Avanzaba lentamente, a ciegas. Había una salida pero tardé en
encontrarla. Di vueltas, durante días, hasta que una tarde se me ocurrió que
también tenía que tener en cuenta el modo en que los acontecimientos estaban
escritos. La forma en que había sido narrada mi vida, el estilo de las notas.
Entonces, de a poco, todo se empezó a aclarar. Una mañana, después de casi
veinte horas de trabajo, con una sencillez extraordinaria comprendí algo
esencial: no era necesario regresar al pasado. Las repeticiones se producían
invariablemente. Pero había que invertir el orden. Avanzar desde el presente
hacia el porvenir. El Diario debía ser leído como un oráculo. Todo estaba
claro. Ahora sólo tenía que probar lo que había descubierto. Iba a tomar un
acontecimiento y escribir sus efectos como si estuviera narrando algo sucedido
el día anterior. Busqué un hecho trivial. Me acuerdo de que era el 26 de marzo,
había pasado unos días en París y había vuelto, el día anterior, en el tren de
las 17.20 que llega a Saint-Nazaire a las 21.03. En el compartimiento una mujer
había ocupado el asiento que yo tenía reservado. Era rubia, de ojos lívidos, y
me senté frente a ella en un lugar vacío. Al rato subió una vieja muy amable
que se empezó a quejar por el precio del pasaje. La habían estafado, le habían
cobrado dos veces el mismo viaje. Nos mostraba el billete y sonreía y parecía
un poco loca. Iba a Saint-Nazaire a visitar a su hijo, pero nadie la esperaba.
Quería darle una sorpresa, le había comprado un kilo y medio de naranjas. La
muchacha me miró como buscando ayuda y yo intervine en la conversación. La
vieja repitió la letanía: la habían estafado, iba a visitar a su hijo, que no
la esperaba. Al rato me aburrí y me puse a leer. La muchacha tranquilizaba con
dulzura a la mujer, que ahora se quejaba de su hijo. Cuando el tren llegó a
Saint-Nazaire las ayudé a bajar y después vi a la muchacha y a la anciana que
iban juntas hacia la fila de los taxis.
Encuentro
en Saint-Nazaire de Ricardo Piglia
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