16 de Marzo de 1849.— De tal modo absorben mi espíritu el cuidado de mi
cara mitad y el problema de la sucesión, que ha de resolver María Ignacia,
según los cálculos más discretos, en fines de Mayo o principios de Junio, que
no hay espacio en mi pensamiento para suceso alguno de orden distinto, así
privado como público. ¿Qué me importan las alteraciones de Francia, de Roma o
de Hungría, ni las malandanzas del Estado español, ante este inmenso enigma del
embarazo, cuyo término y desenlace feliz esperamos con el alma en un hilo? ¿Qué
puede afectarme ese lejano enredo de la República Romana, ni las diabluras de
los Mazzinis, Caninos y Garibaldis? ¿Ni qué atención puedo prestar a los
entusiasmos de mi cuñada Sofía por Luis Napoleón, Presidente de la República
Francesa, o por Manin, desgraciado Dux de la de Venecia? Y cuando mi hermano
Gregorio me da irresistibles matracas por el desconcierto de la Hacienda
española, ¿qué he de hacer más que abrir la oreja derecha para que salga lo que
por la izquierda entró? Ya comprenderéis que de la guerra intestina que arde en
Cataluña hago tanto caso como de las nubes de antaño, que lo mismo es para mí
Cabrera que un monigote de papel, y que los movimientos de Pavía, de Concha o
de Córdova en persecución de los facciosos no mueven mi curiosidad. Entre o
salga Montemolín, lo mismo me da, por no decir que ahí me las den todas.
No
me cansaré de afirmar que son cada día más vivos y puros mis afectos hacia la
compañera de mi vida, y que esta ha llegado a seducirme y enamorarme con sólo
el talismán de sus anímicas dotes. Diré también que mis suegros y toda la
familia me quieren entrañablemente, viendo y comprobando con diarios ejemplos
que hago feliz a la niña. Cuido mucho de no dar pretexto al menor disgusto de
mis papás políticos, atento siempre a mi completa identificación con ellos y a
fundirme en las ideas y rutinas del mundo Emparánico, sin hipocresía ni
violencia. Sólo en los comienzos de mi asimilación me causaron enojo las
extremadas santurronerías a que las señoras mayores me sometieron, y se me
hacía muy largo el tiempo consagrado, sobre la diaria misa, a Triduos, Cuarenta
Horas, o visitas a las monjas del Sacramento, de la Latina y de Santo Domingo
el Real; pero a ello me fui acostumbrando con graduales abdicaciones del
albedrío, hasta llegar a cierta somnolencia que se compadece con las materiales
ventajas de mi posición. Por el bienestar que me rodea y las comodidades que
disfruto, doy gracias a Dios y a mi hermana Catalina, sintiendo mucho no poder
dárselas más que con el pensamiento, pues desde que volví de Atienza no he
visto a la bendita religiosa, que ahora está rigiendo la comunidad
Concepcionista Franciscana de Talavera de la Reina. Ved aquí por qué no la he
nombrado en esta parte de mis Confesiones. De veras me ha dolido no encontrarla
en Madrid, no sólo porque estoy privado de sus consejos amorosos, sino porque
su ausencia me tiene ignorante de si recibió y acogió a los Ansúrez,
recomendados por mi carta. Nada sé de esta gente, nada del noble patriarca de
la tribu, nada de la sin par Lucila, y pienso que, desamparados aquí, se han
corrido a tierras distantes.
Narváez de Benito Pérez Galdós, 1902
No hay comentarios:
Publicar un comentario