Camariñas

Camariñas
Faro de Vigo, 18 de enero de 1953.
«A arcosa Laxe», «Xallas, de uces nutriz»: toda la mañana estaba llena del verso pondaliano, si no era ese mismo verso tendido sobre la tierra, de tan reposada y madura belleza. El verso de Pondal pasa el río Xallas por la puente Arantón:
Uces da ponte Arantón,
non toqués os seus vestidos,
qu’eles para vos non son.
La musa pondaliana —«ela é filla de Santiago»—, pasa, en la dulce brisa, a nuestro lado. La mañana, que es algo como una grande, luminosa y tibia mano, recoge mar y tierra bajo su palma. Todo el valle de Vimianzo se recogía bajo la luz de su caricia, envuelto en el dulce algodón de la neblina. Había qué ir al castillo, más fino y más nervioso que un palacio a ver si todavía en la niebla matinal cabalgaba Pedro Madruga. Lo llamaban así, dice Vasco da Ponte, porque gustaba «de madrugar para las cabalgadas», a la del alba sería, como don Quijote, cabalgando en las mañanas frías y cantando octavas del Ariosto, o como el Jan Timur, que nada amaba más que galopar por el desierto las mañanas de abril. (Señor de estas torres fue el poeta Martelo y Paumán del Nero: ¡Paumán del Nero!, un apellido eufónico y mágico, de tan patente y misteriosa medievalidad, que nos sorprende no haberlo leído en un catálogo de cruzados o entre las flores del «gay saber»: nombre para uno de los Doce Pares o para un compañero moribundo de Diterico de Berna, o quizás, para uno de esos oscuros caballeros de Escocia, hijos de la insegura melancolía, que una mañana salen a pasear a un arenal y se enamoran del licor rojo de los labios sonoros de las sirenas, y mueren bajo el mar, en aquellos palacios en los que las algas florecen en rosas azules y jacintos verdes…) Pero nadie —sólo la alegre fantasía— galopa en la mañana hacia Vimianzo y su castillo.
Ponte do Porto: el sol rompe a tientas la niebla, y al deshilarla y aventarla, la mañana se hace más alta y más ancha, llena el mundo todo, en el que ya no queda ni un solo lugar que no sea matutino y claro, volado de palomas «amazonas del aire y de su aroma». El breve río se ahoga en el mar, silenciosamente. Camariñas; venían, más los ojos que los labios, diciendo su nombre, tan blanco, tan liviano, que ver la villa de cal y canto y no de encaje fue buena sorpresa. Alençon de Francia no es de encaje, de point d’Alençon, pero hay allí torres y en los palacios pasamanos y balaustres que sí lo son, de encaje que han ido coloreando los siglos, y ahora goza de un fino color rosa; esos grandes ojos que abre el point d’Alençon, allí donde el hilo, de tan sutil, semeja aire —aire celestial, de los atardeceres de verano del Paraíso—, siempre acaban de ser abandonados por una coloreada mariposa, que tras de ella deja el pálido reflejo de la viva pintura de sus alas. Vas a ver qué color es, y sólo encuentras aire, aire tejido y transparente…
La madre de Teresa del Niño Jesús, haciendo point d’Alençon en Lisieux, donde tan alegre es, cabe el puente, la sombra de los manzanos, vio cómo un ángel reparaba los desgarros de sus alas con el encaje que ella hacía. Pocos días después, nacía Teresa. ¿Hay algún ángel que lleve, en esta dorada mañana, encaje de Camariñas en sus alas? El mar de Camariñas lo lleva, en verdad, espuma fugitiva.
El arte del encaje, al igual que la música, es irrefutable: cada hilo, en el entramo de la encajería, es como una frase, y la total tela de araña, Valenciennes o Camariñas, un concierto. La escritura de Bach sobre el pentagrama a lo que se asemeja es a un encaje, más que a un retablo barroco, porque Bach lo que pretende es aprisionar el aire que pasa —sobre todo, esas claras flautas o el aliento casi humano del oboe, y al fondo el orden profundo del órgano—, más bien que representar la Naturaleza. Números y pausas, estrofas —estrofa es lo que retorna—, sensitivas cárceles del tiempo: ponerle puertas al tiempo fugitivo, eso es música. Ponerle puertas al aire, eso es el arte del encaje.
Camariñas, Xornes, son tierras —y mar y ballenas— de la mitra mindoniense. El báculo montañés de San Rosendo —oro de los tojales de Noriega Varela, alba del abedul— pone en Cabo Vilaño el regatón al golpe de la eterna y enorme ola atlántica. Pero en la ría, más suave y breve la ola, alguien, las femeninas manos, la hilan en la orilla… Unas blancas y ligeras nubes que el sudoeste empuja, se acercan a verle a la Señora de la Barca el tejado de piedra. Son las doce. Cantan «Ave María» las campanas de la iglesia, tiembla el aire pleno de luz, tendido sobre hilos de oro que van y vienen, tejiendo el mundo y la mañana, tejiendo el mantel de Camariñas —blanco, liviano, como este nombre—, sobre la roca antigua de la tierra, a la orilla del mar.

Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia

Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.

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