23 de marzo (Ha vuelto el invierno. La nieve cae en espesos copos.)


23 de marzo
Ha vuelto el invierno. La nieve cae en espesos copos.
Superfluo, superfluo… No podía encontrar una fórmula más precisa. Cuanto más escarbo en mi interior, cuanto más atentamente examino mi vida pasada, más me convenzo de la estricta verdad de esa expresión. Superfluo. Ni más ni menos. Esa fórmula no se aplica a los demás hombres… Los hombres son malos o buenos, inteligentes o estúpidos, agradables o desagradables, pero no superfluos… No quiero decir, entiéndame bien, que el mundo no pueda prescindir de ellos… Ya lo creo que sí; pero su inutilidad no es su característica principal, su rasgo distintivo. Cuando habláis con ellos, el término «superfluo» no es el primero que acude a vuestros labios. En cuanto a mí, lo único que puede decirse es que soy un hombre superfluo, supernumerario. Eso es todo. Por lo visto, la naturaleza no contaba con mi aparición y, en consecuencia, me trató como a un huésped inesperado e inoportuno. No en vano, un gran aficionado a las bromas y los juegos de naipes dijo una vez que mi madre, el día que me trajo al mundo, había hecho un renuncio. En estos momentos hablo de mí mismo con la mayor serenidad, sin rastro alguno de amargura… ¡Ya es agua pasada! A lo largo de toda mi vida siempre he encontrado mi lugar ocupado, quizá porque lo busqué donde no debía. He sido receloso, tímido e irritable, como todos los enfermos. Además, como consecuencia probablemente de un exceso de amor propio o, más en general, de la desafortunada organización de mi persona, entre mis pensamientos, mis sentimientos y la expresión de esos pensamientos y esos sentimientos siempre se ha interpuesto un obstáculo incomprensible, absurdo e insuperable. Y, cuando tomaba la resolución de vencer a cualquier precio ese obstáculo, de derribar esa barrera, mis gestos, mis ademanes y todo mi ser denotaban una tensión penosa. No sólo parecía afectado y poco natural, sino que lo era. Yo mismo me daba cuenta y me apresuraba a encerrarme de nuevo en mí mismo. En tales momentos se apoderaba de mí una terrible angustia. Analizaba hasta el último rincón de mi cerebro, me comparaba con otros, recordaba las menores miradas, las menores sonrisas, las menores palabras de aquellas personas ante las cuales me habría gustado abrir mi corazón, lo interpretaba todo en el peor sentido, me reía sarcásticamente de mi pretensión de ser «como todo el mundo»; y de pronto, en medio de esa risa, me hundía en la tristeza, caía en una especie de desesperación irracional; llegados a ese punto, retomaba mis tentativas anteriores. En resumidas cuentas, giraba en redondo como una ardilla en su rueda. Pasaba días enteros ocupado en esa tarea dolorosa e inútil. Y ahora, hagan el favor de decirme, ¿qué necesidad tiene nadie de un hombre así? ¿Por qué me sucedía eso? ¿Cuál es la causa de esa meticulosa preocupación por mi propia persona? ¿Quién lo sabe? ¿Quién podría decirlo?
Recuerdo que una vez partí de Moscú en diligencia. El camino era bueno y el cochero había agregado un caballo de refuerzo a los otros cuatro. Ese desdichado caballo, completamente inútil, atado de cualquier manera al tren delantero con una cuerda gruesa y corta que le rozaba sin piedad la grupa, le raspaba la cola y le obligaba a cabalgar de una forma muy poco natural, imponiendo a todo su cuerpo la forma de una coma, despertaba en mí la más profunda compasión. Le señalé al cochero que por esa vez había podido prescindir de un quinto caballo… Por toda respuesta sacudió la cabeza, le propinó al menos diez latigazos seguidos, atravesándole todo el lomo descarnado, hasta el vientre hinchado, y terminó diciendo con un poso de ironía: «¡Ya lo ve usted, ha acabado poniéndose al paso! ¡Qué diablos!».
También yo acabé poniéndome al paso. Por fortuna, la estación de postas no quedaba lejos.
