Arder de ausencia
«¿Qué han hecho ustedes de mis poemas?», Jeanette Winterson hace decir a Safo en Arte y mentiras. Safo también podría preguntar qué han hecho de su persona. La gran poeta del siglo V antes de Cristo y ya moderna se atrevió a hablar del amor y la pasión entre mujeres y su obra contradice la visión de Foucault de la cultura griega clásica como «un simposio austero, filosófico, platónico y pederasta». Es cierto que esa obra resulta excepcional —en más de un sentido— porque expresa una sexualidad femenina activa, a diferencia de la figura de la mujer como objeto pasivo del deseo, entonces —y no sólo— en boga. No es menos cierto que en sus poemas Safo altera las pautas culturales dominantes en materia de sexualidad y de género, es decir, la heterosexualidad y/o esa relación homosexual entre adultos y efebos que Platón reveló sin sobresaltos y que en realidad giraba en torno a las cuestiones de poder y de control masculinos en la antigua Grecia. Los versos de Safo cuestionan esa sociedad jerarquizada, tal vez sin proponérselo. En cualquier caso, sus contemporáneos hombres no se dieron por aludidos y la bautizaron «la musa de la voz de miel».
El tiempo ha ido convirtiendo a Safo en lo que cada época histórica necesitaba. Cierta moral del siglo III de nuestra era la dividió en dos Safos: una, poeta y casta; la otra, una suerte de madama que regenteaba a jóvenes lesbias en el que dicen es el oficio más viejo del mundo. Esa moral no podía reunir en una sola persona la autoría de versos resplandecientes y una práctica sexual considerada aberrante. En el XIX incluso no faltaron quienes se ocupaban de «reivindicar» la pureza moral de Safo como una maestra que enseñaba música, canto, danza y poesía a sus alumnas. Varios filósofos alemanes se empeñaron en producir una Safo inmaculada para no lastimar el ideal helénico que debía modelar la cultura de su nación. El XX la ha vuelto un icono del feminismo moderno.
Abundan ahora las interpretaciones variopintas. Margaret Williamson sugiere que el discurso del deseo es en Safo distinto que en un poeta como Anacreonte —aunque la diferencia, si existe, quizá no se deba al género sino a la subjetividad de cada quien—, y Marylin Skinner propone que tal discurso es «notablemente no fálico». Ambas se abstienen de tomar en cuenta la línea en que la poeta griega aparentemente se refiere al uso de un consolador. Claude Calame especula que el círculo femenino de Safo «consagraba los lazos homoeróticos entre amante y amada mediante una iniciación sexual adecuada para adolescentes, a fin de enseñar a las muchachas los valores de la heterosexualidad adulta. El carácter transitorio e inestable de estos vínculos puede provocar en una persona con inclinaciones homosexuales estados de ansiedad y depresión como los que pueden probablemente rastrearse en casi todos los poemas de Safo». Como las sociológicas, ese tipo de explicaciones no explica nada. Por ejemplo, la belleza de estos versos: «… yo te buscaba y llegaste / y has refrescado mi alma que ardía de ausencia». Y quién sabe cuántas ausencias en esa ausencia caben.
Es imposible reconstruir a fondo la cultura de la Lesbos arcaica donde Safo nació. De su obra nos han llegado únicamente fragmentos —unos 200 versos— y sólo dos poemas completos conservados en derruidos pergaminos y citas de eruditos de la Alta Edad Media, y no se conoce cómo se difundía entre sus coetáneos. Williamson aventura, con verosimilitud, que Safo cantaría sus versos en bodas y rituales religiosos y quizás en reuniones privadas del medio aristocrático al que pertenecía. Componía en el dialecto eólico de Lesbos y no en lenguaje culto, pero el gran poeta latino Catulo la llamó «docta». Habló de amores, celos y odios entre mujeres, y no desde la mujer confinada en la domesticidad. Así contravino los códigos de la época, pero, nuevamente, eso no aclara el porqué del esplendor de esta estrofa: «… fresca suena el agua entre las ramas jóvenes / y las rosas dan sombra al lugar / y un sueño profundo de sus pétalos / que tiemblan, baja».
Desde Safo se han escrito millones de poemas de amor, pero no muchos alcanzan la pasión, la intensidad y la frescura de este apenas fragmento: «Me parece igual a los dioses ese / hombre que ahora, sentado frente a ti, / tu dulce voz a tu lado escucha / mientras le hablas / y tu amable risa; eso, te juro, / me hizo saltar el alma dentro del pecho: / te miro y mis palabras / ya no salen, / tengo la lengua rota y, suave, / un fuego me recorre la piel, / por mis ojos nada veo y oigo / nada más que un zumbido, / destilo un sudor frío y un temblor / me apresa entera, estoy / amarilla como paja y siento cercana / mi muerte. O de este otro: Amor me ha agitado los sentidos / como el viento que se arroja a los pinos del bosque. O: Las Pléyades ya se hundieron / y la luna. La noche / pasa, la hora pasa / y voy a acostarme sola». O de este verso, el único que se conserva de uno de sus poemas: «Pero pienso que alguien aún me recordará».
Tuvo razón.
16 de enero de 2000
Juan Gelman
Miradas
De poetas, escritores y artistas
Originalmente aparecidas en las páginas de un diario porteño, las 77 crónicas que Juan Gelman recoge en este libro se distinguen por la mirada inconforme y puntual, irreverente y erudita que las alimenta esa misma que ha hecho de su autor uno de los poetas más singulares y universales de la lengua. A distancia de los estereotipos que suelen gobernar nuestros acercamientos al arte y la cultura, Gelman explora en estas páginas las soterradas contingencias que están en el origen de ciertas obras y que, por caminos a menudo misteriosos, han orientado su recepción entre el público y, en ocasiones, el destino de su creador.
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