Abajo, el hormiguero aplaudía débilmente y algunos, que la soldadesca no lograba individualizar, hacían ruidos groseros o gritaban cosas chuscas.

Manuel Mujica Láinez
Bomarzo

Bomarzo, obra cumbre de Manuel Mujica Láinez, es la recuperación literaria de la vida del genial duque de Orsini, un visionario del Renacimiento italiano, reelaboración apasionada, mágica y poética de todo un mundo de príncipes, cardenales, condottieri, bufones, artistas, cortesanos y escritores.
Bomarzo es la obra más ambiciosa y acabada de uno de los máximos exponentes de la narrativa hispánica contemporánea.
Con una magnífica prosa barroca teñida de ironía y de nostalgia, que se presta tanto a las descripciones plásticas como a las reflexiones intimistas, Mujica Láinez construye un memorable mural manierista que trasciende el marco de la novela histórica para convertirse en crónica lúcida de una civilización.
Su lengua pura y refinada, impregnada de cierto perfume arcaizante, traza flamantes descripciones y finos análisis psicológicos.
El autor obtuvo varios premios por esta obra literaria, entre ellos el Premio Nacional de Literatura en 1963 y La Legión de Honor del Gobierno de Francia en 1982. Además, compartió con Ginastera el Premio Pulitzer que se le confirió a la ópera del mismo nombre.

—Con frecuencia, es más difícil conservar que adquirir —dijo devolviéndole el inventario.

Por lo demás, la fortuna seguía. El inventario de 31 de diciembre dio resultados superiores a los precedentes. El haber de la casa era de más de dos mil libras, lo que fue reconocido como exacto por mister O’Brien. El honrado comerciante felicitó al joven dueño, recomendándole que procediese siempre con extrema prudencia.
—Con frecuencia, es más difícil conservar que adquirir —dijo devolviéndole el inventario.
—Tiene razón —respondió Hormiguita—; y crea que no me dejaré arrastrar. Lamento, no obstante, que el dinero depositado en el Banco de Irlanda no tenga un empleo más lucrativo. Es dinero que duerme, y cuando se duerme no se trabaja.
—No, se reposa, y el reposo es tan preciso al dinero como al hombre.
—Sin embargo, mister O’Brien, si se presentase alguna ocasión…
—No bastaría que fuese buena; preciso sería que fuera excelente.
—Conformes; y en ese caso, estoy seguro que usted sería el primero en aconsejarme…
—¿Aprovecharla? Ciertamente; a condición que entrara en el género de tus negocios.
—Así es como yo lo entiendo, mister O’Brien, y jamás se me ocurrió la idea de arriesgarme en operaciones de las que nada entiendo. Pero obrando con prudencia, se puede buscar el modo de extender el comercio.
—Y en tales condiciones yo lo aprobaría. Y si tengo noticias de algún negocio de toda seguridad… Sí… Tal vez… En fin, veremos.
Y en su prudencia, el antiguo comerciante no quiso decir más.
El 23 de febrero fue una fecha que merecía ser marcada con una cruz de lápiz rojo en el calendario del bazar «Los pequeños bolsillos». Aquel día Bob estaba subido en lo alto de una escalera, en el fondo de la tienda, cuando se oyó interpelar de esta suerte.
—¡Eh! Plumas de papagayo.
—¡Grip! —exclamó Bob dejándose caer a lo largo de la escalera.
—Yo mismo, And Co. ¿Hormiguita está bien? ¿Kat está bien? ¿mister O’Brien, está bien? Me parece que no olvido a nadie.
—¿A nadie? ¿Y yo?
¿Quién acababa de pronunciar estas palabras? Una joven radiante de alegría que avanzó hacia Grip y le dio con desembarazo un beso en cada mejilla.
—¿Cómo? —exclamó Grip desconcertado—. Señorita… Yo no la conozco. ¿Se besa aquí a la gente sin conocerla?
—Entonces voy a comenzar de nuevo, hasta que nos conozcamos…
—¡Pero si es Sissy, Grip!… ¡Sissy… Sissy! —repitió Bob estallando de risa.
Hormiguita y Kat acababan de entrar. Aquel diablo de Grip, muy malo decididamente, no quiso comprender la explicación que se le dio, hasta no devolverle los besos a la señorita. ¡Por San Patricio! ¡Qué encantadora y franca le pareció Sissy! Y como había traído de América un lindo neceser de viaje para hombre, con tirantes, navajas de afeitar y brocha para cuando a Hormiguita le hiciera falta, sostuvo que lo había comprado para ofrecérselo a Sissy, pues tenía el presentimiento de que la encontraría en el bazar de Little boy, y Sissy se vio obligada a aceptar el regalo, por lo que el verdadero destinatario no se mostró ofendido.
El primer fogonero estaba en su puesto.
¡Qué buenos días se pasaron en la tienda de Bedfort-Street! Cuando su obligación no le retenía a bordo, Grip no desamarraba de allí, siguiendo una de sus expresiones. Indudablemente, él tenía en «Los pequeños bolsillos» una atracción cuya influencia se dejaba sentir hasta en los docks, y que le retenía cerca de Sissy después de haberle atraído.
¿Qué queréis? Es difícil resistir a esas leyes de la naturaleza. Hormiguita no había dejado de notarlo.
—¿No es verdad que mi hermana mayor es gentil? —le dijo un día a Grip.
—¡Tu hermana mayor, chiquillo! Yo no sé lo que es… No sé expresarme… Si supiera…
Se expresaba muy bien, por el contrario, al menos según pensaba Kat, y no habían transcurrido tres semanas desde el regreso de Grip, cuando ella dijo a Hormiguita:
—Nuestro Grip está como los animales que mudan. De negro que era está en camino de recobrar su color natural… el blanco, y no creo que permanezca mucho tiempo a bordo del Vulcan.
Ésta era también la opinión que tenía mister O’Brien.
Sin embargo, el 15 de marzo, cuando el Vulcan se disponía a marchar a América, el primer fogonero, al que todos habían acompañado hasta el puerto, estaba en su sitio. ¿Pretendía que el Vulcan no pudiera pasarse sin él?
Cuando volvió el 13 de mayo, después de siete semanas de ausencia, se había acentuado su cambio de color. Hízosele una excelente acogida. Hormiguita, Kat y Bob le estrecharon entre sus brazos. Pero las demostraciones de él no fueron tantas, y se contentó con dar un solo beso en la mejilla derecha de Sissy, que sólo uno había depositado en su mejilla izquierda.
¿Qué significaba aquella reserva? Grip estaba más grave, Sissy más seria, cuando se encontraban frente a frente. Esto ponía cierta falta de espontaneidad en sus reuniones de la noche. Y a la hora en que Grip se retiraba para regresar a bordo, cuando Hormiguita le decía:
—¿Hasta mañana, Grip? A menudo respondía éste:
—No… mañana hay mucho trabajo… Me será imposible.
Y al día siguiente el bueno de Grip volvía exactamente como la víspera, y hasta una hora más pronto, y —fenómeno extraordinario— su piel blanqueaba de día en día.

