El arca del pan
Faro de Vigo, 24 de enero de 1954.
He ido a ver un arca que fue de la abadía de Meira: un arca para el centeno de las rentas abaciales. Las armas están en el gran tablón delantero, de noble y oscuro castaño, y es fina la labra del hierro del pasador, que asegura el cierre. Tiene el arca mi altura, es decir, la altura de un abad bernardo del siglo XIII. Ya no guarda el arca el centeno de la alta ribera de Piquín o de las tierras de barbecho —aquí dicen de folgado— de Viladonga, Suegos, Piñeiro… (Nevaba en Suegos, y las ovejas del rebaño con que nos cruzamos llevaban copos de nieve en los copos de lana, y dos pastorcillos se atareaban con el rebaño en la ventisca y en aquella enorme y descampada soledad). Ahora, en el arca, el largo grano del antiguo centeno meirés —da una harina negra y dulce— ha sido sustituido por el rotundo grano del trigo de la Pastoriza y la Terrachá: ese trigo que ahora asoma en los largos surcos hilillos verde tierno.
Llegamos cuando están lavando y humeando el arca por mor del gorgojo, que el pasado año prosperó «como las pulgas de los suizos en Venecia», que dijo el señor embajador Correro, hablando de la multiplicación de la hugonotería en el cristianísimo reino de Francia. Ignoro si el gorgojo del trigo es el mismo o parecido insecto que el gorgojo del guisante, ese geómetra cuya vida y andanzas yo leía en Fabre y en Uexküll: la hembra del gorgojo pone sus huevos sobre la vaina del guisante joven, y las larvas, al salir del huevo, perforan la vaina y se adentran en el guisante aún tierno. La larva que anida en el punto medio del guisante crece rápidamente, mientras las otras dejan de alimentarse y mueren. La larva geómetra socava primero el centro del guisante, pero después se labra un paso hacia la superficie del guisante y rasca, a la salida del paso, la piel de éste, fabricándose una puerta: así, cuando el guisante endurece, la larva tendrá abierta una salida. Pero Von Uexküll habla de un pequeño icneumón que se dedica a abrir las puertas de las larvas del gorgojo, y deposita su huevo en ellas: de este huevo sale una larva que se come a la del gorgojo, se transforma luego en icneumón, y por el camino labrado por su presa sale al aire libre. He aquí una breve frase de la gran sinfonía de la vida. Se la cuento a los que lavan y humean, y se me ríen en la cara.
¿Cuántas cargas de pan, cargas de las que vienen en los foros y en las donaciones de antaño, cabían en esta arca? ¿No valdrá tanto preguntar cuántos siervos? ¿Cuánta tierra, cuántos surcos, cuántos días? Y aún falta medir el hambre. El hidalgo de Killmore, golpeando con su bastón de caña las arcas vacías, cuando las grandes hambres de Irlanda, medía el hambre del país: «Hasta aquí», decía midiendo un palmo, «el hambre del artillero Flannagan y sus catorce hijos». Y el artillero Flannagan, con las lágrimas en los ojos, respondía: «¡Alabado sea Dios!».
Donde estamos se llama Quintás, y son tres casas y un molino, y me gusta el camino que lleva al río, porque el cierre de las huertas es de laurel romano y hay una pequeña alameda paralela a la presa: los árboles están desnudos, pero la hiedra viciosa y verde, se enrosca en ellos como una primavera irresistible. Y donde parte el camino del molino del que va a Lugo, hay un crucero de madera, muy repintado, y la Virgen —un redondo rostro, unos grandes ojos asombrados— tiene un manto rojo, de tan viva y violenta entonación que pasma. Nieva en Quintás. Parece que alguien, lentamente, y con harina blanca, estuviese fabricando silencio. El roble arde amigablemente en el hogar, con llamas largas y agudas, agujas azules, amarillas, rojas. La luz parece haberse detenido en la ventana y solamente deja pasar un velo pálido que flota lento. Blake había averiguado que la cantidad de luz que ilumina en un momento dado el mundo depende del número de ángeles que vuelen cerca de la tierra. También Santa Francisca Romana llegó a saber que la luz es un ángel, y por eso veía ella en la tiniebla nocturna como en la claridad del día, y todo porque veía a su ángel custodio, su dulce y alada lámpara. Un ángel, pues, está ahora en Quintás cerca de la ventana, y esa luz que entra es la tierna sombra de sus alas. Quizá sea el ángel del arca del pan, y esa luz sea blanca harina, flor de la harina antigua posada en su túnica y en sus plumas. Antes de marchar de Quintás iré al arca de Meira, levantaré la pesada tapa, tras descorrer el cerrojo de labrado hierro chantadino, cuyo empuño semeja un báculo, por ver si allí dentro, donde habitó el pan, habita la luz. De Quintás a Meira se va por un camino llano a la orilla de un regato, que cruza una carballeira centenaria. En verano, debe ser uno de los más alegres caminos del mundo.
Álvaro Cunqueiro
El pasajero en Galicia
Bajo el título El pasajero en Galicia, Álvaro Cunqueiro escribió, a comienzos de los años cincuenta, una serie de artículos para el periódico Faro de Vigo en los que, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, hacía la crónica turística y sentimental de su país natal. Constituye, así, una inmejorable guía de las tierras y leyendas realizada por el más sabio, ameno y cordial de los cicerones. El volumen, cuidadosamente editado por César Antonio Molina, contiene además dos crónicas de los viajes de Cunqueiro por las rutas de peregrinación, así como los artículos escritos para una serie que, con el título Introducción a una historia de las tabernas gallegas, el autor proyectaba ir publicando, y otros textos de diversa procedencia donde el célebre escritor se recrea en la geografía y las gentes de Galicia.
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