Romae, in aedibus Bruti, a. D. IV Id. Mart., hora quarta.
Roma, casa de Bruto, 12 de marzo, nueve de la mañana.
—Tu madre ha salido.
Porcia pronunció la brevísima frase en el tono de una sentencia de muerte. Bruto estaba sentado en su escaño con la cabeza entre las manos, la expresión sombría y la frente ceñuda fruncida como era habitual en él en otros tiempos. Se levantó lentamente y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa de trabajo.
—¿Y qué?
—Pues que eludió la vigilancia y ha salido.
—¿Cuándo?
—Ayer tarde, hacia la puesta del sol.
—¿Y adónde fue? —continuó preguntando Bruto con voz opaca, inexpresiva.
—No lo sé. ¿Acaso sabes algo tú?
—¿Y cómo podría saberlo? Tengo otras cosas en qué pensar.
—Pero ¿es que no te das cuenta de la gravedad de este hecho? Tu madre ha sido durante años la amante de César.
—Calla —espetó Bruto.
—Lo siento —dijo Porcia inclinando la cabeza y atenuando el tono de la voz—, pero no te he dicho nada que tú no sepas. Tu madre podría ver a César y ponerlo en guardia, o incluso revelarle la conjura.
—Mi madre no sabe nada.
—¡Tú madre lo sabe todo! No hay el mínimo detalle que se le escape. Tiene ojos y oídos en cada rincón. Y ponerla bajo vigilancia no ha hecho más que confirmarle aquello de lo que ya estaba convencida.
—De ser así los asesinos del tirano estarían ya en nuestra puerta.
—Aún están a tiempo de hacerlo.
—Imposible. Mi madre no me traicionaría jamás. —Porcia se le acercó y le cogió una mano entre las suyas:
—Marco Junio —comenzó—, ¿de veras conoces tan poco el ánimo de una mujer? ¿No sabes que no renunciaría nunca, por ninguna razón, a salvar al hombre que ama?
—¿Incluso al precio de hacer matar a su hijo?
—Ello no es necesario. ¿Por qué crees que César te salvó la vida después de Farsalia? ¿Por qué siempre te ha protegido, tozudamente, cada vez que alguno de los suyos ha pedido tu cabeza?
—¡Calla! —repitió hecho una víbora.
—Por amor a tu madre. Y también ayer por la tarde ella pudo revelárselo todo pidiéndole que te salvara. César se lo habría concedido. No hay nada que él le negase si ella se lo pidiera.
—Por favor, cállate —dijo de nuevo Bruto conteniendo a duras penas su ira.
—Si es lo que quieres —respondió Porcia—. Pero la situación no cambiará por esto. Yo ahora te diré lo que sé. Tú compórtate como mejor creas.
Bruto no dijo nada y Porcia siguió hablando:
—Tu madre salió ayer tarde hacia la puesta del sol, con la cabeza cubierta con un velo, por la salida de servicio de la lavandería, haciendo que la sustituyera una sierva en su habitación. Se fue caminando hasta el templo de Diana y allí se entretuvo un rato, menos de una hora en cualquier caso, tras lo cual regresó a casa entrando en ella por el mismo sitio por donde había salido.
—¿Cómo puedes decir que se encontró con César?
—¿Y con quién si no? ¿Para qué escenificar una maquinación semejante por nada? Tu madre no cree en los dioses y seguro que no fue al templo por motivos religiosos. El único motivo plausible es un encuentro con César y, si las cosas son así, todos nosotros estamos en serio peligro. Yo estoy dispuesta a sacrificarme, ya lo sabes, y no tengo miedo, pero si vuestro plan fracasa la República estará a merced durante años de un tirano, sufrirá todo tipo de humillaciones y quizá ya no se levante del estado de abyección en el que ha caído. Olvida que es tu madre, recuerda que es un enemigo potencial del estado. Ahora me voy, te dejo para que decidas. Hay otra persona aquí fuera que quiere hablar contigo.
