11 de marzo (Sobre la idea de:"El juego de los días contados")

La verdad era que el arroz de camarones no estaba entre las virtudes de su cocina, pero lo hizo con los mejores deseos, y le quedó muy bien. El presidente se sirvió dos veces sin medirse en los elogios, y le encantaron las tajadas fritas de plátano maduro y la ensalada de aguacate, aunque no compartió las nostalgias. Lazara se conformó con escuchar hasta los postres, cuando Homero se atascó sin que viniera a cuento en el callejón sin salida de la existencia de Dios.
— Yo sí creo que existe — dijo el presidente—, pero que no tiene nada que ver con los seres humanos. Anda en cosas mucho más grandes.
— Yo sólo creo en los astros — dijo Lazara, y escrutó la reacción del presidente. — ¿Qué día nació usted?
Once de marzo. 
— Tenía que ser — dijo Lazara, con un sobresalto triunfal, y preguntó de buen tono—: ¿No serán demasiado dos Piscis en una misma mesa?
Los hombres seguían hablando de Dios cuando ella se fue a la cocina a preparar el café. Había recogido los trastos de la comida y ansiaba con toda su alma que la noche terminara bien. De regreso a la sala con el café le salió al encuentro una frase suelta del presidente que la dejó atónita:
— No lo dude, mi querido amigo: lo peor que pudo pasarle a nuestro pobre país es que yo fuera presidente.
Homero vio a Lazara en la puerta con las tazas chinas y la cafetera prestada, y creyó que se iba a desmayar. También el presidente se fijó en ella. «No me mire así, señora», le dijo de buen tono. «Estoy hablando con el corazón». Y luego, volviéndose a Homero, terminó:
— Menos mal que estoy pagando cara mi insensatez.
Lazara sirvió el café, apagó la lámpara cenital de la mesa cuya luz inclemente estorbaba para conversar, y la sala quedó en una penumbra íntima. Por primera vez se interesó en el invitado, cuya gracia no alcanzaba a disimular su tristeza. La curiosidad de Lazara aumentó cuando él terminó el café y puso la taza bocabajo en el plato para que reposara el asiento.
El presidente les contó en la sobremesa que había escogido la isla de Martinica para su destierro, por la amistad con el poeta Aimé Césaire, que por aquel entonces acababa de publicar su Cahier d'un retour au pays natal, y le prestó ayuda para iniciar una nueva vida. Con lo que les quedaba de la herencia de la esposa compraron una casa de maderas nobles en las colinas de Fort de France, con alambreras en las ventanas y una terraza de mar llena de flores primitivas, donde era un gozo dormir con el alboroto de los grillos y la brisa de melaza y ron de caña de los trapiches. Se quedó allí con la esposa, catorce años mayor que él y enferma desde su parto único, atrincherado contra el destino en la relectura viciosa de sus clásicos latinos, en latín, y con la convicción de que aquél era el acto final de su vida. Durante años tuvo que resistir las tentaciones de toda clase de aventuras que le proponían sus partidarios derrotados.
— Pero nunca volví a abrir una carta — dijo—. Nunca, desde que descubrí que hasta las más urgentes eran menos urgentes una semana después, y que a los dos meses no se acordaba de ellas ni el que las había escrito.

Gabriel García Márquez “Buen viaje, señor Presidente”, en Doce cuentos peregrinos 


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