Mi viaje por Francia no ofreció nada de extraordinario, sino esas incidencias que otros viajeros han narrado mucho mejor de lo que yo podría hacerlo. Fui de Tolosa a París, y luego de breve plazo me trasladé a Calais, donde felizmente hice la travesía hasta Dover, llegando a destino el 14 de enero, después de haber sufrido los rigores de una muy fría estación.
Me encontraba ahora al fin de mis viajes, y en poco tiempo había logrado reunir mi nueva fortuna, ya que las letras de cambio que traje conmigo me fueron pagadas inmediatamente.
Mi principal y mejor consejero era la anciana viuda que, llena de agradecimiento por el dinero que le había enviado, no reparaba en fatigas ni preocupaciones por serme útil. Tanta confianza depositaba yo en ella, que me sentía absolutamente tranquilo por la seguridad de mis bienes, ya que la intachable integridad de aquella excelente mujer se conservó invariable desde el principio hasta el fin.
Pensé, pues, en dejar mi fortuna al cuidado de la anciana y volverme a Lisboa, de donde podría embarcarme rumbo al Brasil. Un escrúpulo religioso se presentó sin embargo en mis pensamientos; había dudado alguna vez sobre la religión romana mientras estuve fuera de mi patria, y especialmente en la soledad de la isla, pero sabía bien que no existía posibilidad de llegar al Brasil y mucho menos de establecerme en él si no me resolvía antes a abrazar sin reserva alguna la religión católica, salvo que, dispuesto a sobrellevarlo todo por mis principios, me convirtiera en un mártir religioso y muriera en la Inquisición. Me resolví por lo tanto a quedarme en mi tierra y, de serme posible llevarlo a cabo ventajosamente, vender mi propiedad.
A tal fin escribí a mi viejo amigo de Lisboa, que me contestó diciéndome que le sería fácil realizar la venta, pero que le parecía conveniente pedir mi venia para ofrecer la plantación en mi nombre a los dos comerciantes, herederos de mis antiguos apoderados, que vivían en el Brasil y eran naturalmente buenos conocedores del valor de esas tierras; por otra parte, aquellos dos hombres eran riquísimos, de manera que él confiaba que les placería adquirir la propiedad, por la cual pensaba que podría yo obtener unas cuatro mil o cinco mil piezas de a ocho.
Le contesté concediéndole la autorización para hacer la oferta, y unos ocho meses más tarde, cuando volvió el navío, recibí una carta informándome que la venta había sido aceptada y que los comerciantes remitían treinta y tres mil piezas de a ocho a un corresponsal de Lisboa para que me pagara el valor de la plantación.
Firmé entonces el documento de venta que me enviaba de Lisboa, y lo envié al capitán, que me devolvió letras de cambio por treinta y dos mil ochocientas piezas de a ocho reservando una renta de cien moidores anuales para él mientras viviera, y de cincuenta para su hijo, tal como yo se lo prometiera y que le serían entregadas del producto de la plantación según se estipuló.
Y así he narrado la primera parte de una vida aventurera, una vida señalada por la Providencia y de una diversidad tan extraordinaria como pocas podría mostrar el mundo; principiando alocadamente para terminar con una felicidad a la que ninguno de los acontecimientos anteriores me daba derecho a esperar.
Cualquiera pensaría que encontrándome de tal modo favorecido por la fortuna estaba muy lejos de correr nuevos azares, y en realidad así hubiera sido a no mediar ciertas circunstancias. En primer término estaba yo habituado a una existencia errante, no tenía familia ni muchas relaciones, y aunque rico no me sentía mayormente vinculado. Cierto que había vendido mi plantación del Brasil, pero no me era posible olvidar ese país y a cada instante sentía el deseo de lanzarme otra vez a viajar. Especialmente me costaba resistir a la tentación de ver de nuevo mi isla y saber si los pobres españoles habían logrado llegar a ella y cómo los trataban los tres pícaros que dejé en tierra.
Mi excelente amiga la viuda me disuadió con todas sus fuerzas de la empresa, y tanto calor puso en sus argumentos que logró impedir durante siete años que me embarcara, tiempo en el cual tomé a mi cargo a mis dos sobrinos, hijos de mi difunto hermano. Al mayor, que poseía algunos bienes, lo eduqué como a un caballero y agregué una buena cantidad a sus rentas para que recibiera esa fortuna después de mi muerte. Al segundo lo puse al cuidado de un capitán de navío y cuando cinco años más tarde vi que era un sensato, valiente y emprendedor muchacho, le confié un barco y lo envié al mar. Este mismo muchacho fue el que más tarde me envolvió, viejo como yo estaba, en nuevas aventuras.
Entretanto me radiqué allí, principiando por contraer matrimonio muy ventajosamente; de esa unión nacieron tres hijos, dos varones y una niña, pero mi esposa falleció más tarde, y cuando mi sobrino llegó a casa después de un afortunado viaje a España, mi inclinación aventurera sumada a sus requerimientos pudieron más que la prudencia y me llevaron a emprender viaje a bordo de su barco, en carácter de comerciante particular con destino a las Indias Orientales. Esto sucedía en el año 1694.
Daniel Defoe
Robinson Crusoe
Penguin Clásicos
Robinson Crusoe naufraga y acaba en una isla desierta. Allí tendrá que hacer uso de su inteligencia y perspicacia para defenderse de los peligros que esconde el lugar, deshabitado solo en apariencia. Publicada en 1719, está considerado uno de los clásicos más leídos de todos los tiempos, y en rigor, se trata de la primera de las grandes novelas inglesas, un texto fundacional. Además de un libro de aventuras, lleno de inolvidables personajes, Robinson Crusoe es una de las primeras reflexiones narrativas sobre la soledad, la sociedad y las relaciones humanas.
La presente edición, traducción de Julio Cortázar, incorpora una detallada cronología, además de una introducción a cargo de John Richetti, catedrático emérito A. M. Rosenthal de lengua inglesa en la Universidad de Pensilvania y uno de los más reconocidos especialistas en la literatura del siglo XVIII. Entre sus numerosos estudios cabe destacar The Life of Daniel Defoe (2005).
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