Llegó
la noche. Espesas brumas pasaban como nubes a ras del suelo y una lluvia
mezclada con nieve caía continuamente. Hacía frío. Una densa niebla pesaba
sobre Richmond. Parecía que la violenta tempestad había puesto una tregua entre
sitiadores y sitiados y que el cañón había callado ante los rugidos del
huracán. Las calles estaban desiertas. No se había creído necesario, con aquel
horrible tiempo, vigilar la plaza en la cual se agitaba el aerostato. Todo
favorecía la partida de los prisioneros; ¡pero aquel viaje, en medio de ráfagas
de viento desencadenadas!…
—¡Maldita
marea! —se decía Pencroff, calándose de un puñetazo el sombrero que el viento
disputaba a su cabeza. ¡Pero, bah, la dominaremos!
A
las nueve y media Cyrus y sus compañeros llegaron por diversos sitios a la plaza,
que los faroles del gas, apagados por el viento, dejaban a oscuras. No se veía
ni el enorme aparato, casi enteramente tendido hacia el suelo. Sin contar los
sacos de lastre que pendían de las cuerdas de la red, la barquilla estaba
retenida por un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el suelo y con los
extremos atados a bordo.
Los
cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla.
Era
tal la oscuridad, que ellos mismos no se veían.
Sin
pronunciar palabra, Cyrus Smith, Gédéon Spilett, Nab y Harbert entraron en la
barquilla, mientras que Pencroff, siguiendo las órdenes del ingeniero, desataba
suavemente los saquitos de lastre. Esta operación duró unos instantes y el
marino se reunió con sus compañeros.
El
aerostato entonces estaba solo retenido por el doble cable y Cyrus Smith no
tenía más que dar la orden de partida.
En
aquel momento un perro entró de un salto en la barquilla. Era Top, el perro del
ingeniero, que, habiendo roto su cadena, había seguido a su amo. Cyrus Smith,
creyéndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre animal.
—¡Bah,
uno más! —dijo Pencroff, desatando de la barquilla dos sacos de lastre.
Después
desamarró el doble cable y el globo partió en dirección oblicua y desapareció,
después de haber chocado su barquilla contra dos chimeneas que derribó con la
violencia del golpe.
Se
desencadenó un huracán espantoso. El ingeniero, durante la noche, no pudo
pensar en descender y cuando vino el día, toda vista de la tierra estaba
interceptada por las brumas. Cinco días después una claridad dejó ver el
inmenso mar debajo de aquel aerostato, que el viento arrastraba con una rapidez
espantosa.
Sabemos
que, de cinco hombres que habían partido el 20 de marzo, cuatro habían sido arrojados, cuatro días después, en
una costa desierta, a más de seis mil millas de su país.
Y
el que faltaba, al que aquellos cuatro supervivientes del globo corrían a
socorrer, era su jefe natural, el ingeniero Cyrus Smith.
De “La isla misteriosa” de Julio Verne
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