Jules Verne
Aventuras de un niño irlandés

Un joven huérfano supera la adversidad a medida que va creciendo. Así, empieza su propio negocio con la ayuda de otro huérfano, cuya vida había salvado. Verne comienza a contar las aventuras e historias de este muchacho desde que era pequeño hasta que se establece y triunfa a la edad de quince años.

—Quiero decirte que todo lo que tú haces aquí está vigilado. De manera que cuídate.

Siguió caminando, como si necesitara juntar fuerzas para lo que me iba a decir. A esta hora pasaba poca gente por el hotel. El mar, de un intenso color azul, agitado por innumerables crestas de espuma, saltaba en surtidores poderosos sobre el malecón y barría la calle. Yo sentía una inquietud extraña, opresiva, como si mi vida, que había transcurrido siempre, a pesar de los desórdenes, dentro de límites seguros, perdiera de pronto su base sólida.
—Quiero decirte que todo lo que tú haces aquí está vigilado. De manera que cuídate.
De nuevo caminamos en silencio.
—¿Crees tú que mis contactos con Padilla y todo ese grupo son un problema? ¿Las críticas que se hacen en las conversaciones? ¿Todo eso?
—No —dijo mi amigo—: No creo.
—¿Cuál sería el problema, entonces?
—Todo lo que pueda implicar una actividad política. ¿Comprendes? Todo lo que sea política.
Es probable que todavía hubiera tiempo de rehacer el camino, pero la verdad es que sólo comprendí a medias, o que no estaba en condiciones de comprender. Después, atando cabos, operación mental que aprendí a realizar con gran frecuencia y rapidez en aquel destino diplomático, reparé en que S. M. había mencionado dos o tres veces en el almuerzo a uno de los altos jefes del gobierno, amigo personal suyo. Había dicho que esa persona le había hablado de mí en alguna oportunidad.
—Te tiene estima, ¿sabes?
¿Se trataba, entonces, de un mensaje? ¿Se referían ellos, al hablar de actividad política, a mis informes al Ministerio de Relaciones chileno? ¿Querían neutralizar esa fuente de información directa y objetiva al gobierno de Allende en que se había transformado la embajada de Chile? El día de mi llegada, Fidel había anunciado que el mínimo indispensable de la zafra en curso, a fin de poder cumplir con los compromisos financieros más urgentes, era de siete millones de toneladas. Después de recoger antecedentes por todos lados, en especial entre mis colegas diplomáticos, había informado a mi gobierno a comienzos de enero que la zafra, en mi opinión, llegaría muy difícilmente a los seis millones. A mediados de enero Fidel rebajaba la meta anunciada en su discurso del 7 de diciembre a sólo seis millones de toneladas y media. Pasaban las semanas y la norma diaria no se cumplía. El gobierno fustigaba el ausentismo; discutía la ley de vagos, que significaba en la práctica imponer el trabajo obligatorio en toda la isla. La alternativa habría sido crear estímulos materiales; forzar a la población a trabajar a través de los mecanismos del mercado; pero en Cuba, según la teoría de Fidel, se avanzaría simultáneamente por la senda del socialismo y del comunismo. Volver a los estímulos materiales era restablecer la enajenación capitalista. En consecuencia, el desarrollo económico llegaba a un callejón sin salida: o se abandonaba el sistema de estímulos morales, que distinguía la revolución cubana de todas las demás, encarnando el modelo más puro y más avanzado de socialismo, o el trabajo voluntario se convertía, en virtud de la ironía implacable de los hechos, en trabajo forzado.
¿Quería insinuarme el gobierno, a través de S. M., que guardara silencio, en espera de que el joven del MAPU ya designado por Chile, aprobado por el Senado, que no había insistido en su rechazo al primer candidato mapucista, y «estudiado» por los cubanos con resultados tranquilizadores, llegara a reemplazarme?
Pienso que también mi amigo S. M. deseaba evitarme un enredo, cosa que aparentemente le convenía a todo el mundo, pero es muy probable que el alto personaje que me «tenía estima» actuara en forma deliberada: yo cesaba toda acción política; es decir, suspendía mis informes al gobierno chileno sobre la situación política y económica cubana, crudos en exceso para lectores no necesariamente maduros, por bien colocados que estuviesen en las jerarquías de la Unidad Popular; y ellos hacían la vista gorda frente a mis amistades privadas y a mis devaneos.
Si de algo sirviera la experiencia ajena, habría comprendido el mensaje, pero había que vivir en carne propia y hasta sus consecuencias últimas las complejidades de una situación así para adquirir la experiencia. Reflexioné y llegue a la conclusión de que ninguna de mis actividades podía considerarse política. Mi vida diplomática era puramente formal; las verdaderas relaciones de Cuba en Chile se manejaban por intermedio de la embajada cubana en Santiago. Mi presencia en la isla, además de temporal, tenía un carácter exclusivamente simbólico. Mis conversaciones con los escritores pertenecían a la chismografía privada; carecían de significación. Debí pensar, por el contrario, que todo, cada frase, cada encuentro, cada broma, cada desplazamiento oficial o extraoficial, en el especialísimo caso del encargado de negocios del Chile de la Unidad Popular en la Cuba socialista, era política, pero aún me quedaba en mi aprendizaje mucho camino por recorrer.
Así nos acercábamos alegremente, bebiendo el ron y fumando los habanos del Diplomercado, en medio de las carcajadas teatrales de Heberto, de las exageradas exclamaciones de Pablo Armando, del monólogo monocorde y brillante, lleno de asociaciones inusitadas, de Lezama Lima, recitando versos y contando anécdotas de los años eufóricos, cuando los círculos pseudo-surrealistas de París y de toda Europa se instalaban en masa en el hotel Habana Libre, a la inevitable crisis. El viento silbaba afuera, envolviendo los frecuentes apagones de la luz eléctrica en cierto clima dramático, y las olas invernales arrasaban el malecón. En la oscuridad del Caribe avanzaba con velas desplegadas, rumbo al puerto de La Habana, el Esmeralda. Todo estaba listo para recibirlo. La entrada a puerto tendría lugar el lunes 22 de febrero, a las ocho de la mañana en punto. Mi esposa viajaría ese mismo día y hora a Chile, a fin de ocuparse de los niños y de preparar el viaje a París, a cuya embajada ya se me había destinado para que acompañara y colaborara con el embajador poeta Pablo Neruda.

Jorge Edwards
Persona non grata

Jorge Edwards fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos de primera fila que se distanció del proceso cubano.
En 1971 llegó a La Habana con la importante misión de reanudar las relaciones diplomáticas entre Cuba y Chile, donde acababa de asumir la presidencia Salvador Allende. Tras tres meses debió partir, prácticamente expulsado por el régimen castrista.
La experiencia quedó registrada en Persona non grata, su libro más exitoso y el que mayores dolores de cabeza le ha causado: desde amenazas físicas hasta acusaciones como la de Ariel Dorfman, quien lo tachó de «agente de la CIA».

