Padilla
anunció que me visitaría en mi hotel, acompañado de Saverio Tutino, el viernes
19 de marzo por la noche. Ese viernes abrí la puerta de mi suite y al lado de
Tutino y de Padilla había un joven que me pareció desconocido.
—Tú
lo conoces —me dijo Padilla, sin embargo, y el joven me dio la mano, sonriente.
Tutino
describió las fuerzas en pugna en Chile; habló de la experiencia china en el
momento de salir de la revolución cultural; del problema de la legalidad
socialista en Cuba. Padilla recogía cada tema y hacía grandes elaboraciones
intelectuales, casi líricas. «¡Brillante!», exclamaba de vez en cuando Tutino,
con un entusiasmo y un regocijo muy italianos, como si celebrara la
interpretación de un aria de ópera.
De
pronto caí en la cuenta de que el muchacho que los acompañaba, que no había
abierto la boca, era José Norberto Fuentes, el joven cuentista que yo había
contribuido a premiar en el concurso de la Casa de las Américas de 1968. Me
habría gustado conversar con él, pero todos estábamos atentos en aquella
habitación a las especulaciones políticas e históricas de Padilla, que parecía
hallarse en uno de sus momentos de máxima inspiración. En medio de la brisa
cálida que ya anunciaba la primavera del trópico, frente a una mesa llena de
botellas y de tabaco, Padilla sacaba a relucir, con visible regocijo, a Marx, a
Nietzsche, a Hegel, a Rimbaud, a los poetas ingleses e hispanoamericanos, que
citaba en apoyo de sus ambiciosas síntesis de la situación contemporánea en
Cuba, en Chile, en el mundo.
De
repente sonó el teléfono. Era la voz de Belkis, que me llegó a través de la
línea con un tono de ansiedad contenida.
—¿Está
Heberto?
Según
la costumbre que había adoptado en aquellos días, Belkis llamaba periódicamente
a fin de comprobar que a Heberto no le pasaba nada y que el manuscrito de su
novela estaba a salvo. Ya no dejaban el manuscrito en el departamento, sino que
se turnaban para llevarlo todo el día. Mientras Heberto asistía aquella noche a
la tertulia en mi hotel, era Belkis la que aseguraba la custodia.
Podría
sostenerse que las llamadas periódicas por teléfono eran una provocación; que
el hecho de llevar ese manuscrito a todas partes, sin desprenderse de él un
segundo, era una provocación; que por fin la existencia misma de ese manuscrito
también lo era. Por ese camino es fácil concluir que la provocación está
contenida en toda creación literaria. En situaciones de crisis, la vocación de
escritor y la de provocador, que más que vocación es una fatalidad, un destino,
se confunden. José Norberto Fuentes, con perfecta inocencia, ya lo había
experimentado en carne propia al publicar su libro Condenados de condado y
recibir los violentos ataques de Verde Olivo, la revista del Ejército. Esos
ataques habían significado para él la pérdida de su trabajo y la marginación de
la vida literaria y cultural. Ahora, mientras escuchaba la conversación y
observaba la escena en silencio, seguramente sacaba sus conclusiones personales
sobre todo el asunto. Quizá sospechaba que sus pruebas, a pesar de su prudente
reserva, no habían terminado aún, como quedó demostrado algunas semanas más
tarde. Su silencio pasó a ser entonces, en mi memoria de aquella tertulia del
viernes 19 de marzo de 1971, más elocuente que las palabras de Heberto, que se
deshicieron como la espuma que yo veía con el rabillo del ojo, desde mi sitio
junto a la ventana, elevarse en surtidores a todo lo largo del malecón y
disolverse después en la oscuridad de la noche caribeña.
En
“Persona non grata” de Jorge Edwards
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