29 de marzo (A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana.)


Viernes, 29 de marzo.
Qué viento asqueroso, me costó un triunfo llegar por Ciudadela desde Colonia hasta la Plaza. A una muchacha el viento le levantó la pollera. A un cura le levantó la sotana. Jesús, qué panoramas tan distintos. A veces pienso qué habría ocurrido si me hubiese metido a cura. Probablemente, nada. Tengo una frase que pronuncio cuatro o cinco veces por año: «Hay dos profesiones para las que estoy seguro de no tener la mínima vocación: militar y sacerdote». Pero creo que lo digo por vicio, sin el menor convencimiento.
Llegué a casa despeinado, con la garganta ardiendo y los ojos llenos de tierra. Me lavé, me cambié y me instalé a tomar mate detrás de la ventana. Me sentí protegido. Y también profundamente egoísta. Veía pasar a hombres, mujeres, viejos, niños, todos luchando contra el viento, y ahora también con la lluvia. Sin embargo no me vinieron ganas de abrir la puerta y llamarlos para que se refugiaran en mi casa y me acompañaran con un mate caliente. Y no es que no se me haya ocurrido hacerlo. La idea me pasó por la cabeza, pero me sentí profundamente ridículo y me puse a imaginar las caras de desconcierto que pondría la gente, aun en medio del viento y de la lluvia.
¿Qué sería de mí, en este día, si hace veinte o treinta años me hubiera decidido a meterme a cura? Sí, ya sé, el viento me levantaría la sotana y quedarían al descubierto mis pantalones de hombre vulgar y silvestre. Pero ¿y en lo demás? ¿Habría ganado o habría perdido? No tendría hijos (creo que habría sido un cura sincero, ciento por ciento casto), no tendría oficina, no tendría horario, no tendría jubilación. Tendría Dios, eso sí, y tendría religión. Pero ¿es que acaso no los tengo? Francamente, no sé si creo en Dios. A veces imagino que, en el caso de que Dios exista, no habría de disgustarle esta duda. En realidad, los elementos que él (¿o Él?) mismo nos ha dado (raciocinio, sensibilidad, intuición) no son en absoluto suficientes como para garantizarnos ni su existencia ni su no existencia. Gracias a una corazonada, puedo creer en Dios y acertar, o no creer en Dios y también acertar. ¿Entonces? Acaso Dios tenga un rostro de croupier y yo sólo sea un pobre diablo que juega a rojo cuando sale negro, y viceversa.
La tregua de Mario Benedetti




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