SENADOR COUZENS: ¿Y a qué precio se vende ese valor ahora? SR. SACHS: Aproximadamente, a un dólar y 75 centavos.

Goldman, Sachs and Company, banca de inversión y agente de cambio y bolsa, se incorporó más bien tarde al negocio de los trusts de inversión. Su primera aventura en este campo data del 4 de diciembre de 1928, en cuya fecha patrocinó a la Goldman Sachs Trading Corporation. Sin embargo, pocas veces —y, acaso, nunca— en la historia se ha desarrollado tan rápidamente una empresa como lo hizo la Goldman Sachs Trading Corporation, con sus filiales surgidas a lo largo del año.
La emisión inicial de la Trading Corporation fue de un millón de acciones, todas las cuales fueron adquiridas por Goldman, Sachs and Company a 100 dólares la acción por un valor total de 100 millones de dólares. A continuación, vendieron el 90 por ciento de las mismas al público, a 104 dólares. Ninguno de los títulos emitidos eran obligaciones ni acciones preferentes; Goldman, Sachs and Company no había descubierto todavía las posibilidades de la palanca. Goldman, Sachs and Company se aseguró el control de Goldman Sachs Trading Corporation mediante un contrato legal y la presencia de los socios de la compañía en el consejo de administración de Trading Corporation.
En el transcurso de los dos meses que siguieron a su constitución, la nueva compañía vendió más valores al público y, el 21 de febrero, se fusionaba con otro trust de inversión, la Financial and Industrial Securities Corporation. Los activos del híbrido resultante se estimaron en 235 millones de dólares, que reflejaban una ganancia de bastante más del 100 por ciento en menos de tres meses. El día 2 de febrero, apenas tres semanas antes de la fusión, el papel por el cual inversores originales habían pagado 104 dólares, se vendía a 136,50. Cinco días más tarde, el 7 de febrero, no se compraba por menos de 222,50. El valor que representaba esta cifra era aproximadamente el doble del de todos los títulos, caja y otros activos en poder de la Trading Corporation.
Estos extraordinarios beneficios no se debían al entusiasmo público por el genio financiero de Goldman, Sachs. Goldman, Sachs tenía un considerable entusiasmo hacia sí mismo, pues no en vano la Trading Corporation estaba comprando sus propios valores con inusitado fervor. El 14 de marzo había comprado 560.724 acciones de su propia cartera con un desembolso total de 57.021.936 dólares. Esta operación, de rechazo, permitió una fuerte alza de su valor. Sin embargo, sospechando quizás el frágil carácter de una compañía de inversión cuyas inversiones eran sus propios títulos ordinarios, la Trading Corporation dejó de comprarse a sí misma en marzo. A continuación revendió parte de la cartera a William Crapo Durant, quien la revendió a su vez al público en cuanto se le presentó la ocasión.
La primavera y los comienzos del verano trajeron días tranquilos para Goldman, Sachs; en realidad, era un período de preparación para mayores empeños. El 26 de julio la compañía estaba lista para ellos. En esta fecha la Trading Corporation, de común acuerdo con Harrison Williams, dio a luz la Shenandoah Corporation, el primero de dos notables trusts. La inicial emisión de valores por parte de Shenandoah fue valorada en 102.500.000 dólares (dos meses más tarde se hizo una nueva emisión) y, según se dijo entonces, fue supersuscrita por siete veces su valor nominal. Se componía de acciones ordinarias y preferentes, pues para esa época Goldman, Sachs ya conocía las ventajas de la palanca. De los cinco millones de acciones ordinarias que incluía la oferta inicial, Trading Corporation adquirió dos, y Central States Electric Corporation otras dos por encargo del copatrocinador Harrison Williams, miembro del restringido consejo de administración de Goldman, Sachs and Company. Otro miembro del mismo consejo fue un distinguido abogado de Nueva York, cuya falta de lucidez puede atribuirse quizás a su juvenil optimismo. Me refiero al señor John Foster Dulles. El papel de Shenandoah se emitió a 17,50 dólares. Sobre este precio base de emisión se desarrolló una contratación realmente vigorosa. Ofrecida al mercado, abrió a 30, alcanzó la cota 36 y cerró a 36, es decir, 18,5 por encima del precio de emisión. (Al acabar el año era ocho veces y una fracción superior a éste. Cuando llegó el rechinar y crujir de dientes se cotizaba a cincuenta centavos).
Mientras tanto, Goldman, Sachs and Company preparaba ya su segundo homenaje al país natal de Thomas Jefferson, el profeta de las pequeñas y modestas empresas. No era otro que la puesta en marcha de la todavía más poderosa Blue Ridge Corporation, que hizo su aparición el 20 de agosto. Blue Ridge se fundó con un capital de 142 millones de dólares, y lo más sorprendente de todo residía en el hecho de que su patrocinador fue la Shenandoah, sólo veinticinco días más vieja. Blue Ridge se beneficiaba del mismo consejo de directores que Shenandoah, incluido el aún optimista señor Dulles. De sus 7.250.000 acciones ordinarias (también se hizo una considerable emisión de preferentes). Shenandoah suscribió un total de 6.250.000. Goldman, Sachs aplicaba ahora la técnica de la palanca con verdadera saña superadora.
La Blue Ridge aportaba la interesante novedad de ofrecer al inversor la oportunidad de deshacerse del papel rutinario cambiándolo directamente por acciones ordinarias y preferentes de la nueva sociedad. Un tenedor de American Telephone and Telegraph Company podía adquirir 470/ 715 acciones de Blue Ridge (ordinarias y preferentes) por cada acción de Telephone que entregase. Iguales privilegios se otorgaron a los tenedores de Allied Chemical and Dye, Santa Fe, Eastman Kodak, General Electric, Standard Oil de New Jersey y otros quince valores. Esta oferta suscitó extraordinario interés.
El 20 de agosto, día en que nació Blue Ridge, fue martes, pero no se agotó con ello la tarea semanal de Goldman, Sachs and Company. El jueves, en efecto, Goldman Sachs Trading Corporation anunció la adquisición de la Pacific American Associates, un trust de inversión de la Costa Oeste, el cual, a su vez, había comprado recientemente una buena cantidad de pequeños trusts de inversión y era dueño, además, de la American Trust Company, un importante banco comercial con numerosas ramificaciones por toda California. Pacific American poseía un capital de 100 millones de dólares aproximadamente. Con vistas a la fusión, Trading Corporation había hecho otra emisión por valor de 71.400.000 dólares en títulos, que había cambiado por el capital comercial de la American Company, la holding que poseía más del 99 por ciento de las acciones ordinarias de la American Trust Company.
Tras el ímprobo destajo de emitir títulos por valor de más de 250 millones de dólares en menos de un mes —operación que en cualquier otra época no habría dejado de impresionar al fisco de los Estados Unidos—, la actividad de Goldman, Sachs cedió un tanto. De todas formas, sus activistas no fueron las únicas personas ocupadas durante este tiempo. ¡Qué tristes jornadas las de agosto y septiembre en las que no se anunciaba la constitución de ningún trust nuevo ni los «viejos» hacían nuevas emisiones! El día 1 de agosto, los periódicos anunciaron la formación de la Anglo-American Shares, Inc., compañía que —haciendo gala de un esmerado toque soigné pocas veces visto en una sociedad de negocios de Delaware— contaba entre sus directores al marqués de Carisbrooke, GGB, GCVO, y coronel, el Master de Sempill, AFC, también conocido como presidente de la Royal Aeronautical Society de Londres. Ese mismo día se constituyó la American Insuranstocks Corporation, aunque esta última sólo pudo jactarse de tener como director a un tal William Gibbs McAdoo. Los días siguientes aparecieron Gude Winmill Trading Corporation, National Republic Investment Trust, Insull Utility Investments, Inc., International Carriers, Ltd., Tri-Continental Allied Corporation y Solvay American Investment Corporation. El día 13 los periódicos anunciaron que el fiscal auxiliar federal había visitado las oficinas de la Cosmopolitan Fiscal Corporation y un servicio de inversión llamado Financial Counselor. En ambos casos los principales estaban ausentes. La puerta de las oficinas de Financial Counselor estaban equipadas con una mirilla como las de los establecimientos ilegales de bebidas alcohólicas.
En septiembre de 1929, hubo más ofertas de valores de trust de inversión que en agosto —el total fue superior a los 600 millones de dólares—, No obstante, la casi simultánea promoción de Shenandoah y Blue Ridge significó el pináculo de la nueva era financiera. Resulta difícil no maravillarse ante la imaginación implícita en esta locura gargantuesca. Si algo merece destacarse a propósito de semejante demencia nada mejor que señalar el grado verdaderamente heroico con que se desató.
Años más tarde, en un gris amanecer en Washington, tuvo lugar el siguiente diálogo, en una sesión ante un Comité del Senado de Estados Unidos.
SENADOR COUZENS: ¿ES cierto que Goldman, Sachs and Company organizó la Goldman Sachs Trading Corporation?
SR. SACHS: Sí, señor.
SENADOR COUZENS: ¿ES cierto también que vendió después los títulos de esta compañía al público?
SR. SACHS: Una parte de ellos, sí. Las sociedades suscribieron inicialmente el 10 por ciento de la emisión, mediante el desembolso de 10 millones de dólares.
SENADOR COUZENS: ¿Entonces, el 90 por ciento restante fue vendido al público?
SR. SACHS: Sí, señor.
SENADOR COUZENS: ¿A qué precio?
SR. SACHS: A 104 dólares el título. Me refiero al título antiguo… que luego fue dividido en dos… debido a la demanda.
SENADOR COUZENS: ¿Y a qué precio se vende ese valor ahora?
SR. SACHS: Aproximadamente, a un dólar y 75 centavos.

