20 de marzo (Los cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla)

Llegó la noche. Espesas brumas pasaban como nubes a ras del suelo y una lluvia mezclada con nieve caía continuamente. Hacía frío. Una densa niebla pesaba sobre Richmond. Parecía que la violenta tempestad había puesto una tregua entre sitiadores y sitiados y que el cañón había callado ante los rugidos del huracán. Las calles estaban desiertas. No se había creído necesario, con aquel horrible tiempo, vigilar la plaza en la cual se agitaba el aerostato. Todo favorecía la partida de los prisioneros; ¡pero aquel viaje, en medio de ráfagas de viento desencadenadas!…
—¡Maldita marea! —se decía Pencroff, calándose de un puñetazo el sombrero que el viento disputaba a su cabeza. ¡Pero, bah, la dominaremos!
A las nueve y media Cyrus y sus compañeros llegaron por diversos sitios a la plaza, que los faroles del gas, apagados por el viento, dejaban a oscuras. No se veía ni el enorme aparato, casi enteramente tendido hacia el suelo. Sin contar los sacos de lastre que pendían de las cuerdas de la red, la barquilla estaba retenida por un fuerte cable pasado por una anilla fijada en el suelo y con los extremos atados a bordo.
Los cinco pasajeros se reunieron cerca de la barquilla.
Era tal la oscuridad, que ellos mismos no se veían.
Sin pronunciar palabra, Cyrus Smith, Gédéon Spilett, Nab y Harbert entraron en la barquilla, mientras que Pencroff, siguiendo las órdenes del ingeniero, desataba suavemente los saquitos de lastre. Esta operación duró unos instantes y el marino se reunió con sus compañeros.
El aerostato entonces estaba solo retenido por el doble cable y Cyrus Smith no tenía más que dar la orden de partida.
En aquel momento un perro entró de un salto en la barquilla. Era Top, el perro del ingeniero, que, habiendo roto su cadena, había seguido a su amo. Cyrus Smith, creyéndolo un exceso de peso, quiso echar al pobre animal.
—¡Bah, uno más! —dijo Pencroff, desatando de la barquilla dos sacos de lastre.
Después desamarró el doble cable y el globo partió en dirección oblicua y desapareció, después de haber chocado su barquilla contra dos chimeneas que derribó con la violencia del golpe.
Se desencadenó un huracán espantoso. El ingeniero, durante la noche, no pudo pensar en descender y cuando vino el día, toda vista de la tierra estaba interceptada por las brumas. Cinco días después una claridad dejó ver el inmenso mar debajo de aquel aerostato, que el viento arrastraba con una rapidez espantosa.
Sabemos que, de cinco hombres que habían partido el 20 de marzo, cuatro habían sido arrojados, cuatro días después, en una costa desierta, a más de seis mil millas de su país.
Y el que faltaba, al que aquellos cuatro supervivientes del globo corrían a socorrer, era su jefe natural, el ingeniero Cyrus Smith.

De “La isla misteriosa” de Julio Verne





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