"Los idus de marzo" de Valerio Massimo Manfredi
Roma, casa de Bruto, 12 de marzo, nueve de la mañana.
—Tu madre ha salido.
Porcia pronunció la brevísima frase en el tono de una sentencia de muerte. Bruto estaba sentado en su escaño con la cabeza entre las manos, la expresión sombría y la frente ceñuda fruncida como era habitual en él en otros tiempos. Se levantó lentamente y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa de trabajo.
—¿Y qué?
—Pues que eludió la vigilancia y ha salido.
—¿Cuándo?
—Ayer tarde, hacia la puesta del sol.
—¿Y adónde fue? —continuó preguntando Bruto con voz opaca, inexpresiva.
—No lo sé. ¿Acaso sabes algo tú?
—¿Y cómo podría saberlo? Tengo otras cosas en qué pensar.
—Pero ¿es que no te das cuenta de la gravedad de este hecho? Tu madre ha sido durante años la amante de César.
—Calla —espetó Bruto.
—Lo siento —dijo Porcia inclinando la cabeza y atenuando el tono de la voz—, pero no te he dicho nada que tú no sepas. Tu madre podría ver a César y ponerlo en guardia, o incluso revelarle la conjura.
—Mi madre no sabe nada.
—¡Tú madre lo sabe todo! No hay el mínimo detalle que se le escape. Tiene ojos y oídos en cada rincón. Y ponerla bajo vigilancia no ha hecho más que confirmarle aquello de lo que ya estaba convencida.
—De ser así los asesinos del tirano estarían ya en nuestra puerta.
—Aún están a tiempo de hacerlo.
—Imposible. Mi madre no me traicionaría jamás. —Porcia se le acercó y le cogió una mano entre las suyas:
—Marco Junio —comenzó—, ¿de veras conoces tan poco el ánimo de una mujer? ¿No sabes que no renunciaría nunca, por ninguna razón, a salvar al hombre que ama?
—¿Incluso al precio de hacer matar a su hijo?
—Ello no es necesario. ¿Por qué crees que César te salvó la vida después de Farsalia? ¿Por qué siempre te ha protegido, tozudamente, cada vez que alguno de los suyos ha pedido tu cabeza?
—¡Calla! —repitió hecho una víbora.
—Por amor a tu madre. Y también ayer por la tarde ella pudo revelárselo todo pidiéndole que te salvara. César se lo habría concedido. No hay nada que él le negase si ella se lo pidiera.
—Por favor, cállate —dijo de nuevo Bruto conteniendo a duras penas su ira.
—Si es lo que quieres —respondió Porcia—. Pero la situación no cambiará por esto. Yo ahora te diré lo que sé. Tú compórtate como mejor creas.
Bruto no dijo nada y Porcia siguió hablando:
—Tu madre salió ayer tarde hacia la puesta del sol, con la cabeza cubierta con un velo, por la salida de servicio de la lavandería, haciendo que la sustituyera una sierva en su habitación. Se fue caminando hasta el templo de Diana y allí se entretuvo un rato, menos de una hora en cualquier caso, tras lo cual regresó a casa entrando en ella por el mismo sitio por donde había salido.
—¿Cómo puedes decir que se encontró con César?
—¿Y con quién si no? ¿Para qué escenificar una maquinación semejante por nada? Tu madre no cree en los dioses y seguro que no fue al templo por motivos religiosos. El único motivo plausible es un encuentro con César y, si las cosas son así, todos nosotros estamos en serio peligro. Yo estoy dispuesta a sacrificarme, ya lo sabes, y no tengo miedo, pero si vuestro plan fracasa la República estará a merced durante años de un tirano, sufrirá todo tipo de humillaciones y quizá ya no se levante del estado de abyección en el que ha caído. Olvida que es tu madre, recuerda que es un enemigo potencial del estado. Ahora me voy, te dejo para que decidas. Hay otra persona aquí fuera que quiere hablar contigo.
"Los idus de marzo" de Valerio Massimo Manfredi
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