Quebrantado en verdad quedó Schiller de aquella paliza mental de Corina. Meses después de irse ella cogió un resfriado, que le duró todo el otoño y se agravó en invierno.

Quebrantado en verdad quedó Schiller de aquella paliza mental de Corina. Meses después de irse ella cogió un resfriado, que le duró todo el otoño y se agravó en invierno. El clásico resfriado del tuberculoso in extremis. El invierno siguiente continuó enfermo: fiebre, tos, delirio. Como por simpatía, también Goethe se sintió mal aquel invierno, y aquejado de cólicos nefríticos tuvo que guardar cama, lo que le impedía visitar al otro diunviro. Ambos se comunicaban por cartas y se enviaban libros. Desde sus respectivos lechos de enfermo concibieron el plan de una tragedia de corte clásico titulada Demetrio; empezaron a trabajar en ella, y cuando mejoró el tiempo y mejoraron ellos corrieron a verse para cambiar impresiones acerca de ella. Pero se sentían tan agotados física y moralmente, que dieron de lado aquella empresa, que requería mayor concentración de espíritu y tensión de nervios, y buscaron un derivativo más fácil a su anhelo de actividad en la tarea subalterna de traducir, Goethe, El sobrino de Rameau, y Schiller, la Fedra, de Racine. Dejaron, pues, de verse ambos amigos con la asiduidad de antes; Schiller tenía que laborar a prisa en su versión, cuyo estreno estaba ya anunciado para el 30 de enero; cumplió el poeta su palabra, y el día señalado pudo el público de Weimar aplaudir esa obra de un genio, traducida por otro genio.
En esa ocasión volvieron a verse Goethe y Schiller; luego tornaron a separarse. Goethe se sentía mal; se recluyó en casa, y desde allí cambiaba frecuentes comunicaciones epistolares con su amigo, que tampoco se encontraba muy bien. Es conmovedora esa coincidencia de encontrarse los dos enfermos al mismo tiempo, pues sugiere la idea de una simpatía incluso física entre ambos y parece indicio de la perfecta sincronización fraternal de sus temperamentos. Goethe y Schiller, en las cartas que desde sus sendos retiros se envían, cambian quejidos de dolor y frases de aliento, entre las que sonríe una esperanza de buena primavera a la vista. Llega, en efecto, mayo, y Goethe se anima al reclamo de esa dulce amiga de los poetas; se atreve a salir de casa, y la suerte pone en su camino a Schiller, que también dejó su cuarto de enfermo y se dirige a su otra casa: el teatro. Invita, como es natural, a Goethe a acompañarlo; pero éste, que a pesar de todo tiene los nervios de punta, no se siente con humor para ver gente y se despide de su amigo, sin saber que desperdicia la última ocasión que la suerte le brinda de estar aún unas horas en su compañía. Aquélla es la última vez que se dan las manos esos entrañables amigos. Goethe se vuelve a su casa, pues apenas puede tenerse en pie; se tiende en un diván y deja pasar los días en un absoluto aislamiento, que apenas interrumpen sus íntimos; hablan éstos en voz baja y andan de puntillas. A fin de que sus nervios deprimidos no se depriman más, le ocultan toda noticia alarmante sobre el estado de su amigo, manteniéndolo en una ignorancia piadosa; Goethe no sabe que Schiller ha muerto sino días después, cuando ya sus restos reposan bajo tierra y su alma ha subido al cielo de los poetas (el autor de Guillermo Tell ha fallecido el 9 de mayo en su casita con jardín, donde vuelan mariposas y apuntan flores que no ha de ver). Una mano delicada cierra el balcón del gabinete el día del entierro de Schiller, para que no lleguen a Goethe los ecos de la marcha fúnebre que la música toca dando escolta de armonía a su féretro. Un amigo del poeta, H. Voss, que tenía acceso a su retiro, nos refiere el estado de Goethe en esos tristes días: «Durante la última enfermedad de Schiller, Goethe da muestras de abatimiento profundo. Una vez lo encontré llorando en su jardín; brillaban en sus ojos las lágrimas, pero era, sobre todo, su espíritu el que lloraba… Le di detalles sobre el estado de Schiller; él me escuchó con una serenidad imposible de describir. “El sino es inexorable, y el hombre puede muy poco”; he ahí todo cuanto dijo. Después pasó a hablar de otras cosas.» Se ve a Goethe pugnando aún por conservar su máscara olímpica, impasible; pero sus lágrimas le descubren el fondo de lo humano. Schiller vive aún, y Goethe llora. ¿Qué será cuando sepa su muerte? ¿O será que ya la sabe, que simpáticamente ha sentido el filo de la guadaña que se lleva a su mellizo espiritual y que por eso llora? «La muerte de Schiller —sigue diciendo H. Voss— nadie se atrevía a comunicársela. Estaba allí Meyer (el pintor Heinrich Meyer, tan dilecto de Goethe) cuando llegó la noticia de que Schiller acababa de expirar. Lo llamamos para que saliera de la alcoba del enfermo; le comunicamos la noticia, y él no tuvo valor para volver a entrar y anunciársela a Goethe.» La soledad en que todos lo dejan, la confusión que doquiera percibe, los esfuerzos de los visitantes para evitar que se entere, le hacen presentir algo fatal. «“Muy enfermo —dijo al fin— debe estar Schiller, según veo”. No dijo más, y se pasó ya toda la noche abismado en sus pensamientos. Más de una vez se le siente llorar. A la mañana siguiente llama a una amiga (eufemismo que designa a Christiane Vulpius) y le dice: “¿No es verdad que Schiller estuvo ayer muy grave?” Ese muy impresiona vivamente a la amiga, que pierde la serenidad, y en lugar de responderle rompe en llanto. “¿Es que ha muerto?”, pregunta Goethe con voz firme. “Tú lo has dicho”, responde ella. “¡Ha muerto!”, repite Goethe, y se cubre los ojos con las manos. A las diez de la mañana veo a Goethe que se está paseando por el jardín; mas no tengo valor para acercarme a él. Por espacio de tres días procuro evitar su encuentro; al cuarto, aceché el momento en que estaba en la biblioteca. Pasé allá, lo saludé y empecé a hablarle lo menos de diez asuntos referentes a la biblioteca, pero poniendo tan poca atención en mis palabras como Goethe en las suyas; tenía el poeta traza de estar pensando en otra cosa, y parecía muy preocupado. Más tarde dijo que celebró mucho que yo no le hablase entonces de Schiller, pues le habría costado gran trabajo conservar la serenidad y contestarme sin alterarse. Ahora, Goethe habla rara vez de Schiller; cuando lo hace, evoca los lados agradables de su bella vida en común.»

Rafael Cansinos Assens
Goethe: una biografía

Rafael Cansinos Assens revela en esta obra singular el cariño que suscitó en él la profunda humanidad del autor de Los sufrimientos del joven Werther y Fausto. Además de trazar un soberbio estudio psicológico del gran clásico alemán, describe con extraordinaria amenidad los diversos avatares de su aleccionadora existencia.

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