John Kenneth Galbraith
El crash de 1929

La crisis económica y financiera de 1929 dio origen a la gran depresión de los años treinta. John Kenneth Galbraith nos presenta aquí una historia y un análisis de esos hechos, y desentraña los procesos y mecanismos que, desde los años del boom inmobiliario de Florida hasta el desastroso otoño de 1929, alimentaron la fiebre especulativa y la ilusión del dinero fácil.


Bob ha descubierto lo que comen las ranas peludas: caracoles.

20 de febrero. Por fin, tras mucho errores y tentativas. Bob ha descubierto lo que comen las ranas peludas: caracoles. Habíamos probado ratones y ratas, pajaritos, huevos, escarabajos y sus larvas, langostas, todo sin éxito. En cambio, devoran con avidez los caracoles, así que tenemos grandes esperanzas de que estas ranas lleguen vivas. Hemos sufrido un brote de algo que parece ser nefritis entre los lemúridos de Demidov. Esta mañana han aparecido dos empapados de orina, como si se hubieran sumergido en ella. He diluido la leche que les damos; quizá es demasiado fuerte. También he dispuesto que se les den más insectos. Las cinco crías de maki engordan con su dieta de leche Complan, lo cual resulta curioso, ya que esta leche es muy concentrada y si la leche en polvo corriente afecta a los adultos, parecía lógico que la Complan produjese un efecto similar en las crías.

Gerald Durrell
Un zoo en mi equipaje

Un zoo en mi equipaje es el relato de la extravagante manera con la cual Gerald Durrell y su esposa decidieron hacer realidad uno de sus grandes sueños: empezar su propia colección de animales vivos, aunque no tuvieran ni idea de dónde iban a meterlos. Con mucha ilusión y apenas un jardín en el que ubicar a las criaturas capturadas, su historia tendría un final más que sorprendente. Una aventura que comenzaría con los disparatados encuentros de Durrell con la fauna africana y terminaría en la consolidación de un zoológico y un centro para la protección de animales y especies amenazadas.

«Nuestros jóvenes, en inquietante número, parecen rechazar todas las formas de autoridad sea cual sea su origen, y se han refugiado en un turbulento e incipiente nihilismo cuyo único objetivo es la destrucción. No conozco otro periodo histórico en que la brecha generacional haya sido más amplia ni más peligrosa en potencia».

