La señora von Hanska le comunica que el señor von Hanski ha fallecido. La mujer que prometió casarse con él, la mujer con quien él prometió casarse, está viuda y es la heredera de muchos millones. El sueño, ya medio olvidado, se materializa de repente.

Todos los críticos profesionales concuerdan en no prestar atención a las obras de Stendhal. Cuando aparece Le Rouge et le Noir, Sainte-Beuve considera que no vale la pena pronunciarse sobre este libro, y cuando más tarde se decide, lo hace de manera bastante despreciativa. «Sus personajes no tienen vida, no son más que autómatas exageradamente construidos». La Gazette de France escribe: «El señor Stendhal no está loco y, sin embargo, escribe libros enloquecidos», y el elogio hecho por Goethe en los coloquios con Eckermann viene a ser conocido sólo al cabo de muchos años de la muerte de Stendhal. Sin embargo, Balzac, con su perspicacia y su prontitud, se percató enseguida, en las primeras obras de Stendhal, de la inteligencia extraordinaria y la maestría psicológica de este hombre, que sólo de vez en cuando, como verdadero aficionado, para su propio placer, escribe libros y, sin verdadera ambición, los manda imprimir. Balzac aprovecha todas las oportunidades a su alcance para dar muestras de su reverencia al desconocido; en la Comédie humaine menciona el proceso de cristalización en el amor, proceso que Stendhal fue el primero en pintar, y llama la atención sobre sus libros de viaje por Italia. Pero Stendhal es demasiado modesto para acercarse al afamado escritor basándose en estos signos de amistad; ni siquiera le envía sus libros. Afortunadamente, Raymond Colomb, su leal amigo, se encarga de llamar la atención de Balzac sobre ellos, pidiéndole que se interese por este autor de todos desconocido. Balzac le contesta inmediatamente, el 20 de marzo de 1839:
He leído en el Constitutionnel un extracto de la Cartuja, y me ha llenado de envidia. En efecto, la fiebre de la envidia me ha acometido durante la lectura de la grandiosa y verídica descripción de una batalla. Siempre soñé algo así para mis «escenas de la vida militar», la parte más difícil de mis obras, y ese punto me ha entusiasmado, me ha deprimido, me ha encantado y me ha llevado a la desesperación. Le digo esto con toda franqueza… Por favor, no se asombre, pues, si al principio no accedo todavía a su demanda. Antes necesito obtener el libro entero. Convénzase de mi sinceridad; le diré lo que pienso de él. El fragmento ha despertado mis expectativas, y éstas me harán exigente en mis demandas.
A cualquier espíritu mezquino habría disgustado ver la escena principal de su futura novela —la descripción de una batalla de Napoleón— anticipada con tan absoluta maestría por la pluma de otro. Hace diez años que Balzac sueña con su novela La Bataille; él también aspira a plasmar al fin una descripción realista, íntegra, histórica, valiosa y al mismo tiempo visual, en vez de la descripción heroica y sentimental al uso. Ahora ve que Stendhal ya lo ha hecho y que él llega demasiado tarde. Pero la riqueza interior hace siempre a un artista magnánimo. Quien tiene aún por delante un centenar de planes y un centenar de obras no se aflige ni se inquieta por el hecho de que otro contemporáneo produzca también una obra maestra. Por eso precisamente, Balzac celebra La cartuja de Parma como obra maestra, como la mayor de su época. La califica de «chef d’oeuvre de la littérature à idée» y dice con gran acierto: «Esta gran obra sólo podía imaginarla y ejecutarla un hombre de cincuenta años en todo el vigor de su edad y en la madurez de todo su talento». Realiza un análisis magistral de la acción interior, reconoce cuán grandiosamente Stendhal ha descrito la psicología italiana en todas sus formas y variantes. Cada una de sus palabras tiene valor a día de hoy.
Son conmovedores el asombro y el espanto de Stendhal cuando, en su soledad de Civitavecchia, donde ejerce el cargo de cónsul, sin el menor presentimiento, se siente literalmente asaltado por este artículo. Al principio no da crédito a sus ojos. Hasta ahora no ha oído más que palabrería mezquina y vana sobre su obra; esta vez oye la voz de un hombre a quien venera, y este hombre le saluda como a un hermano. Se advierte toda su confusión cuando se lee la carta que dirige a Balzac y que en vano se esfuerza por ser comedida: «¡Qué sorpresa ayer noche, señor mío! Creo que nunca ha sido tratado así un autor en una revista, y además por el mejor juez en la materia. Ha adoptado usted a un huérfano que estaba abandonado en medio de la calle», y le da las gracias por el «artículo más estupendo que jamás ha recibido un escritor de manos de otro».
Con su clarividencia, que en el plano artístico iguala a la de Balzac, acepta Stendhal la fraternidad que le ofrece el mismo que, como él, fue desdeñosamente rechazado por la Academia. Siente que ambos trabajan para épocas diferentes de la suya.