Superfluo… He prometido demostrar lo acertado de mi definición y me dispongo a cumplir esa promesa. No considero necesario mencionar la multitud de menudencias, de acontecimientos e incidentes cotidianos que a los ojos de cualquier persona juiciosa habrían constituido pruebas irrefutables en mi favor, o mejor dicho, de mi punto de vista. Será mejor que empiece sin más preámbulos con un acontecimiento bastante importante que desterrará de una vez para siempre cualquier duda que pueda quedar sobre la exactitud del término «superfluo». Repito que no tengo la menor intención de entrar en detalles, pero no puedo pasar por alto una circunstancia bastante curiosa y relevante; a saber, la extraña actitud que adoptaban mis amigos (también yo he tenido amigos) cada vez que coincidíamos en algún sitio o los visitaba. Era como si se sintieran incómodos. Al venir a mi encuentro, sonreían con aire forzado y me miraban no a los ojos ni a los pies, como hacen ciertas personas, sino más bien a las mejillas, me apretaban la mano con premura y decían con cierta precipitación: «¡Ah, buenos días, Chulkaturin!». (El destino había tenido la deferencia de concederme semejante nombre.) O bien: «Pero mira quién está aquí, si es Chulkaturin», y a continuación se apartaban y se quedaban inmóviles unos instantes, como si se esforzaran por recordar alguna cosa. Yo me daba cuenta de todo, pues no carezco de perspicacia ni de capacidad de observación. En general, no puede decirse que sea tonto. A veces hasta se me ocurren unas ideas bastante divertidas, no carentes de originalidad; pero, como soy un hombre superfluo, encerrado en mí mismo, me da pavor expresar mis pensamientos, tanto más cuanto que estoy convencido de antemano de que lo haré espantosamente mal. A veces hasta me parece extraña la forma en que habla la gente, esa naturalidad y desenvoltura… «¡Qué desparpajo!», se me pasa por la cabeza. En cualquier caso, debo reconocer que, a pesar de mi ensimismamiento, a veces me entraban ganas de hablar. No obstante, sólo en mi juventud he sido capaz de pronunciar las palabras que se me pasaban por la cabeza; en la edad adulta casi siempre he conseguido dominarme. Decía en voz baja: «Será mejor que nos callemos», y al punto me tranquilizaba. A la hora de guardar silencio todos nos las arreglamos bastante bien; en particular, nuestras mujeres son auténticas maestras en ese arte: cualquier señorita rusa de sentimientos elevados muestra tal dominio a la hora de callar que hasta un hombre experimentado siente estremecimientos y se empapa de un sudor frío ante semejante espectáculo. Pero no se trata de eso, y además no me corresponde a mí juzgar a los demás. Paso a ocuparme del relato prometido.
Hace algunos años, como consecuencia de un cúmulo de circunstancias bastante insignificantes, aunque muy importantes para mí, tuve que pasar unos seis meses en la capital del distrito de O. Esa ciudad ha sido levantada en un declive y presenta una disposición bastante incómoda. Cuenta con unos ochocientos habitantes, que viven en medio de una pobreza indescriptible; sus casuchas no se parecían a nada conocido; en la calle principal, surgían aquí y allá, a modo de pavimento, temibles losas calizas mal labradas, que hasta los carruajes evitaban. En medio de la plaza, de una suciedad asombrosa, se alzaba un diminuto edificio amarillento lleno de agujeros oscuros, ocupados por personas tocadas de grandes gorras que daban la impresión de dedicarse al comercio. En ese mismo lugar descollaba una pértiga abigarrada de una altura poco común; a su vera, por si fuera menester, las autoridades habían estacionado un carro de heno amarillento, a cuyo alrededor se paseaba una gallina propiedad del municipio. En resumidas cuentas, la vida en O. no era ninguna maravilla. En los primeros días de mi estancia en la ciudad casi me vuelvo loco de aburrimiento. En ese sentido debo reconocer que, aunque sin duda soy un hombre superfluo, no es porque yo lo haya querido así. Por culpa de mi propia condición de enfermo no puedo soportar nada enfermizo… No he huido de la felicidad; al contrario, he tratado de alcanzarla tanto por la derecha como por la izquierda… Así pues, no debe sorprender que pueda aburrirme como cualquier otro mortal. Me encontraba en O. por asuntos del servicio…
Definitivamente Teréntevna ha tomado la resolución de matarme. He aquí una muestra de nuestra conversación:
Teréntevna: «¡Ah, señorito! Se pasa usted el día entero escribiendo. Tanto escribir le va a hacer mal».
Yo: «¡Es que me aburro, Teréntevna!».
Ella: «Pues beba una taza de té y acuéstese. Si lo quiere Dios, sudará usted un poco y descabezará un sueñecito».
Yo: «Pero es que no tengo sueño».
Ella: «¡Ah, señorito! ¿Por qué dice eso? ¡Que Dios nos proteja! Acuéstese, acuéstese. Será lo mejor».
Yo: «¡Por mucho que me tumbe, no dejaré de morirme, Teréntevna!».
Ella: «No lo quiera Dios… Entonces, ¿le traigo el té?».
Yo: «¡No me queda ni una semana de vida, Teréntevna!».
Ella: «¡Ay, señorito! ¿Por qué dice eso?… Voy a preparar el samovar».
¡Ah, criatura decrépita, amarillenta y desdentada! ¿Es posible que ni siquiera para ti sea un hombre?
“Diario de un hombre superfluo” de Iván Serguéievich Turguénev


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