Antes del asesinato de Martin Luther King había un grupo (SDS) y dos cuestiones (IDA y disciplina) que impulsaban la política de izquierdas en la universidad. Después llegó otro grupo (SAS), y luego una tercera cuestión (el gimnasio), y al cabo de dos semanas de la ceremonia en memoria de King, la enormidad que nadie esperaba que ocurriera, lo que nadie había imaginado que sucediera nunca, estaba pasando de todas las formas inesperadas e inimaginables en que suelen producirse las grandes cosas.
El gimnasio de Columbia, también conocido por el nombre alternativo de Gym Crow, iba a construirse en una de las parcelas de Harlem que Rudd había acusado a Columbia de robar, en este caso terreno público, un parque peligroso, abandonado, jamás frecuentado por gente blanca llamado Morningside Park, un risco de pronunciada pendiente sembrada de pedruscos y árboles agonizantes que empezaba en lo alto de Columbiaville y acababa en el fondo de Harlemville. No cabía duda de que la universidad necesitaba un gimnasio nuevo. El equipo de baloncesto de Columbia acababa de ganar el campeonato de la Ivy League, había entrado en el torneo de la NCAA llegando al cuarto puesto de la clasificación nacional, y el gimnasio actual tenía más de sesenta años, se había quedado pequeño, estaba muy deteriorado y ya no era viable, pero el contrato que el rectorado había negociado con el ayuntamiento en la década de los cincuenta y primeros sesenta era inaudito. El municipio cedía a la universidad ocho mil metros cuadrados por la simbólica cantidad de tres mil dólares al año, y Columbia pasaba a ser la primera institución privada de la historia de Nueva York en construir una estructura en terreno público para su uso particular. Abajo, en el extremo del parque, habría una entrada trasera para vecinos de Harlem que conduciría a otro gimnasio dentro del gimnasio y ocuparía el doce y medio por ciento del espacio total. A raíz de la presión ejercida por activistas del barrio, Columbia convino en aumentar la presencia de Harlem hasta el quince por ciento, con una piscina y vestuarios por añadidura. Cuando H. Rap Brown llegó a Nueva York en diciembre de 1967 para asistir a una reunión municipal, el presidente del SNCC dijo: «Si construyen la planta baja, hacedla saltar por los aires. Si vuelven a escondidas por la noche y construyen tres plantas, incendiadlas. Y si llegan a construir nueve plantas, son vuestras. Ocupadlas, y quizá los dejemos entrar los fines de semana». El 19 de febrero de 1968, Columbia acometió el proyecto y empezaron las obras. Al día siguiente, veinte personas acudieron a Morningside Park y se tumbaron frente a las excavadoras y volquetes para obstaculizar los trabajos. Detuvieron a seis estudiantes de Columbia y seis vecinos, y una semana después, cuando se presentó una multitud de ciento cincuenta personas para protestar contra la construcción del gimnasio, fueron detenidos otros doce estudiantes de Columbia. Ninguno de ellos era miembro del SDS. Hasta entonces, el SDS no se había ocupado de ese asunto, pero ahora que el rectorado se negaba tanto a reconsiderar sus planes como a discutir siquiera la cuestión de recapacitar sobre ellos, pronto se convirtió en una de sus preocupaciones, y no solo del grupo sino también de los estudiantes negros de la universidad.
La SAS (Sociedad Afronorteamericana de Estudiantes) contaba con más de cien miembros, pero hasta el asesinato de King no había tomado parte en ninguna actividad política concreta, centrándose en cambio en cómo incrementar el ingreso de los negros en la universidad y hablando con decanos y jefes de departamento sobre la inclusión de asignaturas de historia y cultura de la negritud en el programa de estudios. Como en cualquier otra universidad de élite en la Norteamérica de la época, la población negra de Columbia era minúscula, tan reducida que Ferguson solo tenía dos amigos negros entre todos sus compañeros, dos amigos que no eran íntimos, lo que también podía decirse de cualquiera de sus conocidos, que tampoco tenían amigos íntimos de color. Los estudiantes negros estaban doblemente aislados, primero por su escaso número y luego porque se comportaban de manera reservada, sin duda algo perdidos y resentidos en aquel enclave blanco de tradición y poder, donde a menudo se los consideraba como extraños incluso por los vigilantes de seguridad negros que los paraban para pedirles la documentación debido a que los jóvenes de semblante negro no podían ser estudiantes de Columbia y por tanto no tenían nada que hacer allí. A raíz del asesinato de King, la SAS eligió una nueva junta de líderes radicales, algunos brillantes, otros cargados de ira, y otros rebosantes de inteligencia y rabia, todos ellos tan valientes como Rudd, es decir, con la suficiente seguridad en sí mismos como para ponerse en pie y dirigirse a mil personas con la misma facilidad con que hablaban a una sola, y para ellos la cuestión más importante era la relación de Columbia con Harlem, lo que significaba que el IDA y la disciplina eran cuestiones de los estudiantes blancos pero el gimnasio era asunto suyo.
Dos días después de la ceremonia en memoria de King, Grayson Kirk fue a la Universidad de Virginia a pronunciar un discurso sobre la celebración del doscientos cincuenta aniversario del nacimiento de Thomas Jefferson (por tempestuosos que pudieran ser aquellos días, también abundaban en cosas absurdas), y allí estaba el antiguo especialista en ciencias políticas que se sentaba en el consejo de administración de varias empresas y entidades financieras, Mobil Oil, IBM y Con Edison entre otras, el rector de la Universidad de Columbia que había sucedido a Dwight D. Eisenhower cuando el general dejó Columbia para ocupar el cargo de presidente de Estados Unidos, y allí por primera vez Grayson Kirk se pronunció contra la guerra de Vietnam, no solo porque la guerra era un error o un asunto poco honorable, según manifestó, sino por el daño que estaba haciendo en casa, y entonces pronunció las palabras que pronto llegarían al campus de Columbia y añadirían más leña al fuego que ya empezaba a arder allí: «Nuestros jóvenes, en inquietante número, parecen rechazar todas las formas de autoridad sea cual sea su origen, y se han refugiado en un turbulento e incipiente nihilismo cuyo único objetivo es la destrucción. No conozco otro periodo histórico en que la brecha generacional haya sido más amplia ni más peligrosa en potencia».
El 22 de abril, el día en que los seis contra el IDA fueron sometidos a medidas disciplinarias condicionales, el SDS lanzó una publicación de cuatro páginas titulada ¡Contra la pared! como adelanto a la concentración del día siguiente, cuya culminación debía ser otra manifestación en la Low Library, donde docenas, montones o centenares de estudiantes expresarían su apoyo a los seis contra el IDA quebrantando la misma norma que había causado problemas a sus compañeros sancionados. Rudd firmaba uno de los artículos, una carta de ochocientas cincuenta palabras dirigida a Grayson Kirk en respuesta a las observaciones formuladas en la Universidad de Virginia. Concluía con tres breves párrafos:
Dudo que entienda algo de esto, Grayson, porque sus fantasías han cerrado el paso en su pensamiento al mundo tal como es. El vicerrector Truman afirma que la sociedad está fundamentalmente sana; usted dice que la guerra de Vietnam ha sido un accidente sin mala intención. Nosotros, los jóvenes, a quienes usted teme y con razón, declaramos que la sociedad está enferma y que la enfermedad es usted y su capitalismo.
Usted clama por el orden y el respeto a la autoridad; nosotros reivindicamos la justicia, la libertad y el socialismo.
Solo queda una cosa por decir. Puede que le parezca nihilista, porque es el disparo inicial de una guerra de liberación. Para emplear las palabras de LeRoi Jones, quien seguramente no le caerá muy bien a usted: «Contra la pared, hijoputa, esto es un atraco».
Ferguson se quedó pasmado. Después del elocuente discurso pronunciado en el servicio en memoria de King, no tenía sentido que cometiera un error táctico tan grave. Eso no quería decir que el texto no fuese meritorio, pero el tono repelía, y si el SDS intentaba ganar apoyos entre los estudiantes, ese tipo de cosas no haría más que espantarlos. El artículo era un ejemplo de cómo el SDS se hablaba a sí mismo en vez de llegar a los demás, y Ferguson deseaba su victoria, porque, a pesar de ciertas reservas sobre lo que era posible e imposible, creía en su causa y en general su postura era de apoyo al grupo, pero una causa noble requería un comportamiento noble por parte de sus defensores, algo más refinado y ecuánime que insultos mediocres y salidas de tono adolescentes y de mal gusto. La pena era que a Ferguson le caía bien Mark Rudd. Habían sido amigos desde primer curso (ambos criados en Nueva Jersey, de formación casi idéntica), y Mark había sido un presidente extraordinario hasta el momento, tan bueno que Ferguson se había cegado creyendo que nunca cometería una equivocación, y ahora que había metido la pata con lo de Querido Grayson y lo de hijoputa, Ferguson se sentía decepcionado, atrapado en la incómoda posición de estar en contra de los que estaban en contra; un lugar desierto para quien también estaba en contra de los que estaban a favor.

Paul Auster
4 3 2 1

El único hecho inmutable en la vida de Ferguson es que nació el 3 de marzo de 1947 en Newark, Nueva Jersey. A partir de ese momento, varios caminos se abren ante él y le llevarán a vivir cuatro vidas completamente distintas, a crecer y a explorar de formas diferentes el amor, la amistad, la familia, el arte, la política e incluso la muerte, con algunos de los acontecimientos que han marcado la segunda mitad del siglo XX americano como telón de fondo.
¿Y si hubieras actuado de otra forma en un momento crucial de tu vida? 4 3 2 1, la primera novela de Paul Auster después de siete años, es un emotivo retrato de toda una generación, un coming of age universal y una saga familiar que explora de manera deslumbrante los límites del azar y las consecuencias de nuestras decisiones. Porque todo suceso, por irrelevante que parezca, abre unas posibilidades y cierra otras.

—Entonces, señor Oldbuck, ¿usted piensa (pues usted es capaz de pensar, no como yo) que es posible, es decir, que no es imposible que mi hijo siga vivo?

Cuando regresó con el remedio, lord Glenallan se encontraba mucho mejor. La nueva e inesperada luz que el señor Oldbuck había arrojado sobre la triste historia de su familia le había abrumado sobremanera.
—Entonces, señor Oldbuck, ¿usted piensa (pues usted es capaz de pensar, no como yo) que es posible, es decir, que no es imposible que mi hijo siga vivo?
—Pienso —argumentó el anticuario— que es imposible que pudiese sufrir alguna agresión violenta por parte de su hermano. Se le conocía por ser un hombre alegre y de costumbres disipadas, no por ser cruel o privado de honor; tampoco es posible que, de haber pensado algún plan siniestro, se hubiese hecho cargo de custodiar al recién nacido, como le demostraré a continuación.
Diciendo esto, el señor Oldbuck abrió un cajón del armario de su ancestro Aldobrand y sacó un fajo de papeles atados con un lazo negro con la etiqueta «Investigaciones, etc., llevadas a cabo por Jonathan Oldbuck, J. P., el 18 de febrero de 17…». Un poco más abajo estaba escrito en letra pequeña «¡Eheu, Eveline!». Las lágrimas se agolparon en los ojos del conde mientras trataba, en vano, de deshacer el nudo que aseguraba estos documentos.
—El señor conde —dijo el señor Oldbuck— no debería leer eso de momento. En el estado de conmoción en que se encuentra y teniendo tantos cometidos por delante, no debería agotar sus fuerzas. Me figuro que los bienes de su hermano le pertenecen ahora a usted, por lo que le resultará sencillo tantear a sus criados y subordinados y enterarse del paradero del niño, si es que, con fortuna, sigue con vida.
—Poca es la esperanza que tengo de conseguirlo —dijo el conde suspirando profundamente—. ¿Por qué motivo mi hermano no me dijo nada?
—No, mi señor, ¿por qué motivo tenía que comunicarle a usted la existencia de un ser del cual usted habría supuesto que era hijo de…?
—En efecto, existe una razón obvia y piadosa que explica su silencio. Si algo hubiera podido sumar más dolor al horrendo sueño que ha envenenado mi existencia de principio a fin, habría sido conocer la existencia de un niño fruto de la miseria.
—Entonces —prosiguió el anticuario—, aunque sería precipitado concluir, después de más de veinte años, que su hijo debe seguir vivo, ya que no fue destruido en su infancia, pienso que tendría que poner de inmediato en marcha sus investigaciones.
—Así lo haré —respondió lord Glenallan, aferrándose con ahínco al hilo de esperanza que le había sido arrojado, el primero que había tenido en muchos años—. Escribiré a un fiel mayordomo de mi padre que después lo fue de mi hermano. Pero, señor Oldbuck, debe saber que yo no soy el heredero de mi hermano.
—¡No me diga! Lo lamento, mi señor, pues los bienes son cuantiosos y las ruinas del viejo castillo del municipio de Neville constituyen las más soberbias reliquias de la arquitectura anglonormanda en esta parte del país; son sin duda una posesión tremendamente codiciada. Pensaba que su padre no tenía más hijos ni familiares cercanos.
—Y no los tiene, señor Oldbuck —confirmó lord Glenallan—, pero mi hermano abrazó una visión política y una forma de religión ajenas a las que siempre se habían adoptado en nuestra casa. Nuestros temperamentos siguieron cursos muy distintos y, en lo que respecta a mi infeliz madre, opinaba que mi hermano no le prestaba la devoción suficiente. En resumidas cuentas, se produjo una disputa familiar y, mi hermano, cuyos bienes estaban a su libre disposición, se aprovechó del poder que le había sido concedido para elegir a un desconocido como heredero. Se trata de un hecho que para mí nunca tuvo la menor consecuencia, pues, si las posesiones mundanas hubiesen podido aliviar mi desgracia, yo ya tenía bastantes y de sobra. Pero ahora es posible que lo lamente si llegase a ser óbice para nuestras investigaciones, y creo que así será, pues en caso de tener un hijo legítimo de mi sangre y habiendo fallecido mi hermano sin descendencia, las posesiones de mi padre habrían de pasar a mi hijo. Por tanto, no es muy probable que este heredero de mi hermano, sea quien sea, nos brinde su ayuda para realizar un descubrimiento que podría ir en su propio detrimento.
—Y es muy probable que el mayordomo que ha mencionado esté también a su servicio —apuntó el anticuario.
—Es más que probable y, tratándose de un protestante, no sé hasta qué punto es seguro confiar en él…
—Debo esperar, mi señor —dijo Oldbuck con gravedad—, que un protestante pueda ser tan de fiar como un católico. Mi interés por la fe protestante es doble, mi señor. Un antepasado mío, Aldobrand Oldenbuck, estuvo a cargo de la impresión de las célebres Confesiones de Augsburgo, como podrá apreciar en la edición original que guardo en esta casa.
—No albergo la menor duda de lo que dice, señor Oldbuck —respondió el conde—, ni deseo hablar de fanatismos e intolerancias; pero es probable que el mayordomo favorezca al protestante antes que al católico, en el supuesto, claro, de que mi hijo haya sido educado en la fe de su padre y de que siga, Dios mediante, con vida.
—Debemos analizar detenidamente este punto —dijo Oldbuck— antes de dar ningún paso. Tengo un amigo escritor en York con quien he tenido una larga correspondencia sobre el cuerno sajón que se conserva en la catedral de su ciudad. Nos hemos carteado a lo largo de seis años y de momento solo hemos podido descifrar la primera línea de la inscripción. Le escribiré ahora mismo a este caballero, el doctor Dryasdust, y le pediré que se interese por la identidad del heredero de su hermano, por el señor que contrató para sus asuntos y por cualquier otra información que pudiera ser de ayuda para sus investigaciones. Entretanto, el señor conde puede buscar la prueba del matrimonio, espero que sea posible recuperarla.
—Claro que sí —respondió el conde—; los testigos, que fueron alejados inicialmente de sus pesquisas, siguen aún con vida. Mi preceptor, que celebró el matrimonio, fue apremiado a vivir en Francia y posteriormente regresó a su país como emigrante, víctima del fervor de su fidelidad, legitimidad y religión.

Walter Scott
El anticuario

Una espléndida mañana de verano a finales del siglo XVIII, mientras Europa se bate en guerra y en las islas Británicas se teme una invasión de las tropas revolucionarias francesas, dos viajeros coinciden en Edimburgo en la parada de la diligencia con destino a Fairport, en la costa oriental de Escocia. Uno de ellos es el señor de Monkbarns, cuya pasión son la arqueología y los libros antiguos: está convencido de que en sus posesiones se oculta un campamento romano. El otro es un joven apuesto y callado que solo dice llamarse Lovel y viajar tanto por negocios como por placer. Una vez en Fairport, la identidad y los propósitos del joven no solo serán la comidilla de la población sino que conducirán a arrebatados y peligrosos lances. En El anticuario (1816), una de las obras maestras de Walter Scott —en nueva traducción de Francisco González, Arturo Peral y Laura Salas—, la imaginación romántica despliega espectacularmente todos sus personajes, paisajes y conflictos: desde imprevistas subidas de marea en una playa al borde de un acantilado hasta duelos en las ruinas de un monasterio, pasando por tesoros enterrados, cultos secretos y apariciones fantasmales. La galería de figuras es, por lo demás, impresionante: mendigos por vocación, condes lánguidos con un espantosa culpa en su pasado, capitanes pendencieros, baronets en la ruina, nigromantes alemanes y una muchacha enamorada que cree que es su «deber» no casarse por debajo de su condición. Es ésta una novela, sin embargo, en la que no es romántico todo lo que lo parece, y en la que el humor y la lucidez brillan con genialidad.

Valderrábano, al dejar la iglesia, apoyóse en el hombro de Ramiro y lloró tiernamente.

Pocos días para Avila más tristes que aquel lunes, 17 de Febrero de 1592. La ciudad despertó en una expectativa siniestra. El horror del suplicio inminente parecía flotar por todas partes mezclado á la niebla de la mañana.
En medio del Mercado Chico se levantaba un gran cubo negro, un cadalso; y las ráfagas del norte sacudían contra el esqueleto de pino la bayeta patibularia. Fúnebres ministros de justicia se agitaban en derredor. A eso de las diez trajeron el bufete, los candelabros, el crucifijo. Más tarde los mozos del verdugo vinieron con el tajo y las dos negras almohadas para el reo. La llovizna caía por momentos, polvorosa, glacial.
El tráfago de todos los días comenzaba; pero los vecinos iban y venían más graves que de costumbre, coceando la nieve de la víspera. Algunos hablaban misteriosamente al encontrarse; otros discutían en los mesones con insólita nerviosidad sin alzar demasiado la voz, pero arrufando el hocico y tomándose á veces las partes viriles con toda la mano, para dar más vigor á sus bravatas y juramentos.
Con sus puertas y ventanas sin abrir, los caserones de la nobleza tenían el aspecto de rostros graves y enmudecidos. Aspirábase en el aire ese espanto, ese asco de muerte judicial que anonada la razón; y una sombra de infamia envolvía á Avila entera. El más altivo de sus caballeros iba á ser ajusticiado en nombre del Rey. No hubiera sido mengua mayor arrasar las ochenta y ocho torres, que esperaban ahora, con extraña lividez, la rotura de aquella cerviz, donde parecía haberse encarnado la fiereza de la muralla.
Corrió la voz de que, á las dos de la tarde, don Diego sería sacado de la Albóndiga. Aquel edificio correspondía como prisión á los nobles, y se levantaba entre la torre del Homenaje y la del Alcázar, por la parte de afuera, frente al Mercado Grande. Guando Ramiro llegó ante el blasonado frontis, los empleados de la justicia regia y comunal se aglomeraban y zumbaban como moscas á uno y otro lado del portalón y en torno de la fuente; mientras las cofradías y las órdenes esperaban, en larga hilera, desde la plaza del Mercado hasta más allá del convento de Santa María de Gracia. Los monjes rezaban. No se llegaba á distinguir sino sus rapados mentones, por debajo de las capillas echadas al rostro; sus manos cruzadas por dentro de las mangas, dejaban colgar los rosarios. Todas las voces, todos los balbuceos de los franciscanos, dominicos, agustinos, jerónimos, teatinos, carmelitas, se reunían en un coro uniforme, que aumentaba la pavura, cual dolorosa prez de otro mundo. La persistente llovizna escarchaba los hábitos y parecía embeber todas las cosas en su tristeza. Algunas mujeres plañían.
Más de una hora pasó Ramiro codeándose con el vulgacho. No había sino gente baja, curiosos de la ciudad, mujeres del mercado con los brazos desnudos, muchachos arrabaleros, algunos gañanes de la dehesa, harto morisco, y una que otra ramera de manto amarillo y medias coloradas.
Por fin un portero sacó del zaguán de la Albóndiga una mula cubierta de fúnebre gualdrapa con dos redondos agujeros ribeteados de blanco á la altura de los ojos. Se produjo un movimiento general. Tres alguaciles montaron en sus caballos.
Ramiro, miraba hacia uno y otro lado por ver si se encontraba con algún conocido, cuando una brusca exclamación brotó de la multitud y fué á rebotar contra la inmensa muralla. Don Diego de Bracamonte acababa de aparecer en la puerta de la prisión. Caminaba á su izquierda el Guardián de los descalzos, fray Antonio de Ulloa.
Lo primero que hería la mirada era la palidez plomiza de su semblante, acentuada por la negrura del capuz que le habían echado sobre los hombros. El bigote y la barba habían encanecido del todo. Avanzaba tieso, indómito, solemne, mirando hacia las nubes y pisando con fuerza, como el que marcha entero en la honra.
Ramiro experimentó un rápido calofrío, y cuando, al verle montar en la infamante cabalgadura, advirtió que sus manos estaban ligadas por un negro listón y que de su pie derecho pendía una cadena, sintió que hubiera dado allí mismo la vida por libertar á aquel hombre magnífico, víctima de su rancia altivez castellana. Era el último Cid, el último reptador, llevado al suplicio por viles sayones asalariados. Cerró entonces los ojos un momento para contener su emoción, y parecióle oir de nuevo los discursos del hidalgo en la asamblea, aquellos discursos que salían de su boca como los hierros de la hornalla, chisporroteantes y temibles. Ya no volvería á perorar con el pie derecho en la tarima del brasero y el estoque bajo el sobaco. ¡Iba á morir!
El cortejo penetró en la ciudad por la puerta del Mercado Grande, tomó la calle de San Jerónimo y luego la de Andrín. Caminaban por delante las cofradías de la Caridad y la Misericordia tañendo sus plañideras campanillas. Una voz áspera y poderosa gritaba, de trecho en trecho, el pregón de muerte.
«Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor á ese hombre, por culpable en haberse puesto en partes públicas unos papeles desvergonzados contra su majestad real. Manda muera por ello.»
Ramiro caminaba á la par del alguacil Pedro Ronco, que iba montado en su famoso rocín todo negro.
Los religiosos entonaban una salmodia lúgubre que daba terror. Detrás de ellos venía Bracamonte en la mula, cual si fuera el espectro del orgullo. Su lúgubre continente hacía estallar, en las puertas y ventanas, el sollozo de las mujeres, que invocaban á Santa Catalina, á los Santos Mártires y á la Santísima Virgen. Las ropas negras de los alguaciles y corchetes despedían, con la humedad, un tufo de orines trasnochados. Doce pobres, con sendas hachas encendidas, esperaban á la puerta de San Juan, y su oración temblaba á la par de las llamas humosas que el viento doblaba y estremecía.
Una vez en la plaza, al llegar al pie del cadalso, don Diego se apeó de la mula y subió serenamente las gradas. Incóse, y pidió un libro de horas para confesarse con fray Antonio. Ramiro, colocado muy cerca, escuchó las palabras del Miserere, del Credo, de las Letanías.
Lloviznaba. La plaza estaba repleta de muchedumbre. Algunos curiosos habían logrado encaramarse á los tejados, hacia la parte del poniente. Por fin el verdugo se acercó á decir que ya era tiempo. El escribano de la comisión requirió por tres veces á Bracamente que hiciera confesión abierta del crimen. Ramiro oyóle decir que don Enrique Dávila y el licenciado Daza eran inocentes y que sólo él era culpable. El escribano exigió que lo jurase. Entonces escuchóse una voz entera que repuso:
—No me sigáis predicando, que no diré más.
Seguidamente, don Diego se puso de pie y sus ojos fueron atraídos por el madero contra el cual había de ser descabezado; su rostro cobró una blancura terrible, pero se sobrepuso al instante, y, levantando la frente, miró por última vez la ciudad, el cielo, la luz preciosa de la vida. Todos creyeron que iba á pronunciar algunas palabras, y oyóse un vasto rumor reclamando silencio. Ramiro, por su parte, buscó atraer su mirada, para dirigirle un último saludo; pero aquel espíritu ya estaba lejos de la tierra y se anticipaba á la muerte.
Por fin, cual si hubiera distinguido algún signo de lo alto, don Diego encaminóse á recibir la negra venda en los ojos, y, sentándose en la almohada, cogió por detrás el madero con sus propias manos, ajustó la cabeza, y alzando la barba ofreció el pescuezo al espantoso cuchillo.
Ramiro observó adrede la pálida testa muerta de súbito y que, asida de los cabellos, fué mostrada hacia los cuatro lados de la plaza, en nombre del Rey. Entonces, con un gesto amplio, magnífico, para que todos le vieran, quitóse la gorra, exclamando:
—¡Dios reciba tu alma, gran caballero!
Dos alguaciles escucharon la frase. Uno de ellos quiso prenderle allí mismo; pero el otro le contuvo, Ramiro se retiró.
Al pasar frente á la iglesia de San Juan, un lacayo entrególe un billete lacrado. Don Diego de Valderrábano le comunicaba que, á las seis de la tarde, se reunirían en su casa varios amigos, á fin de pedir permiso al Corregidor para enterrar ellos mismos el cuerpo de Bracamonte; y en muy graves palabras le invitaba á acompañarles en la demanda.
Aquella misma noche algunos caballeros enlutados atravesaban la ciudad á la luz de las hachas, llevando sobre los hombros un largo ataúd que fueron á depositar en la capilla de Mosen Rubí. Valderrábano, al dejar la iglesia, apoyóse en el hombro de Ramiro y lloró tiernamente.

Enrique Larreta
La gloria de Don Ramiro
Una vida en tiempos de Felipe Segundo

En 1908, tras cuatro años de intensa labor, se publicó La gloria de don Ramiro, reconstrucción histórica y literaria de la España del siglo XVI. La traducción francesa de la novela, editada en 1910, que convirtió a Larreta en una suerte de best seller internacional, uno de los mayores éxitos editoriales de comienzos del siglo XX, un ejemplo de texto que recreaba con gran exactitud el ambiente, personajes y lenguaje del siglo XVI y la ciudad de Ávila.
Unamuno ve en esta novela «un generoso y feliz esfuerzo por penetrar en el alma de la España del siglo XVI y por lo tanto en el alma de la España de todos los tiempos y lugares».
La obra es una auténtica delicia tanto por su argumento como por su prosa. Se desarrolla casi al completo en Avila, de la que constituye un verdadero canto (a sus piedras, sus murallas, sus palacios, sus iglesias, su río Adaja). Centrada en el Torreón de los Guzmanes (actual sede de la Diputación Provincial, y domicilio de la familia De La Hoz en la obra), a lo largo de sus páginas desfilan apellidos y personajes tan célebres como los Águila, los Velada, los Valderrábano, los Bracamonte o los Dávila (sus mansiones y/o palacios siguen en pie en la ciudad amurallada, algunas transformadas en buenos hoteles), figuras con nombres tan sugerentes como doña Guiomar, madre ascética y perennemente enlutada de Ramiro, o tan conocidas como Teresa de Cepeda, cuyo fallecimiento coincide con el inicio de la novela, Antonio Pérez, el célebre y proscrito secretario de Felipe II o el Greco. Larreta maneja a la perfección el ambiente en que se mezclan los diarios milagros de los conventos abulenses en aquella época, la convivencia con los sospechosos y perseguidos moriscos, la hechicería, los pícaros, los genoveses (judíos prestamistas), el ojo siempre vigilante de la Inquisición, y esa mano, temible, poderosa, insomne, obsesiva y omnipresente de Felipe II desde El Escorial. La limpieza de sangre, la desconfianza hacia los conversos, una conspiración contra el rey, y en especial, el auto de fe en la plaza de Zocodover de Toledo, meticulosamente detallado, son asuntos que Larreta afronta descarnadamente, sin bálsamos ni emplastes.
Su prosa es un verdadero lujo. Riquísima, florida, penetrante, cautivadora, de arcaicas connotaciones en sus diálogos, salpicada de casticismos que la enriquecen, y cuyos recovecos hacen olvidar a veces la historia, para disfrutar de su modo de contarla.
En la presente edición se han mantenido las normas ortográficas de la edición de 1908, a partir de la cual se ha realizado esta.

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