Después de la muerte trocamos el papel con aquellas gentes. Mientras vivimos, tienen poder sobre nuestro cuerpo mortal; sin embargo, en el momento de la muerte el olvido las envuelve para siempre.
Maravillosa señal de cómo, gracias a la misteriosa semejanza de la sustancia, el espíritu siempre reconoce al espíritu, y es admirable saber que por encima del ruido y del vocerío de una literatura presurosa estos dos hombres se miran mutuamente con calma, serenidad y seguridad superiores. Raras veces se mostró la mirada mágica de Balzac más grandiosa que cuando entre los millares de libros de su época distinguió y ensalzó precisamente éste, el más desconocido. Por desgracia, dentro de su mundo temporal la defensa del novelista Stendhal tuvo tan escasos resultados como la que hizo de Peytel: lo mismo que éste fue condenado por las instancias forenses, aquél también fue condenado y enterrado, sin gloria, por todas las instancias literarias. Tampoco fue atendido en el caso de Stendhal el brillante razonamiento, y resultó estéril, si es que se puede calificar de estéril un gran hecho moral, dé resultado o no.
¡Estéril! ¡Estéril! Demasiadas veces se repite Balzac esta palabra, demasiadas veces ha comprobado que en verdad lo eran sus desvelos. Ahora tiene cuarenta y dos años, ha escrito cien volúmenes, ha creado con su intelecto, que no descansa, dos mil personajes, de los cuales cincuenta o cien son inolvidables. Ha edificado un mundo, y el mundo no le ha dado nada a cambio. Tiene cuarenta y dos años y es más pobre que veinte años antes, en la rue Lesdiguières. Entonces tenía ilusiones armadas sobre ilusiones, hoy ya se han disipado. Doscientos mil francos de deudas: éste es el producto de su ímprobo trabajo. Galanteó a mujeres y ellas se le negaron; construyó una casa, la embargaron y se la quitaron; fundó revistas y desaparecieron; emprendió negocios y se malograron; se esforzó por conseguir un lugar en el parlamento de su país y no lo eligieron. Presentó su candidatura a la Academia y fue rechazado. Todo lo que emprendió fue estéril o le parece estéril. ¿Será que el cuerpo, el intelecto sobreexcitado, el corazón azotado pueden soportar aún por siempre este incesante excederse y esforzarse con exceso? ¿Tendrá realmente fuerzas para completar su obra, la Comedia humana? ¿Podrá por fin descansar como el resto de los mortales, viajar y vivir sin preocupaciones? Es la primera vez que vive momentos de desaliento. Considera seriamente abandonar París, Francia, Europa, para ir a Brasil, donde había un emperador, don Pedro, que lo salvará y le ofrecerá una patria. Balzac se procuró libros sobre Brasil; sueña, reflexiona, siente que ya no puede más, que tiene que ocurrir un milagro que lo salve de una servidumbre estéril, algo que sobrevenga de noche y lo libere de la galera, de ese exceso de tensión que ya no puede seguir soportando.
¿Se cumplirá a última hora ese milagro? Balzac, el eterno soñador, ya no se atreve casi a albergar siquiera esta esperanza. Sin embargo, una mañana, el 5 de enero de 1842, cuando se levanta de la mesa después de una noche de trabajo, el criado le entrega las cartas. Entre ellas hay una cuya letra le es bien conocida, pero el sobrescrito es diferente del habitual: orlada de luto y sellada con lacre negro. La abre. La señora von Hanska le comunica que el señor von Hanski ha fallecido. La mujer que prometió casarse con él, la mujer con quien él prometió casarse, está viuda y es la heredera de muchos millones. El sueño, ya medio olvidado, se materializa de repente. Incipit vita nova. Estaba a punto de comenzar ahora una vida nueva, feliz, pacífica, despreocupada. Vuelve a cobrar forma la última ilusión de Balzac, la última, para la cual vivirá y en la cual morirá.

Stefan Zweig
Balzac
La novela de una vida

Este libro monumental, publicado por primera vez en 1920, no es sólo la obra maestra de Stefan Zweig, la mejor demostración posible del fervor que sentía por el gran Honoré de Balzac, sino también una novela fascinante que descubre al lector no sólo el trabajo, la lucha, el esfuerzo y el desafío del genio, sino también sus debilidades. Tras esta fachada impoluta, sin embargo, se ocultan otros temas igualmente interesantes: el conflicto del escritor con su tiempo, su lucha por el reconocimiento y, en especial, su condición de bufón de una sociedad que nunca llegó a considerarlo un verdadero literato. Por todo ello, esta obra de Zweig debe considerarse también su obra maestra. Lo que debería haber sido la recreación de otro momento estelar de la humanidad, es decir, un retazo de la humanidad misma, se fue convirtiendo igualmente en una descripción vívida y sentida de la comedia humana, lo cual hace que su lectura invite a acercarse con más detenimiento a la obra de Balzac.

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