En este año de
1936, que tan viajero se inició con las escapadas a Marruecos, salí de Madrid
en dirección a Roma el sábado 28 de
marzo. Fue mi primera escala Barcelona, donde, avisado por mí, me esperaba
en el apeadero del Paseo de Gracia Manolo Bueno. Le vi por la ventanilla con su
gabardina, su boina, su bastoncillo, y le encontré cierto aire con esos
veraneantes de Biarritz a quienes el otoño se les ha echado encima.
Mi amistad con
el gran escritor, sin ser asidua, era entrañable. Teníamos en la vida muchos
puntos de coincidencia y semejanza en la manera de mirar y considerar las
cosas, si bien él albergaba un mayor escepticismo que yo y tenía
voluntariamente cerrados los ojos a la esperanza, mientras que yo nunca los
abrí tanto al milagro.
Pasé el día con
Manolo, dando algunas vueltas por Barcelona y comiendo y cenando en su
agradable pisito del Paseo de San Juan. Creo que vivía Manolo con una sobrina
suya, pero en aquellos días estaba completamente solo y no tenía ningún
servicio. M*** estaba encantada de la sencillez de este escritor, al que ella
admiraba y a quien en todos sentidos creía persona importante. Aunque M***
entonces era un chiquilicuatro de poco más de veinte años, Manolo la trataba como
una gran dama de experiencia, e incluso la consultaba continuamente en sus
conversaciones los problemas o las cuestiones sobre lo que se discurría. Este
gran estilo de gentilhombre mundano, tan grato, tan elegante y europeo, se va
perdiendo, desgraciadamente, cada vez más. Yo observo cómo los jóvenes
actuales, con excepciones escasas, hablan entre sí, se dirigen siempre al
hombre, y rara vez tienen la para mí elemental atención de dirigirse a las
mujeres, ni aun siquiera a la señora de la casa cuando está en ella el hombre y
en cuanto la conversación se vuelve un tanto apasionante.
Memorias. Mi medio siglo se confiesa a medias de César
González-